Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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– ¡Vamos, vamos! ¡Indios holgazanes! ¡Un poquito más de salero en esa fila!

Muchas veces quiso gritar que no eran indios, sino aztecas, totonacas o mayas, y que los esclavos no merecen ese trato. Pero el miedo la enmudecía, se ocultaba tras la espalda del capitán y suplicaba a su diosa de los besos para que cerrara sus oídos a las palabras que hieren.

Muchas veces quiso gritar que los indios tenían un nombre, un nombre que les dieron al nacer y formaba parte de su destino. Un nombre que les robaron sin saber la razón, arrastrado por el agua que derramaron sobre sus cabezas, inclinados, entregados a los dioses que vinieron del mar para salvarles de un tirano. Su nombre. Cada uno tenía su propio nombre. Como lo tuvo ella. Ehecatl. Como el que intentó conservar cuando se lo arrebataron, inclinada también, como el resto de las princesas y sus esclavas. El nombre que conservó para sí mientras el agua bautismal caía sobre ella, mientras abría los labios para permitir que unas gotas entraran en su interior, y se tocaba el pecho con la mano húmeda, tal y como la tocaría la partera si la estuviera bautizando.

No escuchó al sacerdote de los nuevos dioses, que levantaba las manos arriba y abajo, y a derecha e izquierda, pronunciando extrañas palabras que ni siquiera la mujer traductora podía entender. Tan sólo escuchó sus propios pensamientos.

– Recibe el agua azul del Señor del mundo, el agua celestial que lava y limpia tu corazón. Únete a la diosa del agua, la gran Señora que está sobre los nueve cielos.

Pájaro de Agua lloraba a su lado.

– Nos han cambiado el nombre, mi niña.

Desde que los ídolos cayeron por las escaleras del templo, Pájaro de Agua no se separó de ella. Ambas corrieron a refugiarse con las mujeres de los caciques. La princesa abrazaba a su diosa de ónice con la mano. Su madre la protegió con su cuerpo, señaló el besador y se lo escondió bajo la blusa.

– Deprisa, que no te lo vean.

Los ancianos lloraban tapándose los ojos. Los guerreros levantaron sus arcos y flechas y se dirigieron hacia las gradas, por donde se desplomaban sus ídolos hechos añicos. Ehecatl distinguió a Serpiente de Obsidiana dispuesto para el disparo. Las piedras que lanzaban los jóvenes rebotaban en los cuerpos plateados de los nuevos teules.

Cuerpos caídos con agujeros de fuego en la espalda. Flechas de hierro atravesando las corazas de maguey y los trajes de piel de jaguar. Penachos de plumas de colores empapados en sangre. Campesinos corriendo de un lado para otro.

Los hombres de hierro apoyaron cuchillos tan largos como sus brazos en el cuello de los ancianos. Los gritos de la intérprete se elevaron sobre los de su señor.

– ¡Dejad las armas, o morirán!

La joven se dirigió a Chimalpopoca.

– Los teules dicen que no quieren haceros daño. Que han venido para favoreceros contra Moctezuma. Diles a tus hombres que bajen sus arcos o matarán a todos los principales.

Hay momentos en los que la razón se tiene que imponer sobre el deseo. Chimalpopoca deseaba continuar la lucha y expulsar de la ciudad a los recién llegados, pero ordenó a los guerreros que dejaran las armas. También hay momentos en que las lágrimas no son suficientes para mostrar el llanto. Las mujeres se abrazaban unas a otras, mientras sus ídolos ardían apilados en el centro de la calle. Y el desconcierto se adueña de los que sufren y no comprenden la razón de la herida. Los sacerdotes obligados a cortarse sus cabelleras, dignificadas por la sangre acumulada de los sacrificios sagrados. Sustituidas sus vestiduras por mantas anudadas a la espalda, como cualquier campesino.

Ehecatl se tapó la cara con las manos después de ver cómo la furia de los teules destruía su pueblo. Protegida por el cuerpo de su madre, la princesa acarició el besador que escondía bajo su blusa y rezó una oración. Deseó con todas sus fuerzas que la diosa de ónice entendiera sus palabras. Suplicó para que terminara aquel sueño convertido en pesadilla. El rostro de los muertos, que poco antes se sorprendían jubilosos con el aspecto de los hombres plateados, se grabó en su mente. A veces las sorpresas llegan cargadas de tristeza y desengaño. Bocas abiertas que dieron la bienvenida a los que cerrarían sus ojos para siempre. Bocas que gritaron por la esperanza de la libertad, calladas por los que prometieron defenderles del tirano. Rostros que cambiaron su expresión de alegría por la de la incomprensión, y por el horror paralizado en sus ojos.

2

Algunos jóvenes no se sometieron a las órdenes de los nuevos teules, se rebelaron y se refugiaron en los pueblos cercanos. Y aprovechaban las sombras de la noche para atacar al invasor. Las ofensivas se sucedieron sin que la Coalición perdiera a ningún guerrero. Los resistentes, sin embargo, aparecían al amanecer, cubriendo el suelo de cuerpos sin vida.

Las mañanas se oscurecían con el humo de las casas en llamas y de las piras funerarias con que los ancianos despedían a sus difuntos. Las cenizas caían del cielo, donde se adivinaba el Sol transformado en una mancha anaranjada. En las noches, las mujeres esperaban la vuelta de los rebeldes, confiando en que no murieran en las emboscadas. Los ancianos rezaban para que los caciques de los pueblos cercanos se unieran a la resistencia contra las fuerzas ocupantes. El trueno de los disparadores de bolas de metal sustituyó al de las caracolas y los tambores. Todos esperaban que terminara la noche, iluminada por una lluvia de chispas y fuego.

Cuando el mundo se desmorona, no sirven las justificaciones. El miedo sólo paraliza a los que no lo saben vencer. Los dioses no perdonan. Ardieron ante los ojos húmedos de los que no supieron defenderlos, y el fuego se alimentó de otros fuegos. Los libros sagrados escritos en tinta negra y roja, los cantares, los poemas, las oraciones, las banderas, los libros de tributos. Las llamas no distinguen. Y las lágrimas no apagan las hogueras.

Los nuevos dioses destruyeron el adoratorio. En el mismo lugar, comenzaron a construir uno más pequeño, donde obligaron a todo el pueblo a participar en sus ceremonias sagradas. En su interior pusieron la imagen de una mujer con un niño en brazos, y la figura de un hombre casi desnudo, clavado en unas maderas con los brazos extendidos, y las manos y los pies atravesados por pequeñas estacas de hierro. El dolor se reflejaba en su rostro; su cuerpo, cubierto de sangre, mostraba una gran herida en el costado. A ambos lados de las imágenes, cuatro barras de cera ardían por un extremo.

Los dioses se arrodillaron e inclinaron la cabeza ante sus ídolos mientras los ancianos se miraban extrañados unos a otros.

– ¿Por qué se humillan así? ¿Acaso no son teules?

El sacerdote que traían consigo extendió en la tarima una tela blanca sobre la que dejó una gran copa de oro con incrustaciones de piedras preciosas, se dirigió a los presentes y les habló a través de la joven.

– Postraos ante la señal de la Cruz, donde padeció muerte y pasión el Señor del Cielo y de la Tierra, nuestro Señor Jesucristo, para salvarnos a todos.

Los ancianos obedecieron imitando los movimientos de los nuevos dioses. Se arrodillaron ante las imágenes que adoraban los extranjeros, en el mismo lugar donde antes veneraron a los ídolos que fueron pasto de las llamas, los de sus ancestros, a los que nunca más podrían honrar.

Su mundo se hundía bajo el calzado de hierro de los recién llegados. Sus sacerdotes, despojados de las vestiduras que divinizaban su identidad y de las cabelleras que millares de sacrificios sagrados habían ennoblecido, se postraban en el nuevo templo, igualados a las clases más bajas con sus mantas de algodón. Los ancianos agachaban la cabeza evitando mirarles. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

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