Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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– ¡Volved a la calzada! El palacio está ardiendo, los indios lo tienen rodeado. Allí no hay salvación posible.

La calzada se había convertido en un campo sembrado de muerte. Las tropas que pudieron atravesarla corrían despavoridas, perseguidas por los guerreros mexicas. Don Lorenzo cabalgaba con el pequeño Miguel. Valvanera y Juan de los Santos, encaramados en una mula que había perdido a su dueño. El capitán la encontró cuando se dirigía al palacio, asustada y cargada de oro.

Caminaron durante horas hasta dejar atrás a sus perseguidores. En el primer alto en el camino, don Lorenzo abrazó a su hijo y recordó el olor de la arena del mar.

Se detuvieron alrededor de un ciprés al que los indios llamaban ahuehuete. Juan de los Santos se recostó en el tronco. Don Lorenzo permanecía de pie, intentando proteger a su hijo de la lluvia con su rodela, el escudo se había convertido en un amasijo abollado de hierro pintado de negro. El mozo de espuela respiraba jadeando y comprobaba el número de lingotes que conservaba todavía. Se entretenía apilando el oro que iba sacando de las alforjas, cuando don Lorenzo se acercó y deshizo los montones de una patada.

– Los mexicas nos pisan los talones ¿y tú te dedicas a contar el maldito oro? ¡Guarda eso!

Los gritos de los mexicas se escuchaban cada vez más cerca, don Lorenzo detuvo a Juan de los Santos y cargó las alforjas sobre la mula.

– Parece que se acercan. ¡Vámonos!

Subió a su caballo, cargó a la grupa al pequeño Miguel y le tendió la mano a Valvanera para ayudarla a montar. La criada le miró con los ojos vidriosos.

– ¡Capitán! ¡Os lo ruego! Dejad que vuelva a buscarlas.

Don Lorenzo no contestó, se giró hacia Juan de los Santos y señaló el estribo que había dejado libre para la criada.

– Súbela, que sujete bien al niño.

Valvanera montó detrás de Miguel y continuó suplicando y reprimiendo las ganas de llorar.

– ¡Capitán! ¡Por favor! Yo sabría esconderme entre los mexicas. Tengo que encontrarlas.

El capitán espoleó al caballo y salió a media rienda, ocultó su cara bajo el yelmo y contestó sin mirar hacia atrás.

– Ya viste cómo estaba el palacio, aunque las llamas se hubieran apagado no podríamos hacer nada por ellas, los mexicas lo habrán tomado ya. Créeme, no hay nada que podamos hacer.

Don Lorenzo pensó en los barcos que dejaron en Veracruz. Volver. Olvidar el horror y educar a su hijo lejos de las batallas. Buscar en su tierra roja las raíces de las que huyó, en un tiempo en el que la vida parecía una aventura. Regresar al sabor del vino, al pan, al aceite. Olvidar corazones que laten en las manos.

Valvanera lloraba en la grupa abrazada al pequeño Miguel. El capitán recordó las lágrimas de la princesa cuando murió doña Mencía, sus golpes contra el suelo. Apretó las riendas hasta clavarse las uñas en las palmas. No debió ordenarles que fueran al palacio. El sabor del pan con aceite. Debió permitir que corrieran hacia la calzada junto a los demás indios, algunos consiguieron sobrevivir. Su silueta debajo de la túnica. Caracoles con chile. El olor del vino y de la tierra roja. Parecía una gitanilla con los dos niños en jarras. Volver a contemplar las cepas y los olivos desde la choza de los aparceros. El desorden de su pelo. El mercado. Los alfareros que enseñan a mentir al barro. Don Lorenzo se quitó el yelmo y buscó el aire inclinando la cabeza hacia atrás, estaba a punto de amanecer. Llovía.

3

Cuando los mexicas dejaron de perseguirles, los supervivientes se dirigieron a Cholula para restablecerse del cansancio y de las heridas. Durante las acampadas, Valvanera se encargaba de cuidar de la mula de Juan de los Santos, le quitaba las alforjas y controlaba que no se hubiera clavado alguna piedra en sus cascos. En uno de los campamentos, el animal casi le rompe el hombro de una coz. Se acercó cuando olfateaba los restos de unas mazorcas de maíz, y del montón de panochas surgió una salamandra que estuvo a punto de acabar en sus hocicos. Valvanera la tranquilizó, pero tuvo que llevar el brazo en cabestrillo durante más de quince días. Juan de los Santos la cuidó como si fuera una niña, a pesar de que aún le dolían sus propias heridas. Mientras tanto, don Lorenzo se ocupó de su hijo hasta que llegaron a la fortaleza.

Daba lástima mirar al capitán, atendía al pequeño con el pensamiento puesto en lo que debió hacer y no hizo. Casi no hablaba con ellos, únicamente se dirigía al pequeño Miguel, le susurraba palabras cariñosas en nahuatl mientras le dormía o cuando le daba la comida. Siempre que hacían un alto en el camino, se quedaba apartado del resto, mirando la Luna como si quisiera encontrar en ella el sosiego que le faltaba desde que abandonó el palacio en llamas.

A veces, Juan de los Santos intentaba distraerle con los chismes que circulaban entre los soldados, pero el capitán contestaba con monosílabos hasta que Valvanera pedía al mozo de espuela que le dejara en paz con sus charlas.

Nunca imaginó que ella sobreviviría a la princesa, pero tampoco imaginó que muchas de las lágrimas que iban a verterse las disimularían aquellos ojos. Lágrimas secas que encontraban su camino en el nudo que se adivinaba en su garganta.

Todos y cada uno lloraban a doña Aurora. Sin embargo, en la fortaleza de Cholula les esperaba una sorpresa con la que soñaba Valvanera desde que huyeron de Tenochtitlan. En la confusión del incendio, algunas mujeres consiguieron escapar con sus hijos por el embarcadero y rodear la laguna hasta más allá de la calzada, se encontraban en la fortaleza desde hacía unos días. Juan de los Santos les trajo la noticia cuando se disponían a cruzar la muralla.

– Creo que algunas consiguieron salvar a los niños. Otras murieron atravesando el Popocatepetl. Quizá doña Aurora y la pequeña María hayan tenido suerte.

Valvanera miró al capitán, temblaba tanto que parecía que iba a caerse, sus pies sujetaban a duras penas el cuerpo más alto que jamás había visto la esclava. Don Lorenzo subió al caballo sin decir una palabra, atravesó al galope las murallas de Cholula y desapareció.

El pequeño Miguel se quedó sentado en el suelo, Valvanera lo abrazó mientras buscaba llorando la mano de Juan de los Santos. Hay llantos que guardan la alegría mezclada con el miedo. Ninguno de los tres atravesó las puertas de la fortaleza, la criada se resistió a cruzarlas hasta que sus lágrimas justificaran sus esperanzas.

4

Don Lorenzo se dirigió directamente hacia las casas de la muralla. Antes de llegar a la que había ocupado doña Aurora con Valvanera y con doña Mencía hacía casi ocho meses, se bajó del caballo para recorrer los últimos metros a pie. Parecía que el corazón le iba a estallar, sentía los latidos en las sienes como pedradas lanzadas desde su interior. La garganta se le había secado y dudaba de poder pronunciar una palabra. La angustia. La desesperación. El rechazo a chocar con la casa vacía, a volver a perderla sin haberla encontrado. Sus manos sudaban. El miedo.

Las puertas de las casas de la muralla se llenaban de miradas curiosas, las mujeres salían a la calle esperando que se detuviera en la puerta donde tantas veces le vieron entrar. Una de ellas sujetó las bridas señalando con el mentón la casa de la princesa.

– ¡Corred! Hace días que os espera. Yo me encargaré de la niña.

Si hubiera podido sentir el olor de la arena del mar, aquella espalda donde hundió su cara le habría impregnado, aquella cabeza estrellada contra su pecho le habría devuelto el recuerdo de otro aroma, suave y penetrante, íntimo, capaz de confundir sus sentidos hasta más allá de la cordura, un olor luminoso, desprendido y radiante, un olor que se derramaba exclusivamente para él.

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