Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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– La noche se está cerrando mucho. Deberíamos marcharnos si queremos ver algo por el camino.

El aya señaló el cuarto de detrás de la leñera y se dirigió al mozo que acababa de hablar.

– Podéis dormir aquí si queréis, tenemos mucho sitio. Así mañana no tenéis que volver si hay batida otra vez.

Los mozos dudaron como si les agradara la idea, pero el mayor tomó la palabra de inmediato.

– Me extrañaría mucho que don Manuel quisiera repetir. De todos modos, no podemos quedarnos, los perros no han comido hoy.

La nodriza cogió la olla que había en el fuego y se la enseñó.

– Pues a nosotros nos ha sobrado todo esto. ¿Queréis que os lo prepare? Seguro que ellos también se merecen una recompensa.

El menor se levantó para ver el contenido del puchero.

– ¡Ya lo creo que se lo merecen! ¡Nunca he visto una suelta más rara!

La nodriza sacó una bandeja con mazapanes y confituras y les hizo un gesto para que volvieran a sentarse.

– Pues esperaos mientras busco dónde os lo pongo. Tomad un poco de postre. ¿Así que la suelta ha sido rara?

– ¡Y tanto!

– ¡Ya lo creo! Los pobres lebreles no sabían adónde acudir. Había tanta gente cuando les quitamos las traíllas que cualquiera hubiera dicho que estábamos en la feria. En vez de salir corriendo en busca de la sierpe, se quedaron olisqueando las correas como si quisieran que los volviéramos a atar.

Los dos mozos soltaban por fin la lengua. La nodriza sacó una botella de aguardiente y les sirvió. Mientras oía la conversación, revolvía entre las cacerolas y rellenaba los vasos cada vez que los vaciaban.

– Por primera vez en mi vida no me he guiado por el latido de la jauría, sino por las voces de los ojeadores que llevábamos delante. ¡Madre mía del amor hermoso! ¡Si no nos quedó otro remedio que atar a los perros otra vez!

– ¿Y qué me dices de la aparición?

Los dos mozos soltaron una carcajada. El mayor miró a la puerta de la cocina y bajó la voz.

– No te rías, al señor no le hizo ninguna gracia.

– ¿Y cómo iba a hacerle gracia? Si aquel hombre parecía salido del mismísimo infierno.

– ¡Menudo susto cuando lo vimos detrás del zarzal! Eso sí es aparecerse, y no lo de la serpiente, que no hay quien la vea ni viva ni muerta.

– ¿Te diste cuenta de cómo le mudó la cara a don Manuel?

– ¡Pues claro!

Los mozos volvieron a reírse y a llenarse las copas.

– ¡Pues no va y le dice que la señora Diamantina tendrá que dar cuentas de lo que está pasando!

– ¿Y qué tendrá que ver la señora? Si la pobre no sale de su habitación desde hace mes y medio.

La nodriza no supo quedarse callada por más tiempo.

– ¿Qué decís de la señora?

– Que por si no tuviera suficiente con lo que tiene, ahora la acusan de liarse con las indias para invocar a Satanás.

– ¿Y el señor? ¿Qué ha dicho?

– Casi le parte la cara. Si no llega a ser por los moros que iban con él, mañana íbamos de entierro.

– ¿Creéis que hará algo?

– Por lo pronto, mañana nos llevamos a la señora a la Gavilla Verde. Después, él sabrá lo que tiene pensado, no nos ha dicho gran cosa.

Los cuellos de los muchachos no podían sujetar sus cabezas, se les caían como a los muñecos de trapo. La nodriza llamó a Olvido y, a pesar de su resistencia, los llevaron a la habitación y los metieron en la cama.

La esclava lo había escuchado todo desde el cuarto de al lado, la nodriza se puso una toquilla y se dirigió a la puerta falsa.

– Me voy a ver a Mamata. Tenemos que pensar cómo retener a la señora hasta el domingo. Espérame aquí para abrirme cuando regrese.

Se dirigió al palacio de enfrente y dio unos golpes en la puerta falsa. Al momento, el hijo menor de Mamata le abrió y la condujo hasta las cocinas. Mamata apareció enseguida envuelta en una colcha. Se sentó, escuchó lo que la nodriza acababa de descubrir y se puso de pie.

– ¡Vamos! Hay que contárselo a la princesa.

Momentos más tarde, doña Aurora llamó a Valvanera a su dormitorio, Juan de los Santos no había regresado todavía de la fonda. Las cuatro mujeres se afanaban en encontrar una solución al problema que se les planteaba sobre lo previsto para la fuga. La nodriza no sabía qué hacer.

– ¿Y si le contamos al señor don Manuel lo que habíamos pensado? Seguro que ahora no tendrá inconveniente en dejar que la señora Diamantina se marche.

Mamata la miró como si hubiera perdido la razón.

– ¿Te has vuelto loca? Él no la dejará marcharse de su lado, a menos que vaya con los pies por delante.

– A lo mejor con esto cambia. No consentirá que el comerciante le haga daño.

– Las serpientes no cambian, sólo mudan la piel.

Valvanera y doña Aurora hablaban entre ellas. Cuando las criadas se callaron, la princesa planteó el modo en que podrían retener a Diamantina en la casa. La nodriza regresaría al palacio, llamaría a la puerta de Diamantina, y le contaría cómo tenía que proceder. Esa misma noche, fingiría encontrarse al borde de la muerte y llamaría a gritos a su marido y a la princesa. Cuando don Manuel la viera retorciéndose de dolor, las llamaría a ella y a Valvanera para que la auxiliaran. Ellas acudirían para prohibirle a la joven que se levantara de la cama en un par de meses.

La nodriza regresó al palacete con las instrucciones. Mamata se quedó en la habitación de los niños para calmarlos si se despertaban con los gritos de Diamantina. Valvanera y la princesa prepararon los cestos de las hierbas y los paños de algodón, y bajaron al patio para esperar a que las llamaran.

Capítulo VIII

1

Coincidiendo con la entrada de la primavera, todos los años se celebraba en el barrio judío la Velá del Pozo. Pero ante la llegada del Santo Oficio, los conversos decidieron adelantar la fiesta a mediados de noviembre, para dejar constancia de su devoción cristiana ante el Tribunal. Diamantina le dio permiso a su nodriza para que ayudara a sus hermanas en los preparativos. Todos los sábados se reunía a comer con su familia, pero aquél era un día especial: después del almuerzo, en los alrededores de la pequeña iglesia, comenzaba a sentirse el bullicio que presagiaba la fiesta de la noche, cuando los bailes y la música se mezclarían con las oraciones con que velarían al Cristo.

Cuando don Manuel se lo aprobaba, Diamantina acompañaba a su aya el día de la fiesta. Se acercaban hasta la calle del Pozo después de la misa y ayudaban a colocar los farolillos con que adornaban el barrio. Le encantaba sentirse útil. Sin embargo, en aquella ocasión, su nodriza no tuvo otro remedio que acudir sola. La princesa le había prohibido delante de su esposo moverse de la cama.

Nunca pensó que pudiera ser tan fácil engañar a don Manuel. Su alcoba se encontraba al otro lado del corredor, junto a la sala donde solía recibir a los aparceros en el invierno. En los meses de verano, se trasladaban a vivir a la planta baja del palacio, mucho más fresca que la de arriba. Pero en invierno la humedad se colaba hasta las sábanas y se mudaban a la planta superior, donde se reproducían todas las estancias de la de abajo, el comedor, las salitas, los salones, las alcobas, las cocinas, todo se había construido por igual en las dos plantas de la vivienda.

Hasta la llegada del invierno, solían vivir a caballo entre los dos pisos, alternándose en los dormitorios de uno y de otro en función de los coletazos de calor con que se presentara el otoño, aunque la vida cotidiana seguía manteniéndose en el de abajo. Excepto Fermín, el mayordomo, que dormía en una habitación contigua a la de don Manuel, la servidumbre se acostaba en los cuartos que daban a la leñera y al patio de las cuadras. Cuando llegaba el invierno, se trasladaban al altillo.

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