Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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La mesa de la sección de sucesos del diario El Liberal se dividía en dos partes: una estaba ocupada por una redactora y por la jefa de sección, Adelina Pujalt; en la otra estaba Jesús Miralles, solo con su cenicero lleno de colillas hasta los topes. Fumaba como un carretero. Prácticamente empalmaba un cigarrillo tras otro y tenía por costumbre dejárselos encendidos en el cenicero, de modo que el humo molestaba a sus dos compañeras de sección, que intentaban evitar las molestias creando un espacio entre Miralles y ellas.

La redacción de El Liberal estaba integrada prácticamente en su totalidad por periodistas jóvenes. Aparte del director, de los dos subdirectores y de algún jefe de sección, que pasaban de los cuarenta, el resto a duras penas tenía más de treinta. La excepción era Jesús Miralles, con cincuenta y nueve años. Miralles era una excepción a todo y a todos. Era el periodista más veterano de El Liberal, con treinta y dos años trabajando en el mismo diario; era el único periodista no licenciado en Ciencias de la Información; era el único profesional de la plantilla que había presenciado los cambios de sociedad empresarial sufridos por El Liberal y, además, era el único periodista que jamás había cambiado de sección. Desde que entró en el periódico, a los veintisiete años, en 1969, siempre había trabajado como redactor de sucesos.

La línea editorial del diario era crítica con la política de la Generalitat, hecho que el Govern le hacía pagar con la total retirada de la publicidad institucional, un castigo anticonstitucional que el Govern ejercía sin que se le cayesen los anillos. Sin embargo, Miralles no estaba en contra de nadie. No hacía falta que lo estuviera, ya que las secciones de sucesos de los diarios son las más políticamente asépticas.

La mesa de la sección de sucesos estaba al fondo de la redacción, una planta larga y más bien estrecha de un edificio situado en el polígono industrial de Vara de Quart. Al fondo, las dos mujeres tenían la posibilidad, cuando Jesús Miralles cargaba el ambiente de humo (por las tardes se solía fumar dos o tres brevas de Quintero), de dejar medio abierto un ventanal. En invierno, los redactores de deportes, cuya mesa precedía a la suya, protestaban. Entonces Miralles fumaba en una sala habilitada para tomar café y refrescos. En la sala, fumaba y bebía. (Miralles era alcohólico, o como dicen ahora «bebedor social», aunque no era muy sociable. Su aspecto delgado, muy delgado, desaliñado, con los pómulos ligeramente enrojecidos y los ojos vidriosos, indicaba alguna anomalía en la salud.) Era cierto, bebía discretamente; las normas de la empresa prohibían consumir alcohol en la redacción. Tampoco se podía fumar, de acuerdo con una ley del Gobierno central, pero los fumadores aún disfrutaban de una especie de bula. En el diario, Miralles no bebía en exceso. De vez en cuando iba a la sala, sacaba un café de la máquina y se sentaba de espaldas en algún lugar apartado de los demás. Entonces vertía el coñac de una petaca en la taza para convertir su café en un generoso carajillo.

La vida de Jesús Miralles cambió en 1990, con la muerte de su hijo Josep, que apareció ahogado en el rompeolas del puerto, tras cinco días de intensa búsqueda sin noticias de su paradero. Heroinómano compulsivo, acabó metido de lleno en la mafia de los camellos. «Un ajuste de cuentas», dictaminaron sus amigos de la guardia civil, que llevaron a cabo un despliegue de medios inusual para encontrarlo. Ya habían tenido que sacarle las castañas del fuego más de una vez. Empar, la esposa de Miralles, murió dos años más tarde. A Jesús Miralles le quedaba una hija casada que iba a ver de vez en cuando, a mediodía, aprovechando que su marido no estaba en casa. No tenía buenas relaciones con su yerno, abstemio militante. Miralles no había sido nunca abstemio; pero desde la muerte de su hijo, y posteriormente de su mujer, había perdido cualquier moderación en la bebida hasta convertirse en un alcohólico (un alcohólico solitario).

En el diario, en la sección de sucesos, se ocupaba de los breves y de las noticias de agencia. La tarea más complicada, o la que requería más urgencia, estaba a cargo de sus dos compañeras, que, por órdenes del director, dejaban que Miralles fuera a su aire, lo que exigía cierta resignación. Primero fue el cambio tecnológico del antiguo sistema tipográfico del plomo al offset. Hasta ese día, como los demás redactores, llenaba cuartillas y más cuartillas aporreando con dos dedos la Olivetti sin ninguna medida. De golpe y porrazo se encontró con que tenía que redactar las informaciones en un número predeterminado de palabras, líneas, espacios… Le costó mucho adaptarse, pero lo consiguió casi a la vez que sus amigos de la Benemérita: «Venga, Miralles, tienes que adaptarte a los tiempos. Si a nosotros nos han quitado el tricornio, ¿qué importancia tiene que a ti te quiten unas líneas?», le daba ánimos un viejo amigo, capitán de la guardia civil, que, después de muchos años sin pasar de oficial, había llegado a teniente coronel del cuerpo con los socialistas en el poder. Por supuesto, ahí no se acabaron los problemas técnicos de Miralles, porque, poco después del primer cambio, irrumpió en su vida laboral el ordenador, aparato que ya nunca fue capaz de dominar más allá de los conceptos básicos y casi siempre con ayuda de alguna de sus compañeras de sección.

El director de El Liberal se llamaba Pere Mas. Se licenció en la Facultad de Ciencias de la Información de la Autónoma de Barcelona. Una vez cursada la carrera, ejerció en la Facultad como profesor de géneros periodísticos, una asignatura que intentaba una teoría sobre la entrevista, la noticia, el reportaje… hasta que, cinco años más tarde, regresó a Valencia. Ahora tenía cuarenta y un años y hacía catorce que estaba en el diario. Su especialidad en géneros periodísticos no le había servido de mucho, porque había tenido que empezar como redactor en la sección de sucesos, junto a Jesús Miralles y Pepe Ahedo, que actualmente gozaba de la jubilación anticipada, desde que tuvo lugar el segundo cambio tecnológico del diario. Pere Mas sentía por Miralles respeto y agradecimiento. Era el único representante de aquel periodismo primitivo pero en cierto modo heroico. Humana y profesionalmente vivió el caso del hijo de Miralles muy de cerca, tanto que una firme amistad había cuajado entre ambos desde entonces. Cuando, en 1996, la empresa decidió despedir a los viejos redactores con una buena indemnización, Miralles le pidió a Mas, entonces subdirector, que intercediera en su favor. Necesitaba el diario como recurso para distraerse de todo lo que estaba pasando. Mas intercedió aduciendo que Miralles, con tantos años como periodista a sus espaldas, tenía contactos imprescindibles para la sección de sucesos, entonces una de las más importantes del periódico. No era así exactamente, pues los contactos iban desapareciendo con el tiempo. Fue una mediación humanitaria, un favor del discípulo al maestro en el crepúsculo. Mas seguía siendo un defensor de Miralles ante las quejas de algunos redactores, que se lamentaban por los agravios comparativos: debido a los quinquenios acumulados, Miralles cobraba mucho más que todos sin que su rendimiento laboral estuviera a la altura de su sueldo. «El tema Miralles no se toca», decía Mas con resolución. Y ya no se tocaba.

Jesús Miralles le dijo a Adelina Pujalt que tenía la página a punto y se fue. Eran las siete y media de la tarde y, como solía hacer, cogió el coche y se dirigió al club Jennifer a tomar una copa. El Jennifer era un club de prostitutas situado en la propia carretera de Valencia, en el municipio de Picaña. Era el único lugar, aparte del diario, donde Miralles se sentía acompañado. No iba por las mujeres. Para él, la cuestión sexual era algo tan secundario que ni siquiera lo utilizaba. Sentado en un taburete de la barra, siempre en el mismo sitio, se tomaba dos o tres whiskys y hacia las diez de la noche se iba a casa. Conocía a todas las mujeres que trabajaban allí. Por lo menos a las que llevaban más tiempo haciéndolo, ya que la mayoría cambiaba de club a menudo. A diferencia de años atrás, ahora todas eran extranjeras, fundamentalmente sudamericanas y de los países del este. Miralles pasaba el rato fumando y bebiendo. Sólo seguía el juego si alguna mujer le daba conversación. Pero él jamás se dirigía a ninguna de ellas. Solía hablar con Antonio, el camarero que atendía la barra pequeña. Después de tanto tiempo dejándose caer por allí, se habían hecho amigos. Antonio era de los pocos que conocían al dedillo la vida de Miralles. El propio periodista le había contado lo de la muerte de su hijo, pero desde entonces no se habló más de ello. Comentaban temas como el fútbol, aunque a Miralles no le interesaba lo más mínimo, o bien cosas que habían pasado en la ciudad o sobre algún conocido común. Antonio y Miralles conversaban a menudo. El camarero apenas hablaba con las mujeres, sólo de temas relacionados con el trabajo. A base de conversaciones, el periodista también conocía las intimidades de Antonio, aunque era un hombre reservado. Pero desde hacía unos días, una joven de origen ruso observaba al periodista. No se comportaba como los demás, como los clientes habituales. Le extrañaba la actitud usual de Miralles, su comportamiento sereno en un local como el Jennifer, que, como todos los de su especie, acogía a hombres de carácter muy distinto. Miralles parecía que iba allí como quien va al bar de su barrio o al pequeño casino de su pueblo. El día anterior, la joven rusa le preguntó por Miralles al camarero. Lo hizo como si se tratara de una curiosidad. Poco a poco, se acercaba a Antonio. Percibiendo en el camarero una serie de reservas y lo que parecía ser un carácter introvertido, lo hacía con mucha educación. Antonio veía en ella una mujer distinta al resto, por su actitud, e incluso por su físico, alejado de la voluptuosidad de las demás. Aquel día, la joven rusa, aprovechando que no había mucha gente, decidió acercarse a Miralles.

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