Inma Chacón - La Princesa India
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La arrancaron de Cempoal como se arranca la rama de una mata. Pero las raíces continuaban allí, añorando la cicatriz de la herida, creciendo hacia dentro y hacia fuera. Él conseguiría que la rama volviera a brotar en la tierra donde crecen la uva y la aceituna. Si. Lo conseguiría.
2
La ciudad no era la misma que abandonaron hacía ya casi dos años. El templo que sustituyó a la gran pirámide se alzaba entre las casas, culminado por una enorme cruz. Cuando salieron de Cempoal, todavía era un proyecto a medio construir; ahora, su campanario parecía presidir la vida del pueblo con su majestuosa altura. Las casas que destruyeron los cañones habían sido reemplazadas por pequeños palacios, los quicios de sus puertas se adornaban de piedras, también el de las ventanas, algunas de ellas sobresalían hacia el exterior como pequeñas terrazas protegidas por barrotes de hierro. Los nuevos nombres de las calles se leían en las paredes sobre losetas grabadas en la lengua de los extranjeros. En la gran avenida, el suelo de arena había sido sustituido por una calzada.
Valvanera se despidió de Chimalpopoca y de Espiga Turquesa con la sensación de que el tiempo había transcurrido para ellos más deprisa de lo que sus cuerpos pudieron soportar. El cacique parecía un anciano, las manos de su señora se habían teñido de manchas y sus dedos aparecían torcidos y rígidos entre las mangas de la blusa. Juan de los Santos esperaba unos pasos más atrás montado en su mula.
– Es hora de partir. El barco nos espera.
No se había separado de él desde que huyeron de Tenochtitlan. Valvanera subió a la grupa y dirigió una mirada a la casa donde había pasado los últimos cuatro meses, y treinta años de su vida. Después, se abrazó a la cintura de su esposo y no volvió a mirar atrás.
Cabalgaban hacia el final de la avenida, por donde un día aparecieron aquellos seres que todos acogieron como dioses, cuando la mula hizo un extraño, asustada por un lagarto que cruzaba la calle. Nunca le gustaron los lagartos. Recordó su brazo en cabestrillo poco antes de llegar a Cholula, los mimos con que la cuidó Juan de los Santos, la tristeza de don Lorenzo hasta que llegaron a las murallas, y el encuentro con su señora. En la vida la había visto tan feliz. Vivieron en la casa de la muralla una existencia que no parecía para ellas, cada una con su hombre y con un hijo que les había regalado el destino. Vivieron felices diez días en Cholula y después, en Tlaxcala, cuatro meses de respiro en los que se hubieran instalado para siempre. Hasta que, una tarde, Juan de los Santos irrumpió muy nervioso en la casa después de visitar el real.
– ¡Las fuerzas de la Coalición se están reagrupando! ¡Pretenden volver a Tenochtitlan para intentar de nuevo la conquista!
Valvanera miró a doña Aurora, su cara palideció tanto que parecía una mujer blanca, sus ojos buscaron los del capitán. Don Lorenzo se dirigió a su mozo de espuela con la mirada fija en la princesa.
– Lo sé, pero hubiera preferido decírselo yo a mi esposa. Vosotros iréis a Cempoal, volveré a buscaros cuando todo haya terminado. Tú cuidarás de ellos hasta que yo regrese.
Las manos de Valvanera tiraron del mozo hasta sacarlo de la habitación. Apretaba los labios al hablar, dejando la dentadura prácticamente cerrada.
– Tu boca te llevará un día al borde del infierno. Te iría más bonito si a veces la cerraras.
Juan de los Santos contempló la puerta que se cerró tras ellos.
– El Señor don Lorenzo debería solicitar su licencia. Seguro que se la darían. Podríamos volver a nuestra tierra.
Valvanera clavó sus ojos en los de su esposo, levantó la barbilla desafiante y apretó los labios de nuevo.
– ¿No te atreverás a pedirle que sea un cobarde?
Juan de los Santos la besó en la mueca que arrugaba su boca. Tensó sus labios hasta simular una sonrisa y fingió enfadarse señalándola con el dedo.
– No es cobarde el que no da la estocada, sino el que la provoca sin razones.
La criada se deshizo del abrazo que intentaba darle el mozo y endureció el gesto.
– Dime que no se lo pedirás.
– Por supuesto que le pediré que se licencie.
Pero don Lorenzo no consintió que sus tropas se marcharan sin él. La Coalición consiguió reunir a veinticuatro mil guerreros en Tlaxcala, además de numerosos soldados y jinetes que llegaban a Veracruz atraídos por el oro de la tierra firme. En menos de una semana, partirían hacia Tenochtitlan.
3
El capitán De la Barreda huyó de los ojos de su esposa y la abrazó por la espalda.
– Pensaba decírtelo esta noche.
Sus manos retiraron el mechón que le escapaba de la trenza y lo colocó detrás de su oreja. No soportaba verla llorar. La levantó del taburete y la atrajo hacia su pecho.
– Volveré antes de que hayas podido echarme en falta.
Doña Aurora asentía con la cabeza mientras intentaba controlarse. María y Miguel dormían, el llanto de la princesa les despertó y aparecieron gateando desde la habitación de al lado. Como si se hubieran puesto de acuerdo, cada uno cogió a un niño y se acostó con él en la estera. Nunca más hablaron de la vuelta a Tenochtitlan.
El resto de la semana, la princesa vivió pendiente de las labores de la casa, preparaba tortillas de maíz para desayunar, bañaba a los niños, hacía la comida, calentaba cacao para todos después de la cena, y fumaba en pipa con Valvanera después de haberse lavado la cara y las manos. Don Lorenzo disfrutaba viéndola ejercer como ama de la casa. Una mañana, doña Aurora le pidió que la acompañara al palacio de uno de los caciques de la ciudad, necesitaba ver al anciano que hacía tiempo la trató como un padre. El capitán compartió con ella el orgullo con que le presentaba como su marido, el respeto con que le pedía al anciano la bendición para el pequeño Miguel, y la ilusión con que le regalaba varios espejos que hicieron las delicias del montón de mujeres que le rodeaban. Parecía feliz.
Don Lorenzo se lamentaba de cada día que pasaba, y lo despedía aferrándose a cada momento, para que no llegara su fin. Los preparativos para la marcha hacia Tenochtitlan se aceleraban con la misma rapidez con que se le escapaban las horas. Los cañones y los serpentines listos para el disparo; las lombardas y los arcabuces limpios y con la pólvora y la mecha a punto; las espadas pulidas; las ballestas con sus saetas de punta de cobre y sus astiles; las lanzas, las rodelas; y los hombres y los caballos, recuperados del cansancio y de las heridas.
Juan de los Santos le insistía en que solicitara la licencia, le hablaba de Zafra, de la bondad de las tierras que heredó de su padre, del vino que les esperaba en las tinajas, del jamón y del chorizo que compraban en Monesterio, de la feria y de los melones de la Plaza Chica, de los dulces que las monjas clarisas regalaban a los señores de El Torno cada Navidad. Pero su deber estaba con sus hombres, aunque la querencia le atrajera hacia las raíces que dejó por no aceptar una boda envenenada.
El día antes de la marcha hacia la capital de los mexicas, las mujeres partieron a Cempoal. Don Lorenzo llamó a su mozo de espuela y le dio instrucciones para el camino.
– Un pelotón irá con vosotros. Que nadie se separe de ti hasta que lleguéis a Cempoal. Allí esperaréis mi regreso. Cuida de ellos. Después, volveremos a casa.
Don Lorenzo cabalgó junto a la comitiva hasta que atravesaron el río donde vio a la princesa por primera vez, se bañaba junto a un guerrero que después sería condenado a la horca por asesinar a un capitán. En aquellos días, doña Beatriz llevaba en su vientre al hijo que ahora se aferraba a su espalda. Jamás hubiera pensado que, algún día, aquella joven que reía a carcajadas se convertiría en su esposa. Le llamó la atención el color de su piel, apenas parecía una india, más bien se diría que se trataba de una mora nacida de un cristiano, una morena clara que se mantenía en el agua como los peces.
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