Inma Chacón - La Princesa India
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Inma Chacón
La Princesa India
© 2005, Inma Chacón
A mi hermana Dulce, que me encargó su historia.
Y a su sobrina Clara, que me soportó cuando la escribía.
Y a su sobrina Dulce, que me apoyó.
Y a sus nietos Gonzalo, Miguel y Luna.
Y a sus hijos Dolo y Jorge, María y Edu, y Eduardo y Miriam.
Y a sus hermanos Antonio y Ángeles, Ida y Pedro, Aurora y Carlos, Lorenzo y María, Piedy, Paco, Juan y Ana; y a Humberto.
Y a todos sus sobrinos:
Rocío y Toné, Aurora, Ida y Juanjo, Unai y Agüi, Rocío y Jesús, Joseba, Mariana, Carlota, Humberto, Sara, Guillermo, Marta y Juan.
Y a su tía Lourdes.
Y a todos los que la acompañaron.
Y a su padre y a su madre, por supuesto.
PRIMERA PARTE
Sumérgete en la hondura
Allí
en el fondo
está la transparencia.
Dulce Chacón
Capítulo I
1
La escotilla del camarote no bastaba para renovar el aire. El calor se pegaba a las ropas de la princesa y la oprimía hasta la asfixia. En los días de bochorno, se desprendía de los vestidos que don Lorenzo le compró en Cuba y se cubría con su túnica de algodón. Sólo vestía a la española para subir a cubierta, pero necesitaba la ayuda de su esclava, que se quejaba invariablemente de la dificultad que encontraba en abrocharla.
– ¡Malditos botones! ¡Con lo fáciles que son nuestros lazos! Si esto es una muestra de lo que vamos a encontrar en el nuevo mundo, nos espera un infierno.
Si hubiera podido calzar sus sandalias, habría soportado mejor aquellos ropajes. Al fin y al cabo, las sayas y las enaguas le arrastraban tapándole los pies, nadie se daría cuenta. Pero el capitán le aconsejó que se acostumbrara a los botines nada más iniciar el viaje. Un viaje que la transportaba a un mundo extraño en el que quizá no se cumplieran sus sueños.
Ehecatl siempre pensó que el impulso del viento la ayudaría a volar muy lejos. Sin embargo, el vuelo que acababa de emprender la llevaría más allá de lo que sus sueños hubieran imaginado. El viento que significaba su nombre no se apoyaría en sus ilusiones, sino en los malos augurios que presagiaba la fecha de su nacimiento. Su propio destino le marcaría el rumbo.
A los pocos días de nacer, su madre adoptiva la llevó al templo de Quetzalcoatl para que las sacerdotisas intercedieran por ella.
– Os lo ruego, pedid a nuestro gran teul que dulcifique el destino de mi pequeña.
Las sacerdotisas invocaron a Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada, y bendijeron a la niña. Pero aconsejaron a la madre que, nada más cumplir los tres años, no dejara de llevarla al calmecac, donde podría consagrarse al estudio de los libros sagrados.
– Honrará a los teules memorizando los cantares divinos y los poemas representados en sus pinturas. No podemos cambiar su sino, pero el dador de la vida compensará sus oraciones mejorando su futuro.
Llegado el momento, la princesa ingresó en el colegio para hijas de altos dignatarios. Como el resto de sus compañeras, permanecería en el calmecac hasta que alcanzara la edad de concertar su matrimonio. Durante su estancia en el colegio, se levantaba varias veces cada noche para ofrecer incienso al dios de las artes y las letras, recitaba los himnos como si con cada una de sus palabras se cumpliera la itoloca, la tradición que aseguraba que algún día se oiría a Quetzalcoatl cantando las oraciones que él mismo pintó sobre el papel.
Memorizó los códices sin esfuerzo y aprendió las artes del bordado y de las plumas preciosas. Le gustaba pensar que sus telas servirían para adornar los cuerpos de los jóvenes que serían entregados a los dioses; de esta manera, ella también contribuía a que el Sol prosiguiera su marcha, alimentado por la sangre de los sacrificios sagrados.
En realidad, Ehecatl hubiera querido ser un joven guerrero para morir en combate y acompañar al Sol desde su salida hasta el mediodía, como los compañeros del águila. Pero sólo era una mujer y el día de su nacimiento la marcaría hasta su muerte. Había nacido en 4-viento, signo desfavorable que la igualaba a los adivinos y a los magos.
La princesa era hija de Chimalpopoca, un cacique de la provincia de Cempoal, y de su primera concubina, Quiauhxochitl, Flor de Lluvia. Su madre, una antigua esclava de la esposa del cacique, impresionó a Chimalpopoca por la mirada de sus hermosos ojos negros, los mismos que heredó Ehecatl.
Cuando Flor de Lluvia sintió los primeros dolores de parto, el cacique ordenó llamar a la mejor partera de la región, quien advirtió de inmediato que el niño venía con problemas. El vientre de la parturienta se encontraba excesivamente hinchado, el anillo por el que debía salir la criatura ya se había cumplido y, sin embargo, no asomaba cabeza alguna por el orificio, más bien parecía que las nalgas del bebé taponaban su salida al mundo con cada esfuerzo de la madre por expulsarlo.
– ¡Empuja, empuja!
Los gritos de la partera se confundían con los de la parturienta.
– No puedo más.
– Si no empujas más, tendré que sacarlo yo.
Pero a medida que la madre empujaba, el niño se encajaba más en su pelvis, como si los dioses no quisieran recibir al recién nacido. La partera comprendió que no podría dar la bienvenida al bebé, su piel amoratada no dejaba lugar a dudas, introdujo las manos en el vientre de la madre y recitó para sí los ritos que hubieran acompañado su nacimiento.
– Piedra preciosa, plumaje rico, habéis venido a este mundo donde hay calor destemplado, y fríos, y aires. Tu oficio es dar de comer al Sol con sangre de los enemigos. No sabemos si vivirás mucho en este mundo.
Flor de Lluvia lanzó un grito cuando la partera puso en sus manos al niño.
– Mi hijo querido, mi joya, mi pluma preciosa.
Mientras la madre acariciaba ensimismada al hijo que no pudo ser, escuchó a los pies de la estera una voz impaciente.
– Hay otro, señora, viene uno más.
Flor de Lluvia se incorporó; en su gesto, la incredulidad se mezclaba con el dolor y las ganas de empujar; en el de la partera, el desconcierto y el estupor. El segundo bebé también venía de nalgas.
A veces los dioses se interponen entre los hombres que están por venir y las mujeres que los han de traer. La partera repitió la operación desgarrando las entrañas de la madre. La vida de Flor de Lluvia se escapaba tras su sangre sobre la estera. Mientras le cortaba el cordón umbilical, la partera recitaba versos de bienvenida a la niña que acababa de nacer.
– Hija mía muy amada. Habéis de estar dentro de la casa como el corazón dentro del cuerpo. Habéis de ser la ceniza con que se cubre el fuego del hogar.
Cuando el cacique entró en la habitación en que había tenido lugar el alumbramiento, la partera ya había lavado a la niña y a la madre. Flor de Lluvia yacía vestida lujosamente rodeando al niño con sus brazos.
2
La noticia de que Flor de Lluvia había muerto de parto se extendió rápidamente por la ciudad. Los ancianos de la familia se acercaron a la casa del cacique, las mujeres dieron gracias solemnes a la partera por el nacimiento de la niña y los hombres saludaron a la recién nacida con largos discursos. Después, esperaron las señales del cacique para acompañarlo en su duelo.
Chimalpopoca tomó a la niña de manos de la partera y, sin mirarla, se la entregó a su esposa, retiró al bebé muerto de los brazos de su madre y ordenó a todos que salieran de la sala. Se reclinó sobre la estera y lloró sobre el rostro de la concubina. Nunca la había visto tan pálida, parecía sonreír. Aquellos ojos, que tantas veces le miraron con pasión en la oscuridad de la alcoba, no volverían a cruzarse con los suyos. Si pudiera dar marcha atrás, regresaría al momento en que provocó la hinchazón de su vientre y abandonaría la habitación.
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