Inma Chacón - La Princesa India
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– ¡Qué espabilada! ¡Le has hecho creer que es para calmar los nervios!
Olvido confiaba en que Diamantina comenzaría muy pronto a quererse a sí misma; sin embargo, a la nodriza le costaba creerlo, hacía años que sufría los abusos de don Manuel convencida de que el amor era un diamante con aristas donde los cortes son inevitables. Por mucho que su esposo pretendiera limarlas, el mineral siempre se mantendría más fuerte que sus propios deseos.
La esclava no había presenciado la construcción del laberinto donde se había perdido Diamantina, donde la claridad y la sombra la engañaban cuando intentaba encontrar la salida y la empujaban cada vez más al centro. La esclava no lo había vivido, y se mantenía en que Diamantina conseguiría salir. Pero a veces la claridad elimina los matices, y resulta difícil distinguir si la pendiente sube o baja. La señora utilizaría las sombras para identificar el abismo. Saldría de su laberinto. Olvido estaba segura. Su niñera no tanto. No empezó a acariciar esa idea hasta un día en que Mamata la abordó en la plazuela, y le dijo que a medianoche la esperaría en la puerta falsa del palacete. Tenía que contarle los rumores que andaba propagando un comerciante que permanecía en la ciudad a pesar de que la feria de San Miguel había terminado hacía semanas. Mamata parecía asustada.
– Está utilizando a tu señora para hacerle daño a la princesa. Sus acusaciones están llegando demasiado lejos, pueden destruirlas a las dos.
Mamata no ahorró detalles. La nodriza conocía ya algunos rumores, pero nunca pensó que la gente pudiera creer a un hombre tan siniestro. Cuando escuchó la reacción de don Manuel ante las calumnias que inventó el comerciante sobre lo ocurrido en la posada, se indignó.
– Con esa actitud, conseguirá que los rumores se extiendan hasta asfixiarnos a todas. ¡Ojalá que mi pequeña se quite la venda con esto!
Convinieron en que Diamantina se uniría a la fuga de la princesa para aclarar ante el Santo Oficio lo ocurrido en la fonda. Mamata se encargaría de llevar el molde al herrero. Olvido entregaría a su señora la llave y un escrito con todos los detalles de la fuga. Varias noches esperaron durante horas en la despensa a que la esclava bajara con el molde de la llave. Pero Diamantina necesitó días enteros hasta reunir el valor que le aseguraba que su esposo dormía profundamente.
La noche en que por fin entraron en el dormitorio con la llave que había conseguido Mamata, el miedo a despertar a los demás criados las obligó a seguir callando, pero sus ojos se dijeron todo lo que el silencio es capaz de guardar. No se entretuvieron más que unos instantes, los suficientes para saber que las paredes del laberinto habían cedido. Nunca más volverían a taparles la boca.
Olvido sonreía como si la victoria se hubiera adelantado a los pasos que aún les quedaban por andar. Saboreaban el triunfo que les esperaba, incierto todavía, pero ya parecía brillar en sus manos.
Mamata las apremiaba a darse el último abrazo.
Se despidieron con frases a medio terminar. Empujadas por la prisa de Mamata, pero sabiendo que los muros también se pueden derribar desde dentro.
Diamantina cerró la puerta con su propia llave. Al día siguiente, bajó al patio una hora después de que su esposo se marchara. Su nodriza le echó un manto por encima y la llevó hasta la galería.
– ¡Estás loca! Si alguien te ve, nuestros planes se irán al traste. Sube inmediatamente si no quieres que se estropee todo.
– No te preocupes, nadie se ha dado cuenta. No volveré a salir hasta el día convenido. Tenía que oler los geranios.
Capítulo VII
1
Era más de medianoche. Se puso una capa sobre su túnica de algodón y esperó en el patio a que la llamaran del palacio de enfrente. Los gritos que deberían oírse desde el otro lado de la plaza no acababan de llegar. El silencio se le hacía interminable. Valvanera, sentada a su lado, sostenía dos cestos, uno repleto de hierbas curativas y otro de paños de algodón. Miraba al zaguán, deseando como ella que llamara la nodriza después de escucharse el alboroto de la casa de los Señores de El Torno.
– ¿Has oído eso? ¡Parece que ya se oye algo! ¡Escucha! ¡Sí, sí, es un chillido! ¡Es Diamantina!
Los chillidos de Diamantina se oyeron en toda la plaza, pero la nodriza no llegaba. Quizá se equivocó al pensar que don Manuel la llamaría en cuanto viera que el niño volvía a poner en peligro la vida de su esposa.
Se asomaron a la portezuela del zaguán. En el palacio de Diamantina, los candiles comenzaron a prenderse en todas las habitaciones. El moro que vigilaba en la plazuela salió corriendo en la dirección de la posada, seguramente se disponía a informar al comerciante de que algo extraño sucedía.
Antes de que se abriera la puerta del palacete y apareciera la figura de Olvido envuelta en una toquilla, el hombre de negro ya se había presentado en el Pilar Redondo. Acudía todas las mañanas y todas las tardes desde que don Lorenzo se marchó, hablaba durante un rato con sus criados apoyado sobre el pilar, y observaba los balcones con la clara intención de que todos en el palacete supiesen que les vigilaba. La princesa sabía que al principio no se extrañó de la ausencia del capitán. Había preguntado a Virgilio y a José Manuel si era lógico concertar la venta de la uva mes y medio después de que terminara la vendimia. Pero la respuesta de los posaderos pareció convencerle.
– Este año todo el mundo la está vendiendo tarde. Ha habido mucha cosecha en todos lados. Además, él tendrá que buscar compradores nuevos, no puede pisarle las bodegas a su hermano.
Sin embargo, a medida que pasaban los días y el capitán no regresaba, se le veía con más frecuencia en la plazuela. Poco después de la conversación con Virgilio y con José Manuel, reforzó la vigilancia sobre todos los habitantes del palacete, nadie salía a la calle sin llevar detrás a uno de sus criados.
La princesa sólo abandonaba su casa para acudir a la misa de doce con Valvanera. No faltaban ni una sola mañana, especialmente desde que apareció el comerciante. Necesitaban demostrar que cumplían con los ritos cristianos, siempre sería mejor pecar por exceso que por defecto. Doña Aurora lo aprendió de los judíos de la calle del Pozo, que construyeron una capilla diminuta aprovechando un hueco entre dos casas para que todo el pueblo supiera que habían abandonado su credo. Cuando se extendió el rumor de que el Santo Tribunal preparaba una visita de distrito, el Cristo del Pozo se convirtió en el lugar más visitado de toda la judería.
Normalmente, Mamata se quedaba cuidando de los niños hasta que ellas regresaban, sólo asistía a los oficios sagrados los domingos y las fiestas de guardar. Ella no necesitaba alardear de su fe, al igual que su marido y sus hijos era cristiana vieja.
Uno de los moriscos permanecía vigilando el palacete mientras las moras seguían a la princesa y a Valvanera a la misa. Todos los días se producía el mismo movimiento en la plazuela, el relevo de los vigilantes. El moro que había pasado la noche sentado en el brocal del pilar era sustituido por las dos moras cuando las campanas de la iglesia daban las siete y media. A la hora de la misa, llegaba el otro para que ellas pudieran seguir a doña Aurora y a Valvanera hasta la iglesia.
La princesa soportaba el asedio del palacio pensando que, finalmente, acabaría por beneficiarles; el comerciante se sentía seguro controlándoles cada paso, creería la artimaña de las capas. Sin embargo, el hecho de sentir cómo las moras le pisaban los talones hasta el interior de la colegiata le producía un profundo malestar. No le agradaba tener que fingir una fe que no era la suya, y sabía que las jóvenes no las seguían para testificar sobre sus buenos hábitos religiosos, seguramente ellas mismas tampoco profesaban la fe que simulaban. Pero sentía como si aquellas muchachas las condujeran todos los días a un lugar equivocado. En aquel templo, ni siquiera le quedaba el consuelo de rezar a los dioses que reposaban debajo del altar, como ocurría en los que levantaron los españoles en su tierra, donde los sacerdotes ocultaban bajo los cimientos los ídolos que les obligaban a destruir.
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