Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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El capitán dio un paso al frente, se disponía a ayudar a una de las criadas, que parecía tambalearse, cuando descubrió quién se encontraba bajo la capa. Miró al ecónomo sin comprender lo que sucedía y se giró hacia don Manuel. Estaba paralizado. Aspiraba por la nariz como si quisiera retener el aire en sus pulmones. Sus ojos se desencajaron igual que si estuvieran frente a una aparición. Sus labios temblaban mientras dejaban escapar el aire que había acumulado, mezclado con el nombre de su esposa.

– ¿Diamantina?

No parecía una pregunta, ni la expresión de su asombro, sino más bien el lamento de una certeza. La constatación del que se encuentra frente a un error que ya no tiene remedio.

– ¿Qué haces aquí?

Diamantina le miraba con lágrimas en los ojos, buscando el hombro de su nodriza para apoyarse.

Por primera vez en su vida, don Lorenzo sintió lástima de su hermano. Habían pasado juntos las últimas treinta y seis horas, muchas más de las que compartieron en sus treinta y dos años de existencia. No hablaron mucho desde que se encontraron en la posada de la Media Fanega hasta que llegaron a El Castellar, pero fue suficiente para comprobar que tenía otra cara además de la que él conocía.

Cabalgaron al trote durante todo el trayecto, disfrutando del color de los olivos y de las encinas, saboreando la baza que llevaban contra el comerciante.

Cuando se acercaban a la fonda de Los Santos, donde se alojarían hasta el domingo, se bajaron del caballo para contemplar la luz amarillenta del atardecer. Don Manuel señaló hacia el norte.

– ¿Te acuerdas de los viajes a la Gavilla Verde? Al viejo le gustaba parar en Villafranca para que saludáramos a las monjas. Tú siempre te escondías detrás de Arabella. El único hábito que no te asustaba era el del cura de Alange.

– Es verdad, se llamaba Jesús, ¿vivirá todavía?

– Ya lo creo que vive. Algún día iremos a comer unas palomas a su casa, ya verás cómo cocina.

Si le hubieran dicho que su hermano iba a proponerle viajar a la Gavilla Verde para comer con el cura del pueblo, no lo habría creído. Su padre le había comprado las tierras a la Orden de Santiago para asociarlas a su título. El Señorío de El Torno y la Gavilla Verde fueron las propiedades que más le hicieron sufrir hasta que las tuvo a su nombre.

Don Manuel contempló las viñas y cambió de tema.

– Ya me extrañaba a mí que todavía no hubieras vendido la uva. Llegué a pensar que estabas ofreciendo la del año que viene.

Aparte de la conversación que mantuvieron en la posada de la Media Fanega, ésta era la primera vez que hablaban sin discutir. Don Lorenzo aprovechó la oportunidad para indagar sobre su cambio de actitud.

– Así que mi esposa te parece una paloma.

Don Manuel se rió a carcajadas.

– ¡Desde luego, me gusta mucho más que tú! Es de bien nacidos ser agradecidos. Ella le ha salvado la vida a Diamantina dos veces. Tiene que gustarme por fuerza.

– ¿Cómo está Diamantina?

– Bien, bien. Haciendo reposo.

A riesgo de romper la armonía que habían conseguido, don Lorenzo no se resistió a decir lo que estaba pensando.

– Quiero verla en cuanto lleguemos a Zafra.

Don Manuel subió al caballo.

– ¡No entremos en caminos de donde no podamos salir! Si empiezas con tus monsergas, se acabó lo que se daba.

– ¡Es mi sobrina! ¡Tengo derecho a verla! ¡No puedes mantenerla encerrada toda la vida!

La cara de don Manuel enrojecía por momentos. Espoleó su caballo y se marchó.

– ¡Es mi esposa! ¡Y no pienso darte explicaciones de lo que hago o dejo de hacer!

Don Lorenzo intentó recomponer la situación. Montó en su caballo y se situó a su lado.

– ¡Está bien! No me des explicaciones, no me dejes entrar en tu casa, pero ábrele la puerta, ¡por el amor de Dios!

Don Manuel aminoró la marcha y volvió a mostrarle la cara que siempre había tenido para él.

– ¡Tú no sabes nada! ¡Nunca has tenido que saberlo! Siempre fuiste el más guapo, el más alto, el más gracioso, el más listo. Pero ahora te has equivocado. Diamantina me ama, no necesita llaves que la guarden.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a la posada de Los Santos de Maimona. Cada uno pidió su habitación, se dijeron hasta mañana y se fueron a intentar dormir un rato. Don Lorenzo no lo consiguió. Al amanecer, encontró a su hermano en la taberna preparado para el viaje. Tenía la cara hinchada y los ojos rojos, parecía que él tampoco había dormido.

Cuando llegaron al cruce con el camino de Sevilla, el marido de Mamata les esperaba con un recado de la princesa.

– Los planes han cambiado, señor. Debéis esperar al comerciante en El Castellar. El alcaide Sepúlveda os lo explicará todo.

2

Mamata, Valvanera y doña Aurora contuvieron la respiración hasta que el cochero sujetó a los caballos al llegar a la Ruta de la Plata. Los niños dormían bajo el manto de la niñera. Hasta ese momento, nadie se atrevió a mirar por la ventanilla para averiguar la identidad del jinete que cabalgaba a su lado. La princesa y su esclava continuaban tapadas hasta los ojos, con la mirada al frente, sin decir una sola palabra.

Obedeciendo las órdenes de su señora, Mamata se incorporó, cerró las portezuelas de las ventanas, corrió los cortinones, y aprovechó para comprobar si era el comerciante el que las seguía. Las tres respiraron profundamente cuando Mamata volvió a sentarse.

– No es él, es uno de los moros.

Doña Aurora sonrió, el plan estaba funcionando. Valvanera se retiró la capa y destapó a los niños.

– ¿Qué pasará ahora? Si nos sigue hasta Sevilla, y el comerciante queda libre, estamos perdidas.

Pero la princesa ya lo había previsto. Sabía que el hombre de negro no dejaría marchar al carruaje sin vigilancia. Lo más lógico era pensar que uno de sus criados le acompañaría hasta El Castellar y el otro las seguiría a ellas. Una vez en su destino, el criado volvería para informarle de dónde podría encontrarlas. En realidad, no se dirigían a Sevilla directamente, pararían en Fuente de Cantos. Allí les esperaban los Condes de Osilo para esconderlas hasta que el criado se marchase.

Mamata y Valvanera la miraron sorprendidas, ninguna de las dos conocía esa parte del plan. Su esclava se rió.

– ¿Y de qué conoces tú a esos condes?

– No los conocía, pero el alcaide Sepúlveda sí. Eran primos de su esposa.

– ¿El alcaide Sepúlveda? ¿Y cuándo has visto al alcaide Sepúlveda?

No le hizo falta verlo, se comunicaban por carta desde que don Lorenzo se marchó a Granada.

Mamata las escuchaba sin intervenir, le entristecía que su señora no hubiera confiado en ella. Era verdad que le había fallado, y que la confianza es un hilo que, una vez roto, es difícil recomponer sin que se noten los nudos. Pero la princesa sabía que lo hizo por los niños. Le había jurado por Dios que nunca más hablaría con el comerciante, y no podía romper ese juramento sin poner en peligro la salvación de su alma. Se consoló pensando que también se lo había ocultado a Valvanera, su esclava inseparable. Ella sí se atrevió a preguntar el motivo de la desconfianza.

– ¿Y por qué no nos lo habías dicho? Tú sabes que no lo hubiéramos contado. ¿O no lo sabes?

La princesa se colgó de su brazo y se reclinó sobre su hombro. Por supuesto que sabía que no se lo habrían dicho a nadie si lo hubieran sabido. Le hubiera gustado contárselo, pero don Diego le pidió que lo mantuviera en secreto.

Cuando llegaron al palacete de los Condes de Osilo, dos criados les esperaban en la puerta de las cuadras. Doña Aurora y Valvanera volvieron a cubrirse y descorrieron los cortinones y las portezuelas de las ventanillas. El criado del comerciante seguía allí.

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