Inma Chacón - La Princesa India
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Pájaro de Agua, su esclava inseparable desde que salió del calmecac, le enseñó las virtudes de las piedras y de las plantas medicinales. La joven se divertía buscando en los cestos donde su esclava guardaba los productos mágicos. Pájaro de Agua le explicaba con paciencia los efectos benéficos de cada objeto que cogía.
– Ésa es la piedra de sangre, sirve para evitar las hemorragias nasales. Ésa, la de oro de lluvia, para espantar los rayos de las tormentas.
Ehecatl no se cansaba de preguntar, pero Pájaro de Agua respondía siempre con la misma paciencia.
– Sirve para curar la fiebre, procura que no se derrame, es bálsamo de copal blanco.
La princesa aprendió remedios para todos los males acompañando a su esclava cada vez que la llamaban para una sanación. Pero su fama comenzó a ennegrecerse con la mala fortuna, una murmuración sobre hechizos malignos crecía a sus espaldas mientras ella intentaba curar a los enfermos. Su destino empezaba a manifestarse, con su carga de muerte y de incertidumbre. Su 4-viento impulsaba su nombre hacia el lado de los hechiceros que dañaban con sus maleficios.
Ehecatl quería volar, su sueño se representaba en un vuelo protegido por el Dios de los Vientos, por la magia blanca, capaz de aplacar la carne enferma y arrojar los hechizos a la orilla del mar. Nunca imaginó que tendría que enfrentarse a las habladurías de los que no aceptan los caprichos de la muerte. De los que no comprenden que a veces los Señores de las Tinieblas tienen más fuerza que las plantas y las piedras medicinales, y atraen a los hombres hacia su reino como si no tuvieran más razones que su propio capricho.
Siempre quiso volar, pero debió acostumbrarse a vivir entre las nubes, huyendo de las lenguas que se empeñan en manchar las bocas de los que deberían callar.
Su tiempo transcurría marcado por el sonido de los tambores y de las caracolas que tocaban los sacerdotes desde los templos. Cuando faltaban unas lunas para la fecha de su veinte cumpleaños, Espiga Turquesa comenzó a pensar en el futuro de su hija. Aunque su fama de hechicera dificultaría encontrar un joven que la aceptara por esposa, había llegado la hora de prepararla para el matrimonio.
Mientras su madre consultaba con las ancianas los mancebos disponibles en la ciudad, se extendió la noticia de la llegada de los nuevos dioses. Venían a salvar a los pueblos sometidos al emperador Moctezuma. Muchas ciudades de la provincia se habían unido a ellos, formando una coalición que lucharía contra el tirano.
Chimalpopoca y sus caciques decidieron aliarse con la Coalición y emparentar a algunas familias con los nuevos teules, tal y como habían hecho otras ciudades de Cempoal.
Unos días antes de su llegada a la ciudad, los caciques seleccionaron ocho vírgenes entre las jóvenes de las familias principales para regalarlas a los dioses. Ehecatl se encontraba entre ellas.
Capítulo II
1
El grumete que estaba de guardia de proa desde las tres de la mañana dio la vuelta al reloj de arena y cantó la hora. Amanecía. Don Lorenzo había permanecido en cubierta durante toda la noche, no soportaba el calor que se concentraba en los camarotes. Como todas las mañanas, el paje de turno entonó la canción de bienvenida a la nueva jornada.
– Bendita sea la luz y la Santa Veracruz, y el Señor de la Verdad y la Santa Trinidad. Bendita sea el alma y el Señor que nos la manda, bendito sea el día y el Señor que nos lo envía.
El capitán De la Barreda esperó a que se evaporara el rocío de cubierta, le agradaba contemplar cómo los marineros agitaban las velas para asegurarse de que se encontraban en perfectas condiciones. Poco antes, marineros, pilotos, grumetes y pajes recogían las hamacas que les servían para dormir y las dejaban en las batayolas, los antepechos de cubierta donde las guardaban enrolladas. Don Lorenzo disfrutaba viendo cómo la tripulación se enfrascaba en sus tareas diarias. Trepaban a los palos, revisaban los cabos, izaban las velas, fregaban la cubierta. El mantenimiento del buque suponía un espectáculo.
El capitán don Ramiro de San Pedro no permitía que los viajeros se pasearan por cubierta cuando la tripulación estaba trabajando. Cada vez que los veía entorpecer su trabajo, su voz ronca y potente inundaba la nave.
– ¡Volved a vuestros camarotes! ¡No quiero gente de tierra en mi cubierta hasta que no quede una gota de agua!
El calafate se afanaba con la bomba de achique, desalojando el agua que había hecho el barco durante la noche. Algunos pasajeros salían a la superficie huyendo del calor y se rezagaban en cumplir las órdenes del capitán.
– ¡He dicho que despejen la cubierta! ¡Fuera de ahí!
Pero la advertencia no iba dirigida a don Lorenzo, el capitán De la Barreda tenía licencia para moverse a su antojo por el navío, conocía a don Ramiro desde que tenía uso de razón. Él fue quien le ayudó a conseguir el permiso para embarcarse, cuando su hermano le obligó a abandonar su casa tras negarse a contraer matrimonio con Diamantina. Pretendía que ocupara la casa-palacio que heredó de su padre, justo enfrente del palacete familiar, en la plazuela del Pilar Redondo. A don Lorenzo le encantaba la casa, y nunca hasta entonces había pensado en marcharse, pero la idea de vivir tan cerca de don Manuel le resultaba insoportable. Su hermano nunca mostró simpatías por él, le consideraba una amenaza desde el mismo día de su nacimiento.
A pesar de que resultaría difícil conseguir la licencia para viajar a las Indias, se dirigió a Sevilla con Juan de los Santos, y con los mil ducados de oro que su padre le entregó antes de morir. El dinero le ayudaría a solucionar el inconveniente principal para que la Casa de Contratación le permitiera embarcarse, no era cristiano viejo.
Sabía que don Ramiro de San Pedro armaba una expedición de suministros para Cuba, su padre y él mantuvieron una amistad que se remontaba a los tiempos de la Beltraneja. Ambos acompañaban al Segundo Conde de Feria cuando cerró a Enrique IV las puertas de Badajoz para que no concertara con el rey de Portugal la boda de la infanta. Los monarcas debieron celebrar su entrevista al aire libre. El Conde de Feria les negó la entrada a la ciudad.
El padre de don Lorenzo apoyó al conde en su oposición a estas bodas reales. Conoció a don Ramiro en la frontera del río Caya, cuando capitaneaba el bergantín que subía y bajaba la corriente del río para vigilar el encuentro de los Reyes. Desde entonces, cultivaron una amistad que se mantendría durante casi medio siglo, con frecuentes visitas de don Ramiro al palacete de la plazuela del Pilar Redondo.
Don Lorenzo encontró al capitán San Pedro entre el bullicio del único puerto autorizado para armar expediciones. Sevilla había crecido más de lo que podía imaginar desde la última vez que la visitó con su padre. El Guadalquivir brillaba repleto de navíos; en sus orillas, los mercaderes y los curiosos se confundían con los marineros, que se afanaban en el avituallamiento, cargando toda clase de objetos en los barcos que se preparaban para partir. El Alcázar y la Giralda rompían la línea del horizonte.
Entre el griterío del puerto, don Lorenzo escuchó una voz grave y sonora que le llamaba desde un galeón.
– ¿Dónde vas, muchacho? ¿No sabes que la gente de tierra no tiene nada que hacer por estos lares?
Los dos hombres se abrazaron y se pusieron al día de sus respectivas vidas. La noticia sobre la muerte de don Miguel de la Barreda encontró a don Ramiro prevenido. Le preocupaba la salud del Señor de El Torno desde la última vez que visitó Zafra. Sobrevivir a su querida Arabella era la única batalla a la que jamás hubiera querido enfrentarse. El capitán San Pedro lloró la muerte de su amigo y comprendió de inmediato la presencia del joven en Sevilla.
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