Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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– No me apetece. Suelta a Gram, Granero.

– Tiene razón, que aún está empeñado con la Junça. Que le de el aire.

El tío Granero abrió la puerta de la perrera. Gram estaba al fondo, mirando a Junça, que se encontraba dentro de la misma perrera pero dos parcelas más hacia la izquierda, sin poder contener su añoranza.

– Gram, ven, majo.

El perro miraba a Granero y a Junça alternativamente, como si se enfrentara a un gran dilema. Dio unos pasos hacia el tío, pero se lo pensó mejor y volvió. Con las patas empezó a rascar con vehemencia la reja que lo separaba de Junça.

– ¡Gram, mecaguenunaresacs à deputes! ¡Ven aquí, hostia!

El perro ha salido al dueño, pensó el tío Granero, que sabía de la bragueta fácil de Lloris por las fiestas que, años atrás, había organizado en el coto. Granero aún recordaba a las putas que habían venido haciéndose pasar por clientas o por secretarias. Venían a pares, pero ambas eran para el patrón.

Juan Lloris se acercó a la perrera y llamó a Gram. El perro salió enseguida. La presencia de Lloris hacía que el perro pensara en la caza, pero el empresario sólo pretendía acariciarle la testa y pasear con el tío y con él por el pequeño camino que había tras la casa. Los tres, Lloris delante y Gram y el tío siguiéndolo, iniciaron un plácido paseo.

– El mundo es desagradecido, Granero.

– Y que lo diga, sinyoret.

Para el tío, Lloris siempre tenía razón . Y si no, él se la daba igual. Granero era un hombre chapado a la antigua, consciente y satisfecho del lugar que ocupaba en la escala social, educado en las palabras que debía usar y en las que debía evitar. Lo aprendió de su padre, y probablemente su padre había recibido las mismas lecciones del abuelo Granero.

Sinyoret, perdone si me meto donde no me llaman, pero el sinyor que ha venido es poco de fiar.

– ¿Por qué lo dices, Granero?

– El hombre que viene al coto, se queda media hora y se marcha contento sólo viene a pedir algo.

– Cuánta razón tienes, Granero. Pero él dice que es amigo mío.

– En los ojos no tenía agradecimiento. Escuche, sinyoret:

La perdiu en la muntanya

c anta i diu la veritat:

q uan la cabra crie llana

e ls amics de l'amo jaran bondat. [3]

– ¿Te lo acabas de inventar?

– Sí, sinyoret.

– Eres un gran versaor, Granero.

No era suyo, sino de su padre. Últimamente el tío no estaba lúcido y le sabía mal no darle a Lloris lo que esperaba.

– Los tiempos cambian. Hoy todo es distinto -se quejó el empresario con un deje de amargura-. No hay respeto ni miramiento por lo que has hecho o haces. Si quieres que te lo reconozcan tienes que mangonear con unos y con otros. -Lloris se volvió de repente hacia el tío-. Granero, ¿te gustaría ir en avioneta?

– ¿En avioneta? Yo siempre he ido a ras de suelo, sinyoret.

– Te enseñaré todo lo que he hecho, todo lo que he construido. Cogeremos la avioneta y volaremos sobre Valencia.

– ¿Tardaremos mucho en volver? Mañana es día de pantalón viejo.

– Antes de anochecer estarás en el coto. Ve a arreglarte.

Granero entró en casa a toda prisa, se puso la gorra de Penthouse y salió.

– Cuando quiera, sinyoret.

Juan Lloris trajo el coche hasta la entrada y abrió la puerta del acompañante. Antes de subir, el tío le gritó a su mujer:

– ¡Maria, me voy en avioneta!

Maria estaba en el corral, dando de comer a los animales. Entre su sordera y el escándalo de las gallinas apenas oyó la voz de Granero, que le llegaba medio apagada. Supuso que quería llisa para cenar.

Dicho y hecho, Juan Lloris y el tío Granero viajaron hasta Manises. En el antiguo aeropuerto pasaron por un control obligatorio y el empresario anotó el trayecto en un cuaderno. Después, cuando la torre de control dio el permiso de vuelo, despegaron. El rumbo vacilante de la avioneta asustó al tío Granero, que se agarraba con fuerza al asiento masticando nervioso el caliquenyo. Cuando el vuelo de la avioneta se estabilizó, Lloris le quitó el cinturón de seguridad para que se calmara.

– ¿Estás bien?

Granero se encontraba fatal, pero asintió con la cabeza.

Lloris dirigió el aparato hacia el área metropolitana de la ciudad, la más masificada, los pueblos de l'Horta Sud, donde había intervenido en muchos Planes de Actuación Integral, una concesión de los socialistas a los empresarios de la construcción, que podían urbanizar polígonos rústicos a cambio de presentar un proyecto de infraestructuras financiado por ellos mismos. Con ese proyecto obligaban a los propietarios, en su mayoría labradores, a pagar la parte correspondiente de urbanización o a vender el terreno al constructor. En el municipio de Torrent, le fue señalando al tío Granero los lugares en donde había construido. El tío los observaba sin soltar las manos del asiento. Después volaron por Paiporta y Picanya. Los pueblos se tocaban unos a otros, separados de la ciudad por una obra del régimen franquista llamada Plan Sur (desviación del río Turia a causa de la gran riada de 1957). Atravesó Valencia para mostrarle sus construcciones en la playa de Alboraia (La Nova Patacona). De allí a Patraix y a los chalets de lujo en el Nou Camp Olivar. Volvió al centro, a las antiguas cocheras, donde ahora mismo estaba edificando doscientas viviendas.

Lloris le explicaba a un atemorizado Granero sus proyectos realizados con el orgullo y la satisfacción de la obra creada, con una ambición casi deportiva. Valencia era una ciudad diseñada por los constructores. Había más, mucho más, le dijo Lloris a un Granero muy afectado tras comprobar el cambio radical sufrido por la ciudad desde la última vez que había puesto los pies en ella, haría cosa de veinte años o más, cuando su mujer y él fueron a un restaurante para celebrar sus bodas de plata. Pero aún quedaban los proyectos: el Parc Central, la obra en un futuro más grandiosa, que el empresario, según confesó irritadamente, dudaba que los políticos llevaran a cabo. Lloris dirigió la avioneta hacia la Estación del Norte. Desde arriba se divisaba con nitidez, mejor que en un plano, la fabulosa extensión de terrenos, en gran parte solares urbanizables; de nuevo atravesó media ciudad, hacia la zona noroeste; allí estaba el Parc de Capçalera, donde el río entraba a la ciudad. El Ayuntamiento había proyectado un gran parque de ocio que integraba un nuevo zoológico al estilo europeo, espacios de interés botánico y zonas de recreo infantil y juvenil. El tío Granero no encontraba ninguna ventaja en eso de vivir al lado de un zoo, pero Lloris le aclaró que los alrededores formaban parte de lo que administrativamente se conocía como «reserva de suelo urbanizable», es decir, la zona situada al otro lado del zoo, cuyos terrenos serían revalorizados por el parque y aprovechados por la constructora agraciada. De hecho, el Parc de Capçalera era una de las pocas grandes extensiones urbanizables que quedaban en el núcleo estricto de la ciudad, si no la única.

Se desvió a la izquierda para entrar en término municipal de Paterna. Le señaló una extensión de cerca de siete millones de metros cuadrados, con la que el consistorio no sabía qué hacer. Él sí: buenos chalets y adosados para todos los que, pudiéndoselo permitir, aún no habían abandonado la ciudad por falta de buenas ofertas. Y el Cabanyal, quedaba la reconstrucción de aquel barrio. Aunque el Ayuntamiento de Valencia no permitía edificar más de cinco alturas, el barrio se revalorizaría tanto que la calidad compensaría la cantidad.

Lloris no le explicó a Granero que el Cabanyal había sido abandonado a conciencia por el Ayuntamiento hasta quedar en un estado de degradación tal que se hacía necesaria la intervención proyectada con el pretexto de una salida al mar. No le explicó que el Cabanyal había sido declarado, a propuesta de la Generalitat, entonces con Govern socialista, «bien de interés cultural» en 1993; que la prolongación al mar que se pretendía partía el barrio en dos y que, sobre todo, había otros posibles accesos al mar. Pero esas consideraciones eran minucias sentimentales en una ciudad que, durante el franquismo, había demolido el Palau de Ripalda y las construcciones contiguas de la antigua Feria de Muestras para levantar edificios horrorosos, uno de ellos conocido como La Pagoda, justo al lado de donde vivía el actual President de la Generalitat; hizo la segunda prolongación de la Avenida Blasco Ibáñez arrasando un montón de casas de arquitectura tradicional valenciana; convirtió la céntrica calle de Colón, repleta de edificios de finales del siglo XIX y principios del XX, en una calle de edificios banales; y no le importó permitir un edificio con fachada de cristal en el mismo centro neurálgico de la ciudad, en la Plaza del Ayuntamiento, donde hay también edificios racionalistas con influencias art-d é co.

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