Salían de la ermita y volvían al pueblo por un camino de la huerta todavía conversando, ahora que pasaban por la zona reparcelada, sobre el proyecto municipal. Entonces sonó el móvil de Oriol. En la pantalla apareció el nombre de Júlia.
– Dime.
– ¿Dónde estás? Se oye mucho ruido.
– Estoy con mi padre, paseando por el campo. Hace algo de viento.
– ¿Puedes hablar?
– Sí.
Padre e hijo se miraron. Sebastià dio unos pasos para comprobar el florecer de un naranjo, a fin de que Oriol tuviera más libertad para hablar.
– Escucha, Oriol, me he pensado mejor una de las cosas que hablamos durante la cena.
– ¿Cuál?
– Me gustaría que convencieras a Juan Lloris para que no se presentara a la presidencia de la Cámara.
– Querrá una contrapartida.
– Ya tengo una: la Cámara le entregaría uno de esos premios que otorga anualmente a empresarios modélicos.
– No sé qué opinará al respecto… -la estrategia de la duda.
– Será uno de los premios importantes. Siempre se queja de ser discriminado por la Cámara.
– No acabo de entender que, si no tiene opciones a la presidencia, quieras negociar con él.
– Un momento, Lloris no debe saber que la idea es mía. Eso en primer lugar. El presidente, José Luis Pérez, irá a hablar con él. Por otra parte, si quiero evitar que se presente, es para impedir que haga declaraciones diciendo que ha perdido porque la Generalitat le veta. Entiéndelo, no quiero jaleos.
– La entrevista con El Liberal ya se ha concertado.
– Muy bien, que hable de lo que quiera, pero que no mezcle la Generalitat y las elecciones a la presidencia de la Cámara. Aunque su credibilidad es baja, El Liberal se aprovechará. El pacto tiene que ser ése: que no diga nada sobre las elecciones.
– Ya ha dicho que optará a la presidencia. De hecho, la entrevista también es por eso.
– De acuerdo, que se presente, que pierda, pero que calle. No podemos evitar que presente candidatura, pero sí que politice su derrota.
– Intentaré convencerle.
– Tienes que hacerlo. Ahora mismo Pérez le llamará por teléfono para quedar con él. No le dirá los motivos de la cita, porque antes quiero que hables con Lloris.
– Haré todo lo que pueda, pero no te garantizo…
– Oye, Oriol, no me presiones más. Sé que haces mucho por mí y te estoy inmensamente agradecida. Pero no me lo pongas más difícil, ya le has conseguido un premio importante, que, además, como es habitual, le será entregado por el President.
– Los premios no se otorgan hasta diciembre.
– Al margen de eso, no llegaré a ningún otro pacto. Ya tendré bastante con justificar ante las asociaciones de empresarios que premiamos a Lloris. ¿Te lo imaginas?
– Sí, pero no basta.
– ¿De qué parte estás?
A Oriol le llevó unos segundos responder.
– Está bien, Júlia, hablaré con él.
Oriol cerró el móvil y se acercó a su padre. Normalmente se lo contaba todo. Así pues, su padre todavía pasó unos segundos simulando interés por la flor del naranjo. Como Oriol no decía nada, tras un minuto fue él quien habló:
– Parece que este año habrá buena producción de naranjas. Será la última en esta zona.
Oriol apartó unas cuantas hojas para ver mejor el interior del árbol.
– Lloris se ha empeñado en ganar prestigio social.
– Tú eres su asesor, ¿no?
– Es una de las obligaciones de mi empleo.
– Tenías un empleo más digno que asesorar a alguien como Lloris.
– Si algún día quiero tener mi propia empresa, debo aprender sobre la práctica.
– Si llegas a ser empresario, espero que no seas como él. Generalmente, las grandes fortunas se hacen con pocos escrúpulos. Recuerda que he trabajado en un banco.
– No todos los empresarios andan cortos de escrúpulos.
– Cierto, pero me parece que ése no es el caso de Lloris. Piensa bien lo que haces, hijo. Es lícito que tengas ambiciones, pero no elijas el camino más fácil, sino el más correcto.
Oriol cerró los ojos y asintió con la cabeza. Su padre pertenecía a otra época, en la que las cosas eran más sencillas. No se imaginaba la rapidez con que cambiaba todo, que no daba tiempo a nada, sólo a pensar en uno mismo. Su padre había sufrido una guerra, pero él estaba sumido en una batalla diaria; una guerra continuada en la que, para sobrevivir, tenías que estar del lado de los vencedores, algo que aún no tenía claro. Se lo hubiera explicado a su padre, pero era un esfuerzo inútil; especialmente cuando no te resignas a ser un empleado de por vida.
* * *
José Luis Pérez, propietario de Excavaciones Pérez, presidente de la Cámara de Comercio de Valencia, ahora en funciones a causa del período electoral, y fiel servidor de la omnipotente Júlia Aleixandre, conducía su Volvo por el camino sin asfaltar que llevaba al coto de Lloris. Aún no lo sabía, era la primera vez que iba, pero los campos de arroz que se extendían a ambos lados del pequeño camino eran de Lloris. Los arrozales en propiedad del empresario sumaban mil ciento cincuenta y dos hanegadas, aunque, para redondear, él siempre decía que eran mil. La extensión privada de arrozales más grande de la comarca y, quizá, del País Valenciano. Para poder llegar, José Luis Pérez tuvo que detenerse en la población de El Palmar, pedanía de la ciudad que antaño fue idílica y ahora era una mezcla de restaurantes y casas con fachadas de azulejos de gusto muy dudoso.
Una mujer de avanzada edad, sentada ante la puerta de su casa y cosiendo redes de pesca, le indicó el camino. Aun así, en los diversos cruces de caminos que había antes del coto, tuvo que preguntárselo de nuevo a los labradores que se iba encontrando. Para un recién llegado el camino no era fácil.
El tío Granero estaba esperándolo en la verja de la entrada. Cuando vio el coche alcanzando el último tramo, la abrió. Pérez entró y aparcó el Volvo ante una perrera grande y confortable, donde Gram, aislado de Junça, que todavía estaba en celo, ladró ante su presencia.
– ¡Gram, caguend é u, calla! -el perro se quedó mudo.
La potente voz del tío Granero advirtió a Lloris de la presencia de Pérez. No había querido esperarlo en la puerta, pero salió a recibirlo. El presidente en funciones bajó del coche y echó un vistazo en círculo, abarcando los alrededores de la finca. A la derecha, la casa de los masoveros, con habitáculos en los que Granero criaba animales que Lloris regalaba en Navidad. La casa era pequeña, y estaba precedida por un pequeño jardín de margaritas. Tras la casa, junto a los campos de arroz, había una paellera enorme. Acto seguido, Pérez contempló los árboles frutales y un horno de barro de principios del siglo pasado, cercano a la puerta principal de la casa de Lloris.
– Estoy extasiado, Juan, esto es una maravilla.
Lo era, y Lloris era tan consciente de ello que, a pesar de que Pérez sólo podía reunirse con él a la intempestiva hora de las tres de la tarde, porque tenía compromisos inaplazables, le hizo ir al coto.
– Te enseñaré la casa -dijo el empresario.
Le mostró el salón con antiguos utensilios del campo colgando de las paredes, las sillas tradicionales de anea, la bodega, las vitrinas con varias escopetas -señaló especialmente la Scott, comprada en la casa Pourcey, de Londres-, la planta superior con otro salón, éste rodeado de ventanas que ofrecían una vista prácticamente completa de la Albufera. Se lo enseñó todo con una superioridad afectada. Después, condujo a Pérez hasta los sillones cercanos a una chimenea que llenaba de calidez el ambiente. Entonces le ofreció un puro que Pérez aceptó de buen grado.
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