Inma Chacón - La Princesa India
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– ¡Y tanto! Lo que deberían hacer es quemarlos después de cada proceso.
– ¿Y quedarse sin espectáculo en el siguiente Auto de Fe General? ¡Parece que no les conoces! Prefieren que se les mueran unos cuantos antes que quedarse sin su fiesta. ¡Además, sale mucho más barato quemarlos a todos a la vez! Hace tiempo que no se hacen Autos Particulares, no habría arcas del cabildo que lo soportaran.
Juan de los Santos acompañó a Manolón hasta la Plaza Chica, donde se instalaría el cadalso, sus ventanas serían confiscadas por el tribunal, pero el resto de las casas por donde transcurriría la procesión ya habían comenzado a ofrecerlas en alquiler. Juan contempló los carteles mientras olía a pelo quemado y escuchaba unos chillidos que rompían el aire. Era época de matanza. El olor a quemado y los gritos de los cochinos se adelantaban a los que inundarían la plaza en el Auto de Fe. Pensó en doña Aurora y en Valvanera, no deberían estar allí cuando se celebrara.
De regreso al palacete, el comerciante le salió al encuentro por la calle de la iglesia. Siempre llevaba colgado al hombro el zurrón donde guardaba la caja de doña Aurora.
– ¡Buenas tardes nos dé Dios!
No quería contestarle, pero se había colocado frente a él y le impedía el paso.
– ¡Buenas tardes! Si no os importa, tengo prisa.
El comerciante se retiró hacia la acera después de hacerle una de sus reverencias con la capa.
– ¡Por supuesto! No seré yo quien te corte el camino. Sólo quería felicitarte por el nacimiento de la pequeña Inés. No había tenido oportunidad.
Las tripas se le revolvieron al escuchar el nombre de su hija en su boca. Le hubiera partido aquellos dientes amarillos si no fuera porque podría poner en peligro la fuga del día siguiente. Se tragó la bilis y continuó andando. El comerciante le seguía a corta distancia, podía escuchar su respiración.
– Supongo que será tan guapa como la madre. ¡Y tan india!
Juan se volvió, le levantó por la pechera con la mano izquierda hasta dejarle de puntillas, y situó el otro puño a la altura de su nariz.
– ¡Vuelve a nombrar a mi hija y te mando directo al infierno!
Uno de los moriscos se precipitó sobre él y le sujetó el puño, intentó liberar a su señor de la mano que le levantaba del suelo, pero Juan le agarraba con fuerza. El comerciante levantó las suyas para que su mozo se detuviera. No había cambiado el gesto desde que le dio las buenas tardes con su sonrisa fingida. Juan le soltó y se acercó a su oído.
– ¡Que no te vea nunca cerca de mi hija! ¡O no habrá fuerza divina ni humana que me sujete!
La cara del hombre de negro seguía impasible. Volvió a hacerle una reverencia con su capa y se alejó hablando con su criado.
– ¡Pobrecillo! Está nervioso. Y no me extraña, la llegada del Santo Oficio puede alterar incluso a quien no tiene nada que esconder.
Después se quedó contemplando fijamente las ventanas del palacete y se dirigió a él sin desviar la mirada.
– ¡Recuerdos a la princesa y a tu esposa! ¡Cuídalas! En estos tiempos que corren nunca se sabe dónde nos encontrará el peligro.
Aun sabiendo que era imposible, Juan de los Santos entró en el palacete con la certeza de que el comerciante conocía los últimos planes de fuga. Se dirigió al piso de arriba y buscó a Valvanera con el estómago todavía revuelto, deseando que pasaran las horas. En su habitación, su esposa amamantaba a la pequeña Inés. No permitiría que nada ni nadie se las arrebatara.
3
El aya de Diamantina regresó al palacio pasadas las seis de la tarde. Estaba preocupada. Como todos los años, su familia participó en los preparativos de la Velá del Pozo con el resto de los judíos conversos. De puertas afuera, sonreían y bromeaban, pero de puertas adentro la situación era muy diferente. Uno de sus sobrinos había infringido las normas del Santo Tribunal que prohibían a los hijos y nietos varones de condenados llevar armas, oro, montar a caballo y tener un oficio honroso. El joven no se resignaba a pagar las penas que la Inquisición impuso a sus abuelos y a sus tías hacía diez años. Había montado en secreto una tienda de guantes con el hijo de un caballero al que le unía una fuerte amistad. Su amigo se encargaba de la venta al público, pero él trabajaba en la confección de las prendas y, en varias ocasiones, le acompañó a caballo hasta Sevilla para entregar los pedidos que les encargaban otros establecimientos. Toda la familia rezaba para que nadie le denunciase.
La nodriza encontró a Diamantina sentada en un sillón, trabajando en uno de sus bordados.
– ¿Qué te pasa? Traes mala cara.
El aya se sentó en un taburete y comenzó a ordenar el cesto donde guardaban los hilos.
– ¡Ojalá mañana pudiera huir toda mi familia también!
Diamantina dejó su labor y le acarició el brazo.
– No te preocupes, ya habéis pasado por esto otras veces, es duro, pero nunca habéis tenido problemas.
– Lo sé, pero cada vez se hace más cuesta arriba. Algún día, mis sobrinos estallarán. Uno de ellos ha estado al borde de quemar el sambenito de su madre.
– ¿Y cómo están tus hermanas?
– Demasiado bien para lo que llevan encima. No sé cómo no se han vuelto locas. Si las vieras remendando y blanqueando los hábitos. ¡Menos mal que mis pobres padres han dejado ya de sufrir!
Las hermanas de la nodriza debían vestir sus sambenitos cada vez que se celebraba un Auto de Fe. Fueron denunciadas por blasfemia junto a sus padres. A ellas las condenaron a vergüenza pública, y a vestir las insignias en la misa del domingo durante cinco años, y en todos los autos que se celebraran en la villa hasta su muerte. Pero los jueces consideraron que no había suficientes pruebas contra sus padres, y sus procesos quedaron en suspenso. Hasta el final de sus días vivieron bajo la amenaza de sus causas abiertas a nuevas testificaciones y diligencias, con la posibilidad de ser reanudadas en cualquier visita de distrito.
La nodriza tenía grabadas en la memoria las voces del pregonero que acompañó a sus hermanas por las calles de Zafra, y la mirada de odio del ministro del tribunal que vigiló su humillación. Las dos amordazadas y sujetando su vela, escuchando en cada esquina la sentencia que les obligaba a encadenarse a una túnica blanca de por vida.
Se volvió hacia Diamantina y se echó a llorar. No podía apartar de su mente la imagen de la última procesión. Los arcabuceros que habían hecho la guardia aquella noche en el Palacio de Justicia detrás de la Cruz Verde. Los ciriales con velas amarillas apagadas, las cruces de San Andrés, de Alcántara y de Santiago con velas negras, y los clérigos de las parroquias con sobrepellices y velas apagadas. Las estatuas de los condenados que lograron huir antes del cumplimiento de las sentencias, y que serían ajusticiados en imagen. Las arcas con los huesos de los difuntos. Sus hermanas caminando entre los casi cincuenta penitenciados, con sus insignias de sambenitos y sus velos, con la cabeza gacha, para no soportar las miradas de los balcones. Sus padres acompañándolas, apoyándose en las varas de justicia que les obligaron a llevar. Los ministros que aplicaron la tortura, el resto de las familias de los reos, sus hermanos, sus cuñados, sus sobrinos, sufriendo el dolor de los condenados y su propia humillación. Los gritos de muerte al perro judío. Los comisarios y los notarios. Y los cuatro relajados que morirían en la hoguera, con una cruz en las manos, con sus sambenitos y sus coronas de llamas. Los vítores y el llanto.
Ella perdió el sentido cuando pasaron los cuatro caballeros que cerraban el cortejo, uniformados según las órdenes militares que representaban. Sobre unas andas, transportaban las arquillas donde custodiaban las sentencias.
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