Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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No les dio tiempo a pensar. Permitieron que sus cuerpos se buscaran, los dejaron arrastrarse hasta la estera y se dijeron en nahuatl lo que cada uno esperaba del otro. El deseo.

Después, salieron de la casa cogidos del brazo. Recogieron a la pequeña y subieron los tres a la montura con el orgullo del que corona la cima de un monte. Las mujeres sonreían al verles pasar, camino de su encuentro con Valvanera y con el pequeño Miguel. Sus cabezas erguidas miraban al frente recibiendo las aclamaciones de algunos soldados, que flanquearon la cabalgadura hasta llegar a las puertas de la fortaleza.

Don Lorenzo dominaba al caballo para obligarle al paso. Cuando atravesaron las puertas de la muralla, escuchó la voz de Juan de los Santos, que se elevaba sobre las demás.

– ¡Ya vienen! ¡Ya vienen!

Su mano izquierda sujetaba las riendas mientras que la derecha rodeaba la cintura de doña Aurora, la pequeña María reía sobre la falda de colores de la princesa. Don Lorenzo se apoyaba en el bocado del caballo, que cabalgaba sometido, contoneando la carga que montaba sobre sus lomos, como si supiera que todos los ojos del campamento estaban fijos en él. Valvanera les veía acercarse con los brazos abiertos. El mozo de espuela saltaba sin dejar de gritar.

– ¡Son ellos! ¡Ya vienen!

A veces el tiempo debería pasar más despacio, recrearse en cada movimiento para poder saborearlo, grabarlo en la memoria, y volver a vivirlo cuando el sueño se resista. Don Lorenzo contempló la ilusión de su hijo cuando vio a doña Aurora, sus manos extendidas hacia el caballo, que avanzaba enseñoreándose, metiendo la cara. El niño les esperaba sonriendo, sus ojos achinados casi se perdían en su expresión de alegría. El tiempo detenido. Doña Aurora bajando lentamente de la cabalgadura y abrazando a Valvanera y al niño. Juan de los Santos sumándose al abrazo con la pequeña María. La cabeza de doña Aurora volviéndose hacia él, buscando el apoyo de su hombro. La mirada de Valvanera. Lágrimas. Saciarse de cada momento para no olvidar.

Se dirigieron a la casa de la muralla y se instalaron allí hasta que la Coalición emprendió camino a Tlaxcala al cabo de diez días. Don Lorenzo compartió la habitación con doña Aurora y con Miguel, Juan de los Santos con Valvanera y con la pequeña María. Antes de que llegara la noche, el capellán bendijo su unión hasta que la muerte los separase.

Las dos parejas celebraron sus matrimonios en la intimidad de una casa donde ya jugueteaban los niños. Doña Aurora y Valvanera prepararon el banquete de bodas, caracoles con chile y una botella de vino tinto que Juan de los Santos guardaba en secreto.

Don Lorenzo entró en la habitación desanudando las trenzas de su esposa. Su hijo dormía en la estera. A veces la vida reaparece dulce y feliz. Su esposa, su hijo, y la tranquilidad de una noche sin miedo al insomnio. La princesa no dejó de mirarle mientras le desataba los cordones de la blusa. Acarició su cuerpo desnudo lentamente, dibujando su amor en cada palmo de una piel que jamás conseguiría oler, deleitándose en una sonrisa de media luna que a veces se volvía carcajada. Sus vidas entregadas uno al otro. La locura.

Capítulo XI

1

El comerciante de paños se movía por el barco como un cuervo esperando a su presa. En cierta ocasión, se acercó al piloto y sujetó el timón con una mano mientras apoyaba la otra en su hombro. Al capitán San Pedro le cambió la expresión de la cara, se acercó al timonel y bramó como si alguien le estuviera ofendiendo o robando.

– ¿Acaso he dado permiso alguna vez para que nadie más que los pilotos controlen mi barco?

El comerciante retiró las manos e intentó disculparse, pero don Ramiro le ignoró y volvió a dirigirse al piloto.

– ¡Cuando acabe vuestro turno, quiero veros en mi camarote!

Don Lorenzo observó al comerciante mientras bajaba del puente, movía los labios y señalaba al suelo con el dedo índice. El capitán San Pedro le seguía con la mirada.

– ¡Si lo vuelvo a ver cerca de mi tripulación, no respondo de mis nervios! Parece una mosca revoloteando alrededor de un moribundo.

Don Lorenzo asintió con un movimiento de cabeza, el gesto de su cara no podía disimular el desprecio.

– Es un hombre siniestro. Me resulta extraño que lo hayas admitido en tu barco. ¿Lo conocías?

– Hace mucho tiempo que va y viene a las Indias con sus paños. Es preferible mantenerlo en alta mar que buscando problemas a la gente de tierra. No quisiera tenerlo por enemigo.

– ¿Es peligroso?

– Peligroso es poco, muchacho. Ni su propia familia se libró de sus maldades. Denunció a su mujer por delitos de fe y la envió a la horca.

El desprecio de don Lorenzo se transformó en preocupación. San Pedro no difundía rumores, a menos que estuviera seguro de que eran ciertos.

– ¿Delitos de fe? ¿Qué pasó?

– Su mujer era hija de judíos conversos. No quiso firmarle el permiso para embarcarse a las Indias, y la Casa de Contratación no se lo permitió. Entonces la denunció al Santo Oficio. Dijo que los sábados vestía ropas limpias y no lavaba ni barría la casa; que cocinaba el pescado y la carne en cacerolas diferentes; y que los lunes y los jueves ayunaba. Mostró su carta de hidalguía a los cuatro vientos cuando se quedó viudo, hasta que consiguió embarcarse en la primera nave que encontró, la mía. Desde entonces busca a los herejes como si fueran piezas de una colección. Tiene una lista de todos a los que ha denunciado, con las penas que impusieron a cada uno.

Don Lorenzo se llevó las manos al estómago y se lanzó hacia la borda, vomitó su miedo ácido y amargo pensando en los salmos que su esposa recitaba con su hijo, y se volvió hacia el capitán.

– ¿Crees que irá a por nosotros?

Confiaba en el amigo de su padre como se confía en los que nunca anteponen la compasión a la verdad o a la justicia. Temía su contestación, pero prefería enfrentarse a las palabras que no quería escuchar, antes que vivir en la incertidumbre.

Don Ramiro se acercó hasta él y le rodeó el hombro con un brazo.

– ¡Muchacho! ¡Ojalá no vuelvas a cruzarte en su camino! Yo que tú no pasaría jamás por Granada, sería capaz de seguirte la pista. No descansaría hasta conseguir que la Inquisición condenara a doña Aurora y a Valvanera.

– ¿Sabes algo que yo no sepa?

– Lo único que sé es que no ha dejado de observaros desde que subisteis al barco. No sería la primera vez que fijara sus garras en los que vuelven casados con indias. El año pasado persiguió a una pareja hasta Logroño, la pobre mujer es la última de su lista. Se celebró un Auto de Fe en la plaza pública. Después de darle garrote, quemaron su cuerpo y dispersaron las cenizas para impedir su resurrección en el Juicio Final. Este mal nacido presenció toda la ceremonia, desde que la llevaron en procesión vestida con el sambenito, hasta que la última mota de polvo voló por los aires con su memoria.

Don Lorenzo se prometió a sí mismo que protegería a su esposa de la incomprensión. Pero confiaba en que no tendría que exponerla a los peligros de los que hablaba don Ramiro. Estaba seguro de que en Zafra no podría suceder semejante barbaridad. Su padre le dijo muchas veces que sus paisanos temían al mestizaje, como todos los que temen perder su identidad y luchan por conservarla. Pero su miedo nunca se transformó en odio. Los propios Condes de Feria protegieron a los judíos cuando el resto del reino les perseguía.

Conseguiría un hogar seguro para los suyos, aunque tuviera que recorrer con ellos todas las casas de la ciudad hasta ganarse a sus vecinos. Doña Aurora disfrutaría otra vez de una vida cotidiana, de una familia. Volverían a vivir en una ciudad donde los días se sucedieran uno tras otro, sin que la mayor preocupación fuera la supervivencia.

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