Inma Chacón - La Princesa India
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No hay mayor culpable que aquel que se apropia de un error que no le corresponde. Ni culpa más dolorosa que la que no puede expiarse, a pesar del arrepentimiento. El cacique lloraba acariciando el cuerpo que no habría fecundado si hubiera sabido que los hijos provocarían su muerte. Recorrió con los dedos aquel vientre que había sido plano, todavía deformado como si faltaran varias lunas para completar su ciclo.
– ¡Perdóname! ¡Yo te he matado! ¡Te he matado!
Inclinó la cabeza sobre ella y gritó buscando consuelo en la fuerza de sus alaridos.
– ¡No te vayas! ¡No te vayas así!
Chimalpopoca lloró hasta que sus lágrimas se transformaron en cansancio. Se tendió en el suelo y se quedó dormido. Al atardecer, despertó del sueño que le robó las últimas horas del cuerpo caliente de su concubina. Besó sus ojos y su boca, y la cargó sobre su espalda para llevarla a enterrar. Mientras atravesaba el jardín, no dejaba de susurrarle.
– Te buscaré entre las mujeres valientes. Serás mi diosa del paraíso occidental. Buscaré tus ojos negros en la noche.
Como todas las mujeres que morían de parto, Flor de Lluvia se convirtió en una diosa. En lugar de incinerarla, como habrían hecho si la muerte hubiera sido natural, la enterrarían en el templo junto a otras mujeres divinizadas por la misma causa, las mujeres valientes, aquellas que reemplazan al mediodía a los compañeros del águila para escoltar al Sol hasta el ocaso. Las ancianas y las parteras acompañaron al cortejo con grandes voces, al igual que los mancebos que, portando escudos y espadas, intentaban arrebatarles el cadáver.
A la puesta del Sol, Flor de Lluvia reposaba bajo el patio del templo. Durante cuatro días y cuatro noches, el cacique y sus amigos velaron el cuerpo para evitar que los mancebos le cortaran el pelo y el dedo corazón de la mano izquierda. Reliquias que les ayudarían a ser más fuertes y valientes, y cegarían los ojos de sus enemigos.
Mientras Chimalpopoca velaba el cadáver de su concubina, su esposa, Miahuaxiuitl, Espiga Turquesa, organizó los ritos funerarios del bebé muerto. Ordenó que dispusieran la pira mortuoria en el jardín de la casa, indicó a las esclavas que debían amortajar al niño con las mejores ropas que habían tejido para él, en cuclillas, envuelto en varias telas sujetas por sogas. Una vez estuvo todo dispuesto, ella misma colocó hermosas plumas de guacamaya sobre el cuerpo y una máscara de mosaico sobre la cara. En ningún momento dejó que apartaran a la niña de sus brazos.
Los ancianos cuidaron de la hoguera mientras entonaban himnos funerarios para que los teules protegieran al bebé, recogieron después las cenizas y las introdujeron en una jarra en la que depositaron el símbolo de la vida, un trozo de jade. Espiga Turquesa les indicó el lugar en que debían enterrarlo, a la izquierda de su hijito muerto. Los dos niños se harían compañía en el mundo oscuro de Mictlan, hasta llegar al noveno infierno, el último círculo donde encontrarían su reposo.
3
Algunas veces los dioses devuelven a los hombres el regalo que antes les quitaron. Espiga Turquesa tembló cuando su marido le entregó al bebé superviviente. Hacía tiempo que su cuerpo no sentía el escalofrío del abrazo, el calor de un cuerpo contra el suyo, el latido de la emoción golpeando su pecho. La pequeña que dormía en sus brazos la despertaba otra vez a la vida. Volvían las caricias.
Acurrucó a la niña absorbiendo el olor que la transportó a un tiempo en que los días brillaban, cuando sus pechos se llenaban para vaciarse en una boca pequeña y agradecida, y su existencia se reducía a contemplar a una criatura que había crecido dentro de ella. Un tiempo en el que permanecía embelesada día y noche, contemplando a su hijo, perpleja, extrañada del tamaño del bebé que había abultado su cuerpo, incapaz de creer que lo hubiera llevado en sus entrañas.
Espiga Turquesa acarició los deditos de la niña y suspiró. Hacía casi dos años desde que los aires de la enfermedad atraparon a su pequeño. De nada sirvieron las curanderas y sus invocaciones a la diosa del agua.
– Escucha, ven acá, tú, mi madre, la de las enaguas preciosas. Y tú, la mujer blanca.
Como tampoco sirvieron los remedios que propusieron después, la valeriana, la zarzaparrilla, la raíz de jalapa, todo fue inútil. Ella misma enterró las cenizas de su hijo junto a seis años de caricias y de mimos. Los días se volvieron grises, iguales unos a otros, repetidos en el dolor que la arrojó a un pozo sin salida.
A partir de la muerte del niño, dejó de importarle acicalar a la concubina que elegía su marido para dormir cada noche. Se acabó la sensación de abandono que le mordía cada vez que se encontraba sola en su estera; la rabia de comparar su belleza con la de otra, su cuerpo de madre con el de las que nunca habían parido. Arreglaba a las concubinas con la misma tranquilidad con que lo hacía cuando las manchas de sangre le impedían cumplir con su esposo. Con el mismo alivio con que preparaba a una de las jóvenes cuando su cuerpo cansado no deseaba al del cacique y éste le pedía que preparase a una de las jóvenes.
Aspiró el olor del bebé y volvió a suspirar. El aire que salió de su pecho expulsaba tras él la oscuridad de los últimos dos años, y le devolvía su instinto de protección. Cuidaría a la niña como si fuera fruto de su vientre.
A pesar de su alegría, no hubo regocijos por el nacimiento de la pequeña, ni invitados, ni oradores que ensalzaran el pasado ilustre de la familia, ni regalos, ni joyas, ni plumas. Ni banquete para celebrar el bautizo.
El cacique, ocupado en el dolor por la muerte de su concubina, olvidó llamar al adivino para que consultara el signo de la recién nacida. Espiga Turquesa mandó buscar a una de sus esclavas, la hija de un sacerdote que sabía leer en los calendarios. Todavía no llegaba a los trece años, pero Atolotl, Pájaro de Agua, ya tenía fama de adivina y de curandera. Las demás esclavas y las concubinas utilizaban sus servicios desde que la compró el cacique y rara vez fallaba en sus predicciones. Espiga Turquesa la hizo pasar a su alcoba y le pidió que extendiera sus libros en la estera.
– Consulta el libro de la cuenta de los días, y dime bajo qué signo ha nacido la pequeña.
La esclava consultó el almanaque que heredó de su padre. Al cabo de unos minutos, se incorporó muy despacio y se dirigió a su ama con los ojos muy abiertos.
– 4-ehecatl, señora. El de los hechiceros y la magia negra. Maléfico. Así lo dibujan los papeles.
– Vuelve a contar. ¿No te habrás equivocado?
Pájaro de Agua estudió los libros una y otra vez, pero su respuesta no variaba. El destino de la niña aparecía marcado por los malos vientos.
– No nació en buen signo, señora, pero podemos encontrar un signo menos desastrado, uno que temple la maldad del signo principal.
Espiga Turquesa caminaba de un lado a otro de la habitación con la niña en los brazos. Sus manos temblaban, sus ojos no se desviaban de las de Pájaro de Agua.
– Mira otra vez las hojas de los libros. Busca el signo ascendente.
La joven consultó de nuevo el horóscopo, avanzó hasta encontrar el signo secundario con la esperanza de que fuera más favorable. Volvió a levantarse lentamente y se dirigió a Espiga Turquesa, que acariciaba los deditos de la niña enredándolos en los suyos.
– 1-coatl, señora. Promete éxito y riqueza, pero la llevará a tierras lejanas.
4
Hay mentiras piadosas que dañan más que las verdades, y se vuelven contra los que no se atreven a enfrentarse a la única cara de la verdad. Espiga Turquesa nunca explicó a la niña lo nefasto del signo de su nacimiento. En lugar de mostrarle las armas con que combatir la fatalidad asociada a su sino, dulcificó la verdad convirtiéndola en mentira. Ehecatl creció pensando que las artes adivinatorias que heredó con su nombre la convertirían en la mejor maga de los alrededores de Cempoal. Protegida por su madre transformada en diosa, rescataría a su hermano de la región de los muertos invocando al Dios Dual, al Señor del Cerca y del Junto.
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