Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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El corazón de la joven palpitó con fuerza. Su mirada, fija en el suelo. Le hubiera gustado buscar el abrazo de su madre, pero Espiga Turquesa se encontraba detrás del cacique, apretaba el respaldo de la silla como si quisiera parar el movimiento del Sol y detener los días. Ehecatl levantó la cabeza para escuchar a su padre. En el momento en que los ojos negros de su concubina se cruzaron con los suyos, Chimalpopoca deseó haberle hablado de otra manera.

– Mi muchachita, escucha bien, tú eres mi sangre, mi color, en ti está mi imagen.

Pero no lo hizo, jamás se dirigió a ella con los mimos con que se dirigía a sus otros hijos. Ehecatl estaba maldita, no podría escapar a su destino de magia negra y hechicería. Quizás, entroncándola con los dioses encontraría la paz. Chimalpopoca desvió los ojos de los de su hija y continuó con sus recomendaciones.

– No hagas quedar burlados a nuestros teules. No les eches polvo y basura, no rocíes inmundicias sobre su historia. No los afrentes, mejor sería que perecieras.

El cacique abandonó la sala para que Espiga Turquesa diera a su hija los consejos que un padre no puede pronunciar.

– Mi niñita, no entregues en vano tu cuerpo. No te atrevas con tu marido, no pases en vano por encima de él. No seas adúltera. Vive en calma y en paz sobre la Tierra, mi niña pequeñita. No muestres tu corazón, y llega a ser feliz.

Ehecatl se abrazó por fin a su madre, se miraron como si la tierra se hundiera bajo sus pies y se secaron las lágrimas la una a la otra.

3

Tres días y tres noches dan mucho tiempo para pensar, pero no son suficientes para preparar una vida nueva. Durante el día, Ehecatl se movía por la casa de un lado para otro, seleccionando las cosas que formarían su equipaje. Objetos que ocupaban un lugar, un orden, un territorio, y que ahora se desparramaban por su habitación como si no les hubiera buscado su sitio, como si nunca más fueran a esperar su regreso. Ehecatl contemplaba parte de sus faldas dobladas en los cestos, sus blusas, sus túnicas, sus sandalias. La ropa que luciría para alguien que todavía no conocía, transformada en bultos que viajarían con ella hacia lo desconocido.

Tres días tampoco son suficientes para elegir lo que formará parte del futuro. Seleccionar es también rechazar, renunciar a lo que se deja, abandonarlo. La princesa miraba sus pertenencias intentando recordar el pasado de cada una de ellas. El collar que heredó de su madre muerta, los libros que aprendió de memoria en el calmecac, las piedras que le regaló Pájaro de Agua para que empezara a practicar como maga. Los brazaletes, los pendientes, las mantas. Todas sus cosas dispuestas en el suelo, esperando la mano que impediría su olvido.

Recorría todas las habitaciones intentando llevarse la imagen intacta de cada una de ellas. Retener cada objeto en la memoria, para volver a contemplarlos cuando estuviera lejos.

En las noches, escuchaba el sonido de las caracolas que marcaban el recorrido de la Luna. No quería dormir. Repasaba uno a uno los años que vivió en la idea de que algún día las ancianas propondrían a sus padres un esposo para ella. Un joven con el que formaría una familia en el mismo lugar donde siempre había vivido. Intentaba mantenerse despierta, pero sus ojos se obstinaban en cerrarse cuando todavía no había apurado sus recuerdos.

Dos días antes de partir, Espiga Turquesa le regaló a una de sus esclavas para que la acompañara en su viaje. Aunque no cabía duda de cuál elegiría, su madre las reunió a todas en el jardín para que Ehecatl decidiera.

– Llévate a la que tengas más cerca en tu corazón.

La princesa se dirigió a Pájaro de Agua y la abrazó. La esclava respondió a su abrazo envuelta en lágrimas. Hacía un año que salió del calmecac, pero desde entonces sólo se habían separado para dormir. El hecho de que hubiera sido ella quien averiguó su horóscopo produjo entre ambas una relación de dependencia que llegaba más allá del cariño. Pájaro de Agua se secó los ojos y procuró que el llanto no le cortara la voz.

– ¡Mi niña, tu destino es el mío! Será un honor para mí acompañarte allá donde vayas.

Tres días y tres noches también dan tiempo para momentos vacíos. Ehecatl se acurrucaba en los brazos de su madre, fumaban juntas un cigarro e intentaban imaginar el rostro de los nuevos teules.

A la salida del Sol del día previsto para su llegada, todo estaba preparado. La estera donde dormiría, mantas de algodón, los cestos con las faldas y las blusas bordadas, joyas de acuerdo con su linaje, y una cesta con hierbas y piedras curativas. Entre el equipaje que llevaría Pájaro de Agua, se encontraban los libros que heredó de su padre.

Las esclavas revoloteaban alrededor de la joven, una le ataba los cordones de las sandalias, otra le adornaba los brazos y las piernas con plumas de colores, otra le arreglaba la blusa, y todas se admiraban de la hermosura de la princesa. Parecía una diosa. Mientras Pájaro de Agua terminaba de anudarle las trenzas sobre la espalda, Espiga Turquesa se acercó a ella con una caja de piedra en las manos.

– Tengo un regalo para ti.

Sacó de la caja un colgante que reproducía la imagen de una diosa esculpida en ónice con adornos de plata, lo besó varias veces y se lo colgó a su hija del cuello.

– Llévate mis besos. Cuando sientas mi ausencia, yo estaré allí.

Ehecatl se acercó el colgante a la mejilla, cerró los ojos y lanzó pequeños besos al aire. En el interior del cofre encontró el anillo de oro que llevaba su madre en las grandes ceremonias, una cabeza de águila que se ajustó perfectamente al menor de sus dedos.

4

La polvareda no dejaba ver a los dioses, que entraban en la avenida entre gritos y aspavientos de los campesinos. El cortejo de bienvenida, inmóvil al final de la calle, mantenía la vista fija en la mancha de arena que flotaba en el aire.

A veces los ojos sólo quieren ver lo que tienen delante. Mirar hacia atrás es permitir el recuerdo, y el recuerdo araña, y se instala en la boca del estómago, y duele. Ehecatl miraba la nube de polvo intentando mantener la mente en blanco. No pensar. No acariciar la cabeza de águila, que sobresalía del anillo con el pico entreabierto. No sentir el viento en la cara, como cuando su amigo Itzcoatl, Serpiente de Obsidiana, capturó al primer prisionero y pudo cortarse el mechón de su nuca, delante de todo el pueblo, en el acantilado. No sentir la sequedad de su boca, como cuando acompañó a Pájaro de Agua a curar a una niña, y murió en el mismo instante en que ella la tocó. Desde entonces comenzaron los rumores sobre su magia negra, porque en lugar de curarla la había cargado con el aire de la enfermedad. No pensar. No mirarse las sandalias que había bordado su madre con adornos de oro mientras ella le contaba historias del calmecac. No buscar entre el grupo de guerreros la cabeza de Serpiente de Obsidiana, que ya se adornaba con plumas porque por fin había capturado a su cuarto prisionero, el que subió las escalinatas del templo casi dormido porque le habían dado a beber demasiado peyote. Al sacerdote le costó trabajo arrancarle el corazón, tenía los huesos del pecho endurecidos. No pensar. No pensar. Mirar hacia delante y descubrir a los nuevos dioses entre el polvo de la calle.

El cacique ordenó a los esclavos que volvieran a regar la avenida. Un brillo metálico se divisó a lo lejos, al tiempo que la muchedumbre lanzaba un grito de exclamación seguido de murmullos y comentarios.

– Mira sus cabezas, se parecen a los cascos de los soldados del Sol.

– Quetzalcoatl ha vuelto con sus compañeros del águila.

– Los venados también tienen cabeza, parecen enfadados. ¡Oh dador de la vida, protégenos!

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