Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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– ¡Cazador cazado!

El hombre de negro pasó de largo y se volvió hacia él exagerando una reverencia con la capa. Sonreía al hablar, descubriendo sus dientes amarillentos en una mueca que Juan de los Santos no podría olvidar.

– Los que duermen con brujas también arden en la hoguera.

Se marchó inclinando la cabeza, dejando en el aire el olor de las amenazas que pueden llegar a cumplirse.

Volvió a verlo merodear entre los pasajeros y los marineros, asaltando con su presencia a las Chiquillas y a los hijos de los Vizcondes de la Isla de la Rosa, pero no escuchó otra vez aquella voz hasta que una mañana le sorprendió cuando se dirigía a doña Aurora. Su sonrisa amarilla se había transformado en un esfuerzo por disimular interés por la princesa.

– Estáis muy hermosa con ese vestido. Impresionaréis a los paisanos allá donde vayáis. ¿Os quedaréis en Sevilla? ¿O seguiréis camino hacia otra parte?

Juan de los Santos se adelantó a la respuesta de doña Aurora. Se tragó las palabras que hubiera deseado decirle y forzó una sonrisa mayor que la de él.

– Estaríamos encantados de que viniera a visitarnos, pero todavía no sabemos adónde nos dirigimos. Si me decís vuestra dirección, le haremos llegar la nuestra cuando estemos instalados.

El comerciante de paños volvió a exagerar una reverencia, primero a doña Aurora y después al mozo de espuela, su rostro recuperó la mueca del que oculta una promesa en sus palabras.

– Aceptaré vuestra invitación gustosamente. Volveremos a vernos.

Al cabo de unos días, los gritos del vigía, y su brazo extendido señalando a estribor, lanzaron a todos los pasajeros hacia la borda.

– ¡Tierra! ¡Tierra a la vista!

La desembocadura del Guadalquivir se dibujaba poco a poco para los ojos de la tripulación, acostumbrados a distinguirla en la lejanía.

– ¡Sanlúcar de Barrameda! ¡Allá vamos!

Sin embargo, la mayoría de los pasajeros buscaba sin resultado una fractura en la línea divisoria que separaba el cielo del mar, el único paisaje que habían visto desde hacía casi dos meses.

– ¡No la veo!

– ¿Dónde?

– ¡No veo nada!

Doña Aurora se precipitó a la barandilla con el pequeño Miguel de la mano. Sus pies, aprisionados en los botines, no dejaban de moverse. Don Lorenzo se acercó hasta ellos y contempló el horizonte, enorme y azul. Levantó al niño en los brazos y susurró al oído de la princesa.

– Te regalo la primera mancha de tierra que veas.

Doña Aurora retiró la cabeza y señaló hacia el este. Una sombra grisácea se adivinaba sobre las aguas. El capitán apoyó su barbilla contra el hombro de Miguel y sonrió.

– Tu madre es una tramposa, Miguelete, ya lo había visto.

Los tres reían a carcajadas cuando don Lorenzo divisó la figura negra del comerciante que les observaba desde el castillo de popa. Aquel hombre le ponía nervioso. La primera vez que lo vio, taladraba a doña Aurora con la mirada mientras cuchicheaba con un marinero. En ese momento le hubiera quitado a golpes las ganas de volver a mirarla, pero los marineros andaban inquietos por la muerte del calafate, y no quiso empeorar las cosas. Desde entonces, lo veía merodear entre la tripulación, a veces señalaba a la princesa disimuladamente y se tapaba la boca, urdiendo una tela que aprisionaba sus sueños y no le dejaba dormir. La duda entre dejar que las cosas siguieran su curso o intervenir hasta obligarle a contar lo que tramaba le mantenía despierto durante casi toda la noche.

Pensó en pedirle consejo a don Ramiro, él tenía que conocerlo de otros viajes, pero no quería molestarle con algo que quizá no tuviera importancia. Podría decirle a Juan de los Santos que lo vigilara, pero hubiera levantado las sospechas del comerciante y empeoraría la situación. Debería decirle a doña Aurora que tuviera cuidado, pero ignoraba de qué.

La incertidumbre le mordía. Sabía que a veces las decisiones se convierten en errores que no tienen remedio. Y no quería tener que lamentarse. La precipitación no es buena aconsejando. No quería volver a soportar el peso de la equivocación. Tenía que cuidar de ella, debía protegerla. No volver a cometer errores, no volver a caer en la trampa de las prisas. No fallarle otra vez. No volver a sentir su ausencia como una garra, como una boca abierta amenazando su estómago. El miedo. El recuerdo de la huida que se convirtió en un desgarro. Su sueño destrozado en la salida de Tenochtitlan. La pérdida.

2

Don Lorenzo se lamentaba reconstruyendo una y otra vez los pasos que le llevaron hasta perderla. No previó las consecuencias de desandar el camino que les habría facilitado la salida, y permitió que se hundiera en un desastre que cualquier soldado habría sido capaz de reconocer.

Retrocedieron, cuando la salvación estaba en marchar hacia el frente. No se arriesgó a cruzar la calzada. No vio que el peligro se encontraba si volvían hacia atrás, aunque la lucha les esperaba adelante.

Consiguió escapar y llegar a las puertas de Cholula, pero no encontraba la paz que le devolviera el sueño. Sus ojos se negaban a cerrarse desde la misma noche en que salió de la capital de los mexicas. La culpa. Y ahora no puede dormir.

Más de la mitad de los soldados cayeron en la batalla. El mayor desastre que don Lorenzo habría de presenciar. Siete mil personas intentando esconderse entre la niebla, conteniendo el aliento. Nadie reparó en que el silencio de siete mil almas se puede escuchar, a pesar de que no hablen una sola palabra.

Desde las terrazas y desde los templos llegaron los gritos de los mexicas arengando a los guerreros a perseguir a sus enemigos.

La noche anterior, don Lorenzo había subido a la habitación de doña Aurora para indicar a las mujeres el lugar que les correspondía en la retirada. Valvanera preparaba unos cestos donde guardaba las cosas que llevarían consigo. Al comprobar el volumen de los bultos, el capitán se dirigió a las mujeres en tono tajante.

– ¿Estáis locas? Esto no es una mudanza, salimos huyendo. ¡Deprisa! Bajad al jardín. No hay tiempo que perder.

La princesa intentó buscar algo entre los cestos, sujetaba a la espalda a la pequeña María, enrollada en una manta que anudaba en uno de sus hombros. El capitán se colocó frente a ella y la empujó hacia la puerta.

– No hay tiempo, doña Aurora, la vida vale más que cualquier cosa que haya en el cesto.

La princesa inició la huida como el resto de la Coalición, en silencio absoluto. De puntillas. Comenzaba a caer una lluvia fina que les calaba sin que se dieran cuenta. Apenas habían atravesado los primeros canales cuando se escuchó el grito de una mujer asomada a una terraza.

En sólo unos minutos, los canales se llenaron de barcas protegidas por escudos. Al final del camino empedrado, miles de guerreros esperaban a los españoles para cortarles la retirada.

Juan de los Santos corría llevando de la mano a Valvanera, que cargaba al niño a la espalda; la princesa llevaba a la pequeña María, intentando protegerla de la lluvia de flechas. El capitán las cubrió con su escudo y se volvió a su mozo.

– ¡Llévatelos al palacio! Volveré a buscaros con un pelotón.

Cuando la huida se convirtió en desbandada, volvió a recogerlos con cincuenta soldados. Valvanera y Juan de los Santos les salieron al encuentro con el pequeño Miguel. La criada lloraba.

– ¡No encontramos a mi señora! Subió a la habitación para buscar su besador. Hay fuego por todos lados. La pequeña María iba con ella.

Cincuenta hombres buscaron a la princesa hasta que la prudencia les obligó a abandonar lo que quedaba del palacio. En su camino de vuelta a la calzada, se cruzaron con numerosos soldados que buscaban el refugio que ellos acababan de abandonar. Don Lorenzo les conminaba a dar la vuelta sin que sus advertencias sirvieran de nada.

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