Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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– No habléis nunca con él, mi señora. No es de fiar. Si vuelve a preguntaros adónde vamos, decidle que hable con vuestro esposo.

El comerciante no volvió a buscar su conversación, pero ella percibía su presencia en cualquier parte del barco, a pesar de que se escondía para mirarla.

Las partidas con doña Soledad y doña Gracia se mantuvieron a lo largo de toda la travesía. Generalmente, jugaban en cubierta hasta que los últimos rayos de Sol les permitían distinguir las cartas. Por las mañanas utilizaban el camarote de la princesa, más amplio y luminoso que los que ocupaban sus compañeras de viaje.

Una tarde en que terminaron de jugar mucho antes que de costumbre, la princesa bajó a su camarote para buscar una capa. Comenzaba a condensarse el relente y hacía frío. Cuando abrió el compartimiento, encontró la espalda del hombre de negro, que se giraba instintivamente hacia el ruido de la puerta. Sus manos sujetaban el cofre que le regaló su madre. La princesa tomó aire para iniciar un grito que el comerciante interrumpió sacando la caja por el ojo de buey.

– ¡No se te ocurra gritar! O acabará en el fondo del océano.

La princesa se reprimió tapándose la boca. Sus ojos no perdían de vista la mano que sujetaba en el aire su caja de piedra. La sonrisa amarilla del comerciante se abría cada vez más mientras bamboleaba el joyero. Sus órdenes se deslizaban entre sus dientes.

– ¡Cierra la puerta!

Doña Aurora obedeció. Cerró la puerta y se quedó de espaldas a ella, mirando fijamente hacia la escotilla.

– ¡Echa la llave!

Echó la llave rezando a su diosa de los besos para que Valvanera pensara que tardaba demasiado en encontrar su capa.

– ¡Siéntate!

Se sentó en el camastro. El comerciante recorrió su cuerpo con una mirada que le devolvió a la memoria los ojos de don Gonzalo de Maimona. Sus oídos buscaban el crujido de la escalera que bajaba a los camarotes.

– Voy a acercarme. Si gritas, los peces estarán encantados de comerse cualquier día la cara de ese mestizo que tienes por hijo. Tengo muchos amigos que disfrutarían ayudándome. La pequeña indita podría hacerle compañía.

Si el miedo pudiera adquirir forma de hombre, la princesa estaría sentada con él en el catre, respirando la acidez de una boca que recorría su cuello, con su diosa de los besos en la mano.

– El niño es guapo para ser indio. Se llama Miguel, ¿verdad? ¿Estás segura de que tú también eres india? Tu cara no lo parece.

Sus labios abiertos llegaron a los suyos. Nadie la echaba de menos en cubierta.

– Quítate la ropa. Veamos si tu cuerpo tampoco parece indio.

El vestido cayó sobre su cintura. El comerciante se levantó y comenzó a desabrocharse las calzas. Señaló sus enaguas pegadas al cuerpo, e hizo un gesto de retirarle los tirantes.

– Todo.

Sus dedos ásperos recorrieron sus hombros y se dirigieron hacia el final de su columna, al tiempo que sus susurros penetraban en sus oídos mientras ella intentaba apartarse.

– Chisss. Quieta. No te muevas.

Sus manos rodeaban su pecho cuando Valvanera encontró la puerta cerrada y comenzó a aporrearla entre gritos.

– ¿Estás ahí? ¡Abre! ¿Estás bien, niña? ¡Abre!

El comerciante entregó el colgante a doña Aurora y se levantó.

– ¡Vístete! Seguiremos en otro momento. Recuerda que los peces tienen predilección por los niños indios. ¡Ni una palabra a nadie!

Él mismo abrió la puerta y dejó pasar a la criada haciéndole una reverencia. Una vez fuera del camarote, se volvió hacia la princesa, que sujetaba el vestido tapándose su desnudez, la señaló con el dedo índice y se marchó sin decir nada.

Valvanera cerró el camarote y la abrazó.

– ¿Qué ha pasado? ¡Maldito reptil! Voy a llamar a don Lorenzo, hará que lo ahorquen.

Doña Aurora se acurrucó en los brazos de su esclava. Imaginó a María y a Miguel correteando entre las viñas que les esperaban en la tierra de su esposo, lejos de la crueldad del comerciante y de los amigos que estarían dispuestos a vengarle si recibiera el castigo con que se haría justicia. No. Nadie sabría lo que acababa de pasar. Nadie.

2

– Me preocupa doña Aurora. Hace días que no soporta que me separe de ella y del niño, ni de noche ni de día. ¿Crees que le habrá pasado algo?

– No te preocupes, estará en esos días en que las mujeres se vuelven raras. Valvanera también está igual.

Juan de los Santos mintió a su capitán para evitarle el tormento que le mordía desde que Valvanera habló con él. Don Lorenzo miró a su esposa, sujetaba al niño en sus brazos sentada junto a su criada y a María. Hacía días que no jugaban a las cartas con las demás pasajeras.

– No sé, la encuentro triste. Ella no suele ponerse así.

La tristeza se confunde a veces con la angustia y con la desazón. Doña Aurora estaba aterrada, como Valvanera y como Juan de los Santos. Él mismo fue quien aconsejó a su esposa que no se separaran de ellos hasta el final del viaje, ni de noche ni de día. Ella se retorcía las manos intentando comprender lo que había pasado. Deseando que su mente pudiera negar lo que sus ojos acababan de ver.

– No ha consentido en contarme nada. Es la primera vez que se guarda la rabia sólo para ella. ¿Qué podemos hacer? Mi pequeña. ¡Mi niña! ¿Se lo contamos a don Lorenzo? ¡No, no! No se lo podemos contar. ¡Mi niña! Si se entera don Lorenzo, la muerte volverá a encontrarse en su destino. ¡Mi niña! ¡Mi niña!

– Cálmate, don Lorenzo no sabrá nada. Tampoco nosotros sabemos lo que ha pasado.

Valvanera caminaba de un lado a otro del camarote, apretando una mano contra la otra, tocándose la frente, sentándose y levantándose de la cama en cada frase, mezclando su cólera con el miedo y con la impotencia.

– Yo sólo sé que la vi con los ojos abiertos como bocas hambrientas, sujetándose la rabia para no contagiarme. ¿Qué podemos hacer? Ese hombre tiene las entrañas oscuras como pozos. Mi niña. Mi niña.

Juan de los Santos sujetó a su esposa y la atrajo hacia el catre. La abrazó con toda la fuerza que supo para no hacerle daño, hasta que sus nervios se aflojaron contra su cuerpo.

– Tranquilízate. Así no la ayudarás. Vuelve con ella y dile que no se separe de don Lorenzo. Yo me encargaré del comerciante, no dejaré que se acerque a ninguno de vosotros.

Vigiló al comerciante sin disimulo durante el resto de la travesía. Deseaba que se sintiera observado, que supiera que no volvería a presentarse la oportunidad para acercarse a la princesa. A don Lorenzo no le extrañó que no despegara sus ojos de él. Conocía su animadversión por el hombre de negro. Sin embargo, le advirtió de que su falta de cautela podría avivar el interés del comerciante por ellos.

– No deberías exponerte así. Si se siente acosado se puede revolver contra nosotros.

No quiso contestarle que el comerciante ya había rebasado el umbral de la curiosidad que él mismo habría permitido. Que mantenerlo alejado sería la mejor forma de amortiguar su interés por ellos. Se sentó en uno de los cois que los marineros habían dejado sin enrollar y continuó observando al comerciante procurando que su señor no lo notara.

– Tenéis razón, tendré más cuidado.

Don Lorenzo asintió con la cabeza y se tendió en otro coy.

– ¡Qué buen invento este de los indios! No comprendo cómo podían dormir antes los marineros sin hamacas.

3

Hacía días que Valvanera no hablaba con las Chiquillas, cada vez que se les acercaba, miraban a su alrededor y utilizaban cualquier pretexto para alejarse. Tampoco los niños de los Vizcondes de la Isla de la Rosa jugaban ya con Miguel y con María.

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