– ¿Qué tal, Francesc?
– Perfecto, Joan.
Ambos se saludaron cordialmente. Los fotógrafos acudieron enseguida. Para Petit, aquella foto era importante si se entendía como compensación por otras, por las que la política de la «normalización» le exigía. El Front, punto de encuentro de ideologías, reclamaba gestos de toda índole.
– Tú y yo tendríamos que hablar más a menudo -le dijo Joan Albiol.
– Siempre estoy dispuesto a hacerlo. Deseo que la comunicación entre nosotros funcione mejor a partir de ahora, sin tantos equívocos.
– Los equívocos siempre son por vuestra parte -intervino Josep Maria Madrid, secretario de finanzas de los socialistas, que acompañaba a Joan Albiol.
– No es hora de discutir -cortó Joan Albiol-. Un día de éstos te llamaré, Francesc.
– En mi agenda siempre hay un hueco para ti.
Ambos se volvieron a dar la mano durante el lapso requerido por la prensa gráfica. Acto seguido, Joan Albiol fue a saludar al Conseller de Cultura. Josep Maria Madrid se quedó junto a Francesc Petit.
– Tengo entendido que has pasado por Bancam -le dijo.
– En efecto, dado que no hemos tenido poder ni lo tenemos, no hemos sido agraciados con comisiones por intercambio de favores.
– Si sigues así, en las próximas elecciones pagarás tu agresividad hacia nosotros.
– Nos entenderíamos mejor si no fuerais tan prepotentes. Tenéis un problema: os creéis imprescindibles.
– La única alternativa real a la derecha somos nosotros. ¿Aún no te has enterado?
– La derecha gobierna en gran parte por culpa vuestra.
– Pues corre el rumor de que te entiendes muy bien con ellos.
– ¿Lo dices por el crédito que hemos pedido a Bancam?
– Es evidente que si ellos quieren lo tendréis.
– ¿Y por qué no les ordenáis a vuestros miembros del consejo de administración que presionen para que nos lo concedan?
Josep Maria Madrid se encendió un cigarrillo, dio una calada y expulsó el humo con una sonrisa de circunstancias. Era un gran aficionado a la pelota valenciana. Sus manos, de jugador de trinquete, destacaban en su aspecto físico.
– En el fondo, tanto a la derecha como a vosotros os interesa que nos hundamos; por eso ni vosotros ni ellos movéis un dedo para que nos den el crédito.
– Habla con ellos, a lo mejor te lo dan… a cambio de algún favor, claro.
– Os encantaría que lo hiciéramos. Así tendríais una razón política de peso contra nosotros; así convertiríais las habladurías sobre nuestras presuntas relaciones con ellos en verdades.
– Lo cierto es que tienes un problema. Quizá nosotros podríamos ayudarte.
– Ya sé cómo se pagan estos favores.
– Piénsatelo -se despidió el secretario de finanzas de los socialistas.
Por casualidad, Oriol Martí se encontraba cerca de Francesc Petit. Ya no era tan casual que hubiese escuchado la conversación. Se puso de espaldas para observar de cerca una de las piezas de Carmen Calvo. Petit fue hacia la Galería Ferreres; de allí venía Júlia Aleixandre. La detuvo aprovechando que ya no quedaba ningún periodista.
– He estado hablando con Josep Maria Madrid.
– Os he visto.
– ¿No te interesa saber lo que hemos comentado?
– ¿Tienes algún interés en decírmelo?
– Me ha ofrecido ayuda.
– ¿Tan generosa como la mía?
– Por lo menos no me ha puesto condiciones.
– De momento.
– El caso es que he quedado para hablar con Joan Albiol y con él.
– Un acuerdo con los socialistas te perjudicaría electoralmente.
– Muchos de los electores del Front son de izquierdas.
– Pero no son los que te faltan para llegar al cinco por ciento. ¿O es que quizá vuestra moderación no es la única manera de crecer que os queda? ¿No preconizáis una tercera vía?
– Si vosotros no me echáis una mano tendré que acudir a ellos.
– Hazlo -sonrió Júlia mientras se iba.
No lo haría. Un acuerdo con los socialistas no tenía ningún sentido, entre otras cosas porque exigían que fuera público y anterior a las elecciones. Un acuerdo de ese tipo desproveía de todo interés al voto al Front, que por otra parte luchaba por un espacio político diferenciado.
Francesc Petit suspiró acariciándose la barbilla. Se dirigió hacia la calle. Al salir se cruzó con Juan Lloris, que entraba de nuevo al centro. El empresario se quedó mirándole. Recordaba aquella cara sin saber de qué. Pensativo, el secretario general del Front se fue a por su coche.
Juan Lloris se reunió con Oriol Martí ante una pieza de Pep Sanleón. El empresario observó el interés de su asesor, que con un dedo rozaba suavemente la textura del lienzo.
– Lo de ir al estudio de este pintor, ¿iba en serio?
– No sólo es conveniente que vayamos y le compremos un cuadro, sino que, además, tendríamos que hablar con el director del IVAM para tratar de patrocinar alguna exposición.
– ¿Cuánto vale un cuadro de éstos?
– Depende del tamaño.
– Ve tú al estudio, pero no le compres más de un metro de toldo.
Lloris miró su reloj con impaciencia.
– ¿Te vas? -le preguntó Oriol.
– He quedado para cenar con Sebastià Aisval. Un asunto personal, tomarnos una copa. ¿Tenías otros planes?
– Nos habían invitado a una cena institucional con los artistas expuestos.
– Ve tú en mi lugar.
– ¿No puedes aplazarlo?
– Imposible.
Oriol no insistió. La inquietud que mostraba Lloris era indicativa de las prisas que lo acuciaban. Tampoco era conveniente reiterarle que tuviera cuidado con su vida privada. Conociéndolo, resultaba más práctico dejarle a su aire cuando su estado de ánimo parecía febril. La experiencia de asesorar a un tipo como Lloris le había enseñado que presionarlo no era una estrategia idónea. Una válvula de escape ocasional, en un hombre que en cuestión de sexo tenía un cerebro de cemento, era incluso recomendable. Oriol lanzó las dos invitaciones a una papelera y volvió a encontrarse con Júlia Aleixandre, que paseaba por el claustro hablando por su móvil. Esperó a que terminara.
– José Luis Pérez me ha dicho que todo ha ido bien. Te debo una.
– Me la podrías pagar ya.
– Tú dirás.
– Necesito que me digas cuál es la mejor empresa de encuestas.
– Emar-GHD. ¿Por qué quieres saberlo?
– Para saber dónde prefieren vivir los valencianos, qué zonas de la ciudad son las que más les gustan… En fin, un montón de cosas que nos ayudarán a decidir dónde y cómo tenemos que construir.
– No tengo encuestas sobre eso. He visto que Lloris y tú figurabais en la relación de invitados a la cena.
– No iremos.
– ¿Por qué?
– Una presencia tan continua de Lloris en actos culturales puede acabar siendo contraproducente. Resultaría extraño que de repente apareciera por todas partes.
– No lo haces mal, como asesor -le regaló una sonrisa que, si no prometedora, era juguetona.
– Una pregunta, Júlia. Supongo que a Lloris le daréis el premio que le habéis prometido.
– Aún faltan unos cuantos meses. Veremos lo que hace hasta la fecha de entrega.
– Si no se lo dais, me haría responsable de ello.
– Si te despide, te recibiremos con los brazos abiertos.
* * *
Al final de la Avenida del Puerto, en un callejón a mano derecha, se hallaba el domicilio de Oriol Martí, una pequeña nave industrial convertida en un loft de dos plantas. Hacía sólo un mes que lo había estrenado y cuando entraba aún echaba un vistazo satisfecho a su alrededor. Allí se sentía plácido y cómodo, con una sensación que mezclaba orgullo y libertad en la planta baja, que era donde normalmente vivía, en una zona de doscientos metros cuadrados integrada por un salón amplísimo con varios espacios bien delimitados. Una pared de vidrio mostraba una cocina y la zona de servicios. El despacho, en cambio, se mantenía oculto tras una tapia. Las paredes del salón, revestidas en madera, acogían una biblioteca llena a rebosar. El suelo era de parqué de caoba, con una columna original de ladrillo de un rojo matizado que Oriol había decidido respetar. En la planta superior tenía una habitación principal, estilo suite, comunicada con un lavabo, y dos secundarias para invitados. Con un mando a distancia encendió la cadena musical. Se fue al lavabo y, durante unos minutos, se frotó la cara con crema exfoliante de Yves Saint Laurent. Después de lavársela, se aplicó otra crema hidratante y se tendió, con una agenda en sus manos, en uno de los dos grandes sofás de la planta baja. Buscó el nombre de Enric Ferrer, un cliente de Price Watherhouse que dirigía una empresa de publicidad, y marcó desde el teléfono fijo el número de su casa. Saltó el contestador automático y le dejó un mensaje diciéndole que al día siguiente, sobre las diez de la mañana, le llamaría al despacho. Subió el volumen de la música para relajarse con un compacto de Charlie Parker.
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