– ¡Escucha! ¡Tú, mi madre! ¡La de las enaguas preciosas!
El llanto de la niña se estaba apagando cuando llegaron a la posada. Nadie se bajó del coche. Esperaron a que el hijo menor de Mamata volviera con buenas noticias, pero en aquel lugar nadie había parido desde hacía años. Había que continuar el viaje. María y Miguel miraban a Valvanera y a la niña como si comprendieran lo que estaba sucediendo. La princesa ordenó al cochero que diera de beber a los caballos, en cuanto estuvieran listos seguirían camino hacia Sevilla. En ese momento, Mamata abrió la portezuela, salió del coche y corrió hacia la posada gritando.
– ¡Beber! El hambre de la niña se parece mucho a la sed.
Volvió en un abrir y cerrar de ojos con un vaso de agua. Se lo acercó a la pequeña a la boca y ésta bebió como si se tratara de un adulto, la fontanela volvía a redondear su cabeza a medida que el líquido entraba en su cuerpo. Valvanera lloraba y reía.
– ¡Pero qué tonta he sido! ¡Qué tonta!
María y Miguel la miraban sin decidirse a acompañarla en su risa o en su llanto. La princesa también reía y lloraba. Mamata se metió en el carruaje y ordenó al cochero.
– ¡Vámonos!
Llegaron al Arenal de Sevilla antes de que los faroles de las calles empezaran a apagarse. Mamata y su hijo bajaron del coche y se encaminaron a pie hacia los barrios intramuros. Valvanera y doña Aurora se dirigieron a la posada donde les esperaban don Lorenzo y Juan de los Santos, aporrearon la aldaba con tanta fuerza que los dos bajaron sin que nadie tuviera que despertarlos.
No hay abrazo más dulce que el del consuelo. Valvanera se acurrucó en el pecho de su esposo y dejó que las lágrimas rodaran. En menos de una hora, Mamata volvía a la posada con su nuera.
Se desabrochó la ropa y la dejó caer sobre sus pies. La Luna se imponía a través de la escotilla del camarote, inmaculada, transparente, dulce. Su esposo la esperaba tendido sobre el catre, transformándola con su mirada en la mujer más hermosa de la Tierra. Ella se acercó a su oído y le susurró.
– ¿Quieres que te cuente cómo huele la arena del mar?
Él la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí.
– Cuéntame.
– Huele a grito, amor, y a sueños a punto de cumplirse.
Ella desparramó sus trenzas sobre su cuerpo, él le besó la frente, ella los ojos, él buscó sus labios. Y los dos se sumergieron en las profundidades del otro.
La noche se convirtió en madrugada sin que se dieran cuenta, y la madrugada en una mañana radiante y azul. Durmieron hasta que el vigía de proa gritó que se avistaba Sanlúcar, la ciudad donde esperarían a que en Zafra terminaran los procesos del Santo Oficio, quizá seis meses, o un año, o dos.
Sus cuerpos volvieron a fundirse.
– Ehecatl, ¿me querrás siempre?
– Mucho más que siempre, hasta que tu mundo y el mío estén tan cerca como nosotros.
Él repitió su nombre, el viento que la impulsó a volar hasta esas tierras y hasta esos brazos. Y su boca parecía una promesa cumplida.
– Ehecatl, Ehecatl.
A Amaya y a Juantxu, que confiaron en mí.
A Isabel Belloso Bueso, José María Moreno González y Juan Carlos Rubio Masa, que compartieron conmigo su mirada de Zafra.
A Arabella, que corrigió mis gazapos.
A Xesca, que supo distinguir los disfraces.
A Amelia Mendívil, que me prestó el nombre de Mamata.
Y a Julia, que escuchó la voz de la princesa en la última página.
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