Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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Cuando la comitiva se acercó a los ancianos, un olor penetrante sustituyó al aroma del incienso y de las flores. Una mezcla de acidez y de acritud que nunca habían olido acompañaba cada movimiento de los recién llegados. La imagen de los Señores de las Tinieblas se coló en la mente de Ehecatl, junto con la de su hermano muerto.

Los venados horadaban el suelo con su paso. Llevaban colgados en sus lomos pequeñas campanillas y cascabeles que tintineaban con gran estruendo. Todo el cuerpo cubierto de sudor. Del morro les goteaba una espuma blancuzca y pegajosa que caía hasta el suelo. Resoplaban con fuerza y levantaban la cabeza como si quisieran liberarse de las cuerdas que salían de su boca. Cuando se detuvieron delante de los notables, la multitud guardó un profundo silencio. Los venados bramaban, era el único sonido que se escuchaba en la avenida.

Uno de los teules se dividió en dos partes ante el estupor de todos los presentes: por un lado quedó el venado; por otro, la forma de un hombre cubierto de hierro de la cabeza a los pies. Una mujer joven que venía con ellos sujetó las cuerdas del venado mientras el hombre se acercaba a Chimalpopoca y le daba un abrazo. El cacique se inclinó en una gran reverencia y, con un gesto, ordenó que se adelantaran las ocho jóvenes y que acercaran la estera de los regalos, preciados objetos que consiguieron burlar a los recaudadores de Moctezuma, mantas de algodón, ruedas de Sol de oro, ruedas de plata de la Luna, arcos y flechas de oro, y largas plumas de colores.

– Señor, gran Señor, recibe esto de buena voluntad. Y si más tuviera, más te diera.

La mujer que les acompañaba se dirigió al recién llegado y le habló de forma extraña. Los ancianos se miraron unos a otros mostrando su sorpresa, los dioses no entendían su lengua. La joven se dirigió hacia ellos traduciendo al nahuatl las palabras de su señor.

– Mi señor dice que te lo pagará en buenas obras y en lo que tú necesites.

Chimalpopoca hizo una nueva reverencia y habló mirando unas veces a la mujer y otras al teul.

– Dile que somos amigos, que queremos tenerlos por hermanos.

La joven respondió sin esperar a que hablara el recién llegado.

– Sólo tienes que pedirle qué quieres que haga por vosotros, y él lo hará.

– Dile a tu señor que el gran Moctezuma nos tiene atemorizados, que se ha llevado todas nuestras joyas, y que las que hemos escondido son las que le ofrecemos ahora como regalo.

Tras intercambiar algunas palabras con su señor, la joven volvió a dirigirse a Chimalpopoca en nahuatl.

– Mi señor dice que es vasallo de un gran señor, que es dueño de muchas tierras y señoríos, y que les envía para deshacer agravios y castigar los malos comportamientos.

– Dile a tu señor que Moctezuma es el dueño de grandes ciudades, tierras y vasallos. Y que tiene grandes ejércitos de guerra. Que estaremos felices de unirnos a la Coalición, como las otras ciudades de Cempoal.

La princesa Ehecatl no salía de su asombro. Era difícil comprender que sus dioses no pudieran entenderles. ¿Habrían oído sus oraciones? ¿Habrían entendido los salmos que ella les rezó en el calmecac? ¿Comprenderían los libros sagrados, los libros de tinta negra y roja donde se guarda el secreto de los sabios? ¿Por qué habían elegido a una mujer para hablar por su boca? ¿Acaso las mujeres tienen voz en su mundo?

Ehecatl escuchó de nuevo a la joven, que se dirigía al cacique con los modales de las hijas de la nobleza.

– Dice mi señor que el emperador de más allá de los mares ordena que no hagáis más sacrificios. Que os ayudará contra Moctezuma si quitáis los adoratorios como ya han hecho los otros pueblos de Cempoal.

Chimalpopoca habló con los ojos abiertos de espanto.

– No está bien dejar nuestros ídolos. Nuestros teules nos dan salud y buena sementera. Si los deshonramos, moriremos, y también vosotros con nosotros moriréis. El Sol dejará de moverse si no les damos la sangre de los sacrificios.

La joven habló nuevamente después de escuchar al hombre de hierro.

– Mi señor dice que estáis engañados, que vuestros ídolos proceden del infierno y que el dios que ellos traen es el verdadero. Si no quitáis los ídolos, lo harán ellos y no os tendrán por amigos sino por enemigos mortales.

El cacique dio un paso hacia delante y se dirigió directamente a los recién llegados, levantando la voz a medida que avanzaba en sus palabras.

– ¿Por qué queréis destruirnos? ¡No podéis derrocar a nuestros dioses! ¡La maldición caerá sobre vosotros! ¡No consentiremos que les hagáis daño!

No hizo falta que la joven les dijera lo que el hombre de metal gritó después de oír la traducción de la respuesta. Todos vieron cómo volvía a fundirse en uno con su venado, los demás teules le rodearon con sus largos brazos de hierro echando fuego, sus guerreros subieron las gradas del templo e hicieron rodar las imágenes escaleras abajo.

Capítulo IV

1

Algunas tardes, la princesa y su esclava bajaban al camarote y relataban a los niños historias de su pueblo hasta que el Sol comenzaba a ocultarse y las órdenes del contramaestre retumbaban en el galeón, como si fueran a cumplirse por sí mismas.

– ¡Desencapillad la mesana! ¡Izad el trinquete! ¡Primera guardia preparada en el castillo de popa!

Otras veces charlaban con doña Gracia y doña Soledad, mientras jugaban a los naipes y gastaban bromas a sus criadas sobre el marinero que elegiría cada una para desembarcar de su brazo. A Laura y a Juana se les subía el color y salían corriendo entre risas.

Los días transcurrieron apacibles, luminosos e idénticos, hasta que la princesa y su criada chocaron con la primera sombra que encontrarían en el nuevo mundo.

Se encontraban fumando en el antepecho donde se guardaban las hamacas, cuando un calafate se dirigió a los marineros tras empujarlas.

– ¡Estas indias deben de ser sordas! O a lo mejor no entienden que las batayolas son para guardar los cois, no para esconderse y hacer porquerías.

El carpintero no se dio cuenta de que don Lorenzo se acercaba, y continuó hablando mientras buscaba su hamaca.

– ¡Fuera de aquí, indias del demonio! ¿No veis que estorbáis?

Los puños del capitán se estamparon contra la nariz y el estómago del calafate sin concederle una tregua. La tripulación jaleaba a uno y a otro mientras la princesa sentía los ojos del comerciante de paños clavados en ella, al mismo tiempo que hablaba al oído de un marinero. Don Ramiro acudió alertado por el contramaestre, obligó al tripulante a pedir perdón a las damas y le envió al palo mayor. La refriega sólo duró unos momentos, pero sería el inicio de la pesadilla en la que se convertirían los sueños de la princesa.

Desde que salieron de Cuba no había vuelto a escuchar esa palabra de la forma en que la pronunció el marinero: «¡i n d i a s!». Como si las letras ardieran en su boca; como si la rabia le obligara a expulsarlas una a una; como si no fueran letras, sino ácido que escuece en el estómago; como dardos.

La princesa volvió al camarote convencida de que ésta no sería la única vez que la llamarían así, pero se prometió a sí misma evitarle a don Lorenzo la obligación de volver a defenderla. A partir de ese momento, cuando alguien la llamara india, le contestaría en nahuatl con versos que confundirían al que ofende con el ofendido. Le diría la frase que solían pronunciar las niñas del calmecac cuando otras las insultaban, palabras capaces de demostrar que los desprecios no ofenden cuando se ignoran.

– Como esmeraldas y plumas finas, llueven tus palabras sobre mi rostro.

Muchas veces quiso decirlo en Cuba cuando escuchaba gritar a los vendedores de esclavos mientras los conducían en cordadas.

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