Inma Chacón - La Princesa India
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De pronto, los dos hermanos se encontraron como no lo habían hecho en todos los años de su vida, sonriéndose el uno al otro. Don Lorenzo le miró como si se tratara de un desconocido. Aquel hombre no podía ser el mismo que no consintió que su madre reposara en la cripta familiar hasta que no vio peligrar su herencia. El que le echó de su propia casa porque deseaba a la mujer que él no aceptó como esposa. No podía ser. No había vuelto a verle desde el nacimiento de la hija de Valvanera, cuando apareció en su palacete y se llevó a Diamantina para encerrarla bajo llave hasta no se sabía cuándo. No podía ser el mismo. Sin embargo, allí estaba, hablando de doña Aurora como si la apreciara de verdad, dispuesto a cabalgar hasta Sevilla en busca de ayuda.
– ¿Y qué piensas hacer en Sevilla?
– Pedirle al Conde de Feria un juicio público.
– Los condes no están en Sevilla.
– ¿Estás seguro?
– Completamente.
Don Manuel se quedó pensativo.
– Pero si me han dicho en palacio que han ido a pasar unos días allí.
Don Lorenzo se acercó a la ventana y le hizo un gesto para que echara un vistazo. Las figuras de dos hombres y dos mujeres se perfilaban en las ventanillas de un coche que esperaba en la puerta. Don Manuel sonrió.
– ¡Así es que ésta era tu ruta de la uva!
– Mañana viajarán directos al Castellar. Allí les espera Sepúlveda. Traen una sorpresa para el comerciante de paños.
– ¿Quiénes son los otros?
– El hombre es don Hernando, el hijo de don Hernando de Zafra. Y la mujer es la esposa del comerciante.
– Pero ¿no me has dicho que murió en la hoguera?
– Es una historia muy larga. Mañana te la contaré por el camino.
A primera hora del sábado, los dos hermanos se despidieron de los ocupantes del carruaje hasta el día siguiente en El Castellar. Montaron cada uno su caballo y se dirigieron hacia Los Santos de Maimona. Era la primera vez que cabalgaban juntos.
4
Juan de los Santos se movía por la habitación como un gato entre cuatro paredes. Hacía rato que doña Aurora y Valvanera deberían haber vuelto de misa de doce. Él hubiera preferido que se quedaran todo el día en casa, pero la princesa insistió en continuar con su vida normal. Si alteraban su rutina, podrían levantar las sospechas del comerciante de paños. Sólo faltaban veinticuatro horas para liberarse de la angustia del último mes y medio.
Se acercó a la ventana y miró a la torre de la iglesia. Uno de los criados del comerciante bostezaba apoyado en el brocal del Pilar Redondo, con la mirada fija en el mismo sitio que él. Ya se había levantado y sentado varias veces. Y rodeado el pilar. Y mirado en la dirección por donde deberían venir. Y en las otras direcciones. Y al balcón. Ya se habían cruzado sus miradas en varias ocasiones, en la esperanza de descubrir, cada uno en el otro, el motivo del retraso.
El reloj de la torre marcaba las dos y media cuando las moriscas aparecieron por la calle opuesta a la de costumbre, la que terminaba en la ronda. Juan de los Santos esperó hasta comprobar que la princesa y Valvanera no venían detrás, se echó encima su capa, y bajó los escalones de dos en dos.
Cuando salió a la plazuela, los tres moros corrían en dirección a la muralla. Juan cerró la puerta con llave y les siguió hasta que se detuvieron en seco, doña Aurora y Valvanera bajaban desde la fonda hacia el Pilar Redondo. Al llegar a su altura, los moros se apartaron a ambos lados de la calle, ellas les saludaron con un gesto y pasaron por el medio. Caminaban despacio, cubiertas de la cabeza a los pies, como hacían desde que planearon engañar al comerciante con el truco de las capas. Sus manos enguantadas sujetaban las tocas a la altura de la nariz, ni siquiera se les veían los ojos.
Una vez en el palacete, la princesa se retiró el manto y dejó al descubierto sus trenzas negras, hizo sonar la aldaba hasta que Mamata abrió el portón y, antes de cruzar el umbral, se volvió hacia la torre como si estuviera comprobando la hora. Saludó de nuevo a los criados del comerciante, y entró en casa.
Los nervios de Juan de los Santos estaban a punto de estallar.
– Pero ¿se puede saber de dónde venís?
Valvanera le pasó la mano por la frente, estaba sudando.
– De la calle del Pozo. No te imaginas la que están preparando allí. Esta noche velarán al Cristo.
Doña Aurora le explicó que habían acompañado a la nodriza de Diamantina a visitar a su familia. No sabía que era hija de judíos conversos. Todos los sábados se acercaba a la judería después de la misa de doce y comía con sus hermanos. El barrio entero preparaba una fiesta que duraría hasta el amanecer. Habría baile, comida y bebida para todo el que quisiera asistir.
Juan de los Santos se echó a temblar. Las mujeres parecían entusiasmadas con la fiesta.
– ¿No estaréis pensando en ir a la Velá del Pozo?
Las dos se miraron y se echaron a reír. Por un momento pensó que se habían vuelto locas, y que se proponían pasar la noche anterior a la fuga cantando y bailando en la calle. Valvanera le tranquilizó.
– Este año no, pero el que viene, ya verás. Yo, desde luego, iré.
Estaban radiantes, se notaba que su excursión por la judería, libres de las miradas de las moras, y el paseo triunfal desde la muralla hasta el zaguán del palacio las habían puesto de buen humor. Después de afirmar que ella también iría a la próxima velá, la princesa ordenó a Mamata que preparara el almuerzo mientras ellas tomaban un baño, y se dirigió al piso de arriba. Valvanera la siguió, en la mitad de las escaleras se volvió hacia él y le guiñó un ojo.
– Prueba un poco de manteca colorá mientras bajo. La he hecho yo, a ver si te gusta cómo me ha salido.
Juan de los Santos se metió en la cocina, se sirvió un tazón de escabeche y se untó un trozo de pan con la manteca que su esposa acababa de aprender a cocinar. Sabía picante. Sonrió para sí mismo y se la comió. Cuando Valvanera bajó, él ya había terminado de comer.
Se había vestido con sus ropas aztecas. Se movía por la cocina como una figura sacada de un cuadro. Con su blusa bordada y su falda de colores, sus trenzas, sus pendientes hasta los hombros, sus sandalias. Olía a jabón. Sus pechos se marcaban exuberantes debajo de los bordados, rebosando leche. Se diría que aún no había parido, todavía no había recuperado la curva de la cintura, y su vientre se adivinaba entre los pliegues de la falda. El tono de su piel se parecía cada vez más al de las gitanillas y las moriscas. Era preciosa.
Valvanera se mantenía en silencio. Rodeó la mesa, se sentó, y se dejó contemplar mirándole a los ojos. Él se levantó y le acarició el pelo.
– Me has tenido en vilo toda la mañana.
– Yo quisiera tenerte en vilo toda la vida.
Capítulo IX
1
Doña Aurora y Valvanera esperaban en el carruaje disfrazadas de ellas mismas. En el asiento de enfrente, Mamata escondía a los niños debajo de su manto. No estaban seguras de que el comerciante las hubiera denunciado aún, pero si fuera así, en cuanto el hijo de la niñera le diera la señal al cochero, se convertirían en prófugas de los inquisidores. Si el comerciante no había caído en la trampa que habían urdido para él, las perseguiría hasta detenerlas y entregarlas al Santo Tribunal. Las criadas habían salido para el palacio de Diamantina media hora antes, ocultas bajo la indumentaria que Valvanera y doña Aurora habían bordado durante la última semana, idéntica a la que llevaban puesta en el carruaje. La suerte ya estaba echada.
No tenían noticias de don Lorenzo y del hijo mayor de Mamata. El marido de Mamata les esperaba desde el amanecer en el cruce de los caminos de Sevilla y Los Santos de Maimona para explicarles que debían dirigirse a El Castellar y esperar allí al comerciante. En ese momento ya debían de estar con don Diego Sepúlveda.
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