Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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Las exposiciones de arte moderno le servían a la derecha en el poder para darse una capa de barniz estético que diluía o encubría el gusto plástico cavernícola del que, muy a menudo, los acusaba la oposición política. Los artistas modernos autóctonos estaban más que satisfechos al comprobar que la llegada al poder de la derecha no les había afectado tanto como a los demás colectivos culturales, como la gente del teatro o el gremio de escritores, cuyo lenguaje creativo resultaba más problemático. La oposición procuraba acudir a ese tipo de acontecimientos con la intención de recordarles a los artistas plásticos (en cierto modo la imagen del país) que la promoción del arte moderno valenciano no era en absoluto una exclusiva de la derecha. Más bien al contrario, las bases de dicha promoción habían sido establecidas cuando la izquierda asumió el poder.

Por primera vez, y según su plan de estrategia social, Oriol Martí llevó a Juan Lloris a una exposición de arte. Al verlos, Júlia Aleixandre se sorprendió. Aun conociendo los planes de Oriol, no esperaba encontrárselos. En público, Júlia y Oriol guardaban las distancias, aunque no de forma obsesiva. Sin embargo, la presencia del empresario los obligaba a una discreción que se tradujo en una serie de gestos casi imperceptibles para saludarse mientras el Conseller de Cultura acababa de pronunciar el discurso inaugural de la exposición.

La inquietud de Oriol era situar a Juan Lloris en el sitio adecuado y en el momento oportuno. Llevarlo a un acto cultural importante y que pasara desapercibido distorsionaba su estrategia. El problema era hacerlo de modo natural, como si Lloris hubiera ido allí transportado por un repentino ataque de sensibilidad artística. De los políticos presentes, nadie conocía personalmente al empresario. Menos aún los artistas expuestos. Pero quizá con éstos la operación diseñada resultaría más fácil, ya que un multimillonario al que le gusta el arte siempre es un cliente en potencia. Sin embargo, como observó Oriol, la prensa gráfica estaba obsesionada por los políticos, que de momento mantenían una distancia prudencial entre ellos. Francesc Petit se alejaba de Júlia Aleixandre todo lo que podía, dada la presencia, algo inquisitiva, de los secretarios generales de los socialistas y de Esquerra Unida. Por cortesía política, Júlia sólo había tenido palabras cordiales para ambos. En vista del panorama, Oriol Martí debía esperar un movimiento táctico supuestamente casual que le permitiera meter a Lloris en una fotografía. Con el secretario general de Esquerra Unida no era oportuno. Con el de los socialistas, sería prácticamente imposible teniendo en cuenta los antecedentes del empresario, aunque, como era nuevo secretario general desde hacía unos meses, quizá no sabía ni su nombre. En lo relativo a Francesc Petit, Oriol dudaba del provecho mediático que se le podía sacar. Optó por la vertiente artística por si la prensa gráfica, cuando se cansara de fotografiar a políticos, se sentía atraída por los que, al fin y al cabo, eran los protagonistas. Así pues, se fue hasta donde estaba Pep Sanleón, que, hablando con un chico que parecía alumno o ayudante suyo, se quejaba de la colocación de uno de sus lienzos.

– Señor Sanleón, soy Oriol Martí -se presentó.

– Mucho gusto -dijo el artista sin apenas mirarlo, metido de lleno en lo del lienzo.

– ¿Nos concede unos minutos de su tiempo?

– ¿Es importante?

– Al empresario Juan Lloris le interesa mucho su obra.

Detrás de Oriol, Juan Lloris asentía. Más que de interés, la cara del empresario era todo un poema, de alguien que intenta explicarse una presencia insólita. El artista miró a Lloris, miró exactamente el monumental Rolex de oro que llevaba en la muñeca derecha. Observó aún con mayor exactitud su rudo aspecto de nuevo rico, que difería de la apariencia más discreta de su acompañante.

– Me alegro de que a un empresario le guste el arte moderno. ¿A qué se dedica?

– A la construcción, fundamentalmente -respondió Oriol.

– Me interesa mucho el arte, sobre todo el valenciano -se presentó Lloris.

– El arte es universal -le corrigió el artista.

– En realidad -añadió Oriol, que no perdía a los fotógrafos de vista-, al señor Lloris le interesa coleccionar obras de autores valencianos.

– Es una actitud muy encomiable que lo aleja del provincianismo de otros colegas suyos. Me gustaría invitarlo a cenar a mi estudio, tengo una gran cantidad de obras almacenadas.

– ¿Son todas como ésta? -preguntó Lloris sin poder disimular una actitud preocupante.

– No, señor. Ahora trabajo con lonas.

– ¿Lonas?

– Toldos de camiones.

Juan Lloris miró a Oriol. El asesor intervino:

– La descontextualización de los objetos es un tema de conversación habitual entre el señor Lloris y yo.

– En efecto -afirmó el empresario.

– Está claro que usted, como artista, arriesga mucho -lo elogió Oriol.

Un fotógrafo le pidió a Sanleón que posara. Oriol dio un paso hacia la izquierda, distanciándose de él; el empresario se movió hacia la derecha, acercándose y sonriendo con un gesto de atención a las explicaciones del artista, que en aquel momento no decía ni hacía nada que no fuera preparar la pose adecuada para la cámara. El fotógrafo les dio las gracias y se fue.

– ¿Me podría dar su teléfono? -le pidió Oriol a Sanleón.

– Por supuesto. Tome nota.

– Le avisaremos con antelación cuando vayamos a visitar su estudio.

– Oiga -mostró curiosidad el empresario-, ¿cómo consigue sacar cuadros de un toldo?

– Explicarle mi proceso creativo llevaría mucho tiempo -dijo, y aquello era tanto como decirle que no sabía cómo explicárselo.

– Da igual, son cuadros fabulosos.

– Gracias. Espero que no tarden en visitarme.

– Ni lo dude -se despidió Lloris.

Pep Sanleón los siguió con la mirada mientras se iban. Pensó que, muy probablemente, era un empresario, un nuevo rico, que invertía en arte, ya que no había observado en Lloris, ni en sus gestos ni en su indumentaria, el gusto por la estética de vanguardia. Quizá su asesor sí tenía cierto gusto moderno. No importaba. Cuando la obra salía del estudio, los artistas ya no controlaban su destino. No era sino el resultante de la conexión impúdica entre arte y capital.

Oriol había alcanzado uno de sus objetivos, que la presencia de Lloris se hiciera pública a través de algún diario, no sabía de cuál porque no conocía al fotógrafo, según explicó al empresario, y tuvo que añadir que no era propio de un aspirante a personaje público preguntar dónde y cuándo saldría la foto. Hacerlo hubiera sido una falta de tacto hacia el artista. Además, y eso no se lo dijo a Lloris para no desanimarlo, quizá el fotógrafo sólo quería fotos para actualizar el archivo.

A Lloris el acto le resultaba de lo más cargante. Se conducía por la exposición con una notable falsedad. Por incomprensible, pero también por parecerle simple. La obra expuesta no le interesaba ni lo más mínimo y el personal le inquietaba, del mismo modo que para una persona banal resulta incómoda otra a la que ve como intelectualmente superior. No obstante, Oriol lo retenía ante los lienzos dándole explicaciones muy prácticas pese a la desgana del empresario, que preguntó a uno de los camareros dónde estaba el servicio. En realidad, deseaba hablar por teléfono con Rafi. Eran las ocho y media de la tarde y se moría de ganas por estar en su casa del barrio de Torrefiel antes de las diez.

Después de saludar y de hablar con los artistas expuestos más importantes, el secretario general de los socialistas se aproximó a Francesc Petit, que estaba tan cerca que su encuentro fue inevitable. Uno y otro lo habían elegido sin forzarlo, aunque ambos hacía rato que se buscaban con la mirada. En un mundo de apariencias, como el ambiente artístico, los políticos cumplían con su papel de forma modélica.

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