Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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– Hola, me llamo Ana -le dijo en un castellano bastante limpio-. ¿Y tú?

Miralles sabía que no se llamaba Ana. Casi todas las mujeres utilizaban nombres falsos en aquellos ambientes.

– Jesús.

– Siempre te veo aquí.

– Me gusta venir.

– ¿Por qué?

– No tengo demasiados sitios adonde ir -Miralles bebió un poco de whisky y se encendió una breva de Quintero-. Ana, no me gustaría que perdieras el tiempo conmigo. Sólo vengo a tomarme un par de copas.

– Lo único que quiero es conversar.

– ¿Por qué?

– Bueno… -sonrió Ana-, no tengo mucha gente con la que pueda hablar un rato.

– Pues conversemos.

Ana cogió un taburete y se lo llevó a su lado. Pidió una Fanta de naranja. A Miralles le llamó la atención que no pidiera una bebida alcohólica. Las mujeres que trabajaban en los clubes solían hacerlo por la comisión que les correspondía. El camarero de la barra le sirvió la Fanta; al acto sacó un cigarrillo del paquete de Winston.

– ¿De dónde eres? -le preguntó mientras le daba fuego.

– Soy rusa. De Moscú. ¿Conoces la ciudad?

– No. He viajado muy poco. Parece que las cosas están muy difíciles en tu país.

– Siempre lo han estado, pero ahora todo es más complicado.

– La vida es complicada para todos.

– Sí, pero para unos cuantos lo es más.

– Por lo menos ahora tenéis libertad.

Libertad para ser putas, pensó Ana. Con todo, prefirió no entrar a saco. Necesitaba conocerlo más, para hablar en confianza de ciertos temas.

– Y tú, ¿en qué trabajas?

– Soy periodista.

– ¿Periodista? -Ana pareció sorprendida-. Qué raro, ver a un periodista en un lugar como éste.

– No es tan raro. Hace unos años mis colegas y yo frecuentábamos clubes como el Jennifer, pero las nuevas generaciones son otra cosa: no beben, apenas fuman, hacen deporte… -pensó en su hijo-. Bueno, casi todos.

– Ser periodista es bonito.

Miralles hizo un gesto que no acababa de ser de asentimiento. Tantos años en una profesión, por diferente y vistosa que sea, acaban convirtiéndola en rutina. Y en cualquier caso, él era un periodista al margen. Ana intuyó que a Miralles no le apetecía hablar de su trabajo. Lo entendía, a ella tampoco le entusiasmaba lo que hacía.

– ¿Estás casado?

– Soy viudo.

– Lo siento.

– Yo también -lo dijo con desgana, pero lo sentía de verdad. Su matrimonio había sido un fracaso, pero echaba de menos a su mujer.

– ¿Tienes hijos?

– Una hija -omitió el caso del hijo. Lo evitaba continuamente, incluso evitaba su recuerdo-. Está casada. Embarazada de cuatro meses.

– ¿Su primer hijo?

– Sí.

– Enhorabuena. Pronto serás abuelo.

– Gracias.

Sería abuelo de un nieto del que apenas podría disfrutar. Tendría que verlo como a su hija, de vez en cuando, a mediodía. El marido de su hija prefería no encontrarse al suegro en casa. De hecho, comía fuera para no coincidir con él.

Ana le pidió disculpas, tenía que ir a hablar con un hombre que acababa de entrar al club. El Jennifer tenía dos barras, una más grande y con más ajetreo, más hombres y mujeres, y la otra, más pequeña y tranquila, en la que Miralles tenía por costumbre tomar su copa. Observó a Ana, ahora dándole la espalda, mientras hablaba con el cliente.

Calculó que no tenía más de veintidós o veintitrés años. Era alta y muy bien formada, delgada, los hombros anchos y rectos, como los de una nadadora profesional, muy atractiva. Una mujer que destacaba entre las demás, incluso por su forma de vestir. El hombre se fue y Ana volvió con Miralles.

– Era un cliente que conocí la semana pasada. Ha venido a decirme que pasará más tarde.

Mintió. Le había dicho al hombre que volviera más tarde, sobre las diez de la noche, porque estaba ocupada.

– En la medida de lo posible prefiero a los clientes habituales. Me dan más confianza. No soy prostituta. Quiero decir que lo que hago es circunstancial. Cuando pueda lo dejo.

«Cuando pueda lo dejo», una frase que Miralles había oído en boca de muchas prostitutas. Lo piensan, pero no lo hacen. Fuera del ambiente tienen pocas posibilidades. Como mucho pueden ser empleadas de comercio o mujeres de la limpieza o cualquier oficio similar; o irse a vivir con un hombre, generalmente un soltero que, entrado en años, palia su soledad con una mujer sin darle importancia a su pasado. Miralles sintió curiosidad por saber si Ana pertenecía a alguna red organizada de proxenetas, pero no se atrevió a preguntárselo.

– En Moscú estudié idiomas. Hablo inglés y español. Bueno, y alguna palabra en valenciano.

– Tu español es muy bueno.

– ¿Cuál es tu especialidad?

– Siempre me he dedicado a sucesos.

– ¿No te han atraído otras facetas del periodismo?

– No.

La pregunta adecuada hubiera sido si le interesaba su trabajo, si alguna vez había sentido interés por el periodismo. Durante unos años, quizá los ocho o diez primeros, se sintió satisfecho de ser periodista. Después se convirtió en pura rutina. Valencia era una ciudad poco noticiable, su sociedad civil apenas prestaba atención a la prensa. Según un estudio realizado en los años ochenta, sólo el siete por ciento de la población compraba diarios regularmente. En la actualidad el porcentaje era más alto, pero no mucho más. La televisión, en cambio, disfrutaba de audiencias espectaculares. Pero a Miralles le daba igual, hacía dos años que tenía el televisor estropeado.

– Ser periodista es un trabajo digno -dijo Ana-, requiere objetividad y ética. En mi país, las mafias han asesinado a muchos periodistas. Aunque, claro, aquí la situación es diferente.

Claro. Aquí aún no hacía falta matarlos, los compraban. El poder se aprovechaba de la rivalidad entre los grupos de comunicación. Los grupos tenían intereses económicos y el poder premiaba o castigaba su fidelidad otorgando un trato de favor a la prensa amiga. Era una vieja historia, quizá tan antigua como el oficio de Ana.

No tenía respuestas para las preguntas de Ana sobre el periodismo. Y si tenía, no le apetecía dárselas. Ana era joven, tenía ideas y opiniones algo ingenuas. Era una lástima que una mujer como ella tuviera que ganarse la vida haciendo de puta cuando podía ganársela, por ejemplo, como traductora en las muchas ferias comerciales que tenían lugar en la ciudad. Pero él no era nadie para dar consejos. Por propia voluntad no había tenido ambiciones profesionales. La comodidad de no asumir responsabilidades lo había llevado a ser un simple redactor de por vida. Aún más: la falta de orgullo había hecho que ahora mismo fuese un mantenido, una especie de pedigüeño de la profesión.

– ¿Hace mucho que vienes por aquí?

– No podría decirte exactamente cuánto tiempo; pero sí, mucho.

– ¿Cambian de club las mujeres muy a menudo?

– Las que van por libre se quedan más tiempo. Según cómo les vaya. ¿Tú…?

– Voy por libre, sí. Hace tres meses que llegué a España. Llevo quince días en Valencia. Antes había estado en Barcelona -Ana encendió otro cigarrillo. Fumaba tanto como él, pero se tragaba el humo-. Si me va bien me quedaré. Me gusta la ciudad, no es muy grande y tiene buen clima.

En la barra sólo quedaban el camarero, Ana, Miralles y tres mujeres que parecían sudamericanas. Se fueron a la otra barra precisamente cuando entraba un individuo vestido con cazadora de cuero negro y vaqueros ajustados. Jesús Miralles lo conocía, era uno de los tres dueños del Jennifer. Se hacía llamar Rafi. Se sentó al otro lado de la barra, casi enfrente de ellos. El camarero le sirvió una copa.

– Quizá deberías irte a la otra barra.

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