Nativel Preciado - Camino de hierro

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La soledad y el dolor amargan la vida de Paula desde la marcha inesperada e inexplicable de su amadísimo esposo Lucas, su cómplice y su maestro, con quien había planeado una existencia de plenitud y de gozo en la que encarar el otoño de sus vidas. Ahora sólo quedan el vacío y el desánimo, la desolación de una ausencia incomprensible. Paula lucha por sobreponerse y viaja a León, el escenario de su infancia, para recuperar la memoria de su abuelo Román, condenado en un juicio inicuo y asesinado tras la Guerra Civil, en la feroz represión desatada por los vencedores contra los “enemigos de España”. En León, Paula reencontrará su propio pasado, el de su familia destrozada, y el pasado colectivo de una tierra asolada por el odio cainita. El reencuentro con sus parientes le permitirá recuperar los papeles con los que reconstruir los últimos días del abuelo Román, un hombre bueno destruido en ese “tiempo de canallas”. Es una novela descarnada, sin concesiones, pero llena también de emoción y ternura, y que gira en torno a dos temas esenciales y universales: la muerte y la memoria. Es también una novela valiente, con la pretensión de ser un canto al ser humano y lo más sublime de su esencia, a su capacidad de sobreponerse a la desgracia y de enfrentar el conocimiento de sí mismo.

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– Quiero que sepas la verdad.

Y entonces me contó una historia llena de tristeza y desolación.

Su padre se quedó huérfano siendo muy niño y a su único hermano le nombraron su tutor para que administrara la parte de la herencia que le correspondía hasta que cumpliese la mayoría de edad. Pertenecía a una familia de latifundistas con muchas propiedades en el pueblo, pero tenían la mala costumbre de trabajar la tierra como si fueran pobres de solemnidad. Se levantaban antes del amanecer para ir al campo y volvían cuando ya era de noche. Así todas las estaciones del año. Como su padre no quería trabajar en el campo, le metieron en un seminario, que era el destino de la mayoría de los chavales de la época. Tampoco resistió aquella vida monacal y decidió negociar con su hermano para que le dejase ir a la ciudad a estudiar en la universidad. El hermano le permitió interrumpir sus estudios religiosos a cambio del grueso de la herencia, pero nunca accedería a sufragarle los gastos de una carrera. O trabajaba en el campo o se quedaba en el seminario, pero nada de irse de señorito a la capital. Su padre prefirió quedarse sin un duro con tal de huir de semejante destino y con el poco dinero que pudo reunir alquiló un cuartucho en una casa de huéspedes y se instaló en León. Quería ser médico o, en su defecto, veterinario, pero su hermano dejó de enviarle dinero y tuvo que ganarse la vida dando clases de latín y matemáticas. El único título que pudo permitirse fue el de agente comercial. Y le decía a su hijo Rodrigo: «Benditas clases de contabilidad, porque gracias a ellas conocí a tu madre».

En efecto, su madre fue una alumna de la que se enamoró locamente y con la que logró casarse. Se llamaba Casilda y se preparaba para llevar las cuentas de la farmacia de su padre, el negocio más floreciente de la ciudad, y con ese objetivo le dio clases el padre de Rodrigo. Tardó mucho tiempo en seducirla, porque era guapa, presumida, ambiciosa y quería prosperar, de manera que lo del agente comercial le parecía poca cosa. Cuentan que tuvo un par de novios acaudalados antes de dignarse a mirar a su padre.

– No hay mal que por bien no venga. Gracias a la guerra, conquisté a tu madre -le repetía a Rodrigo su padre.

Parece que su comportamiento fue considerado heroico por los mandos del ejército vencedor y le concedieron varias condecoraciones por méritos de guerra. Los otros pretendientes tuvieron la desdicha de elegir el bando republicano y, como el abuelo de Rodrigo, el farmacéutico, era un falangista confeso, su hija, que debía de tener complejo de Electra, abandonó a los rojos y se dejó seducir por el agente comercial.

El padre se casó con un uniforme repleto de medallas y, para abreviar el cuento, continuó la carrera militar con la suficiente fortuna como para complacer todos los antojos de su caprichosa esposa pero, a pesar de ello, la mujer nunca llegó a quererle y dicen que le dio mala vida.

En ese punto interrumpí el monólogo para reiterar mi pregunta.

– ¿Tuvo algo que ver en aquel momento con la muerte de mi abuelo?

– ¿De dónde has sacado esa idea? -me preguntó molesto.

– Es un presentimiento.

– No, por suerte para mí, creo que no.

– ¿Lo crees o lo sabes? Dime la verdad, Rodrigo.

Repitió el gesto de cubrirse la cara con las manos. Después se atusó el pelo, se sujetó el cuello, echó la cabeza hacia atrás para aliviar la tensión y continuó el relato.

– Esto es lo que yo sabía de mis padres hasta que murió mi madre, Casilda. El mismo día que la enterramos, mi padre, Remigio Ordóñez, deshecho en lágrimas y roto de dolor, tuvo la valentía de contarme toda la verdad sobre nuestras penosas vidas. Tú eres la primera persona con quien la comparto.

– ¿Y por qué yo? Apenas me conoces -le dije intimidada por la responsabilidad de ser elegida como depositaría de su gran secreto.

– Déjame, tengo un presentimiento. Ya te he dicho que necesito hablar contigo.

Y continuó con sus embarazosas confidencias.

– Volvimos tristes y agotados del cementerio. Cuando despedimos a todos, ya a solas, nos sentamos en dos sillas, uno frente al otro, alrededor de la mesa del comedor. «Esa mujer, Casilda, mi esposa, de la que seguiré enamorado lo que me reste de vida, no era tu madre», me soltó mi padre a bocajarro, sin darme tiempo a reaccionar. «Como lo oyes. Ni ella era tu madre, ni yo soy tu padre. Verás, Rodrigo, es una triste historia y, antes de continuar, tengo que pedirte perdón y decirte que a un hijo de mi propia sangre no le hubiera querido más de lo que te quiero a ti. Los numerosos errores que he cometido a lo largo de mi vida han sido todos por amor, pero, a pesar de ello, tengo remordimientos. Mi vida se divide en dos partes. En la primera, todo es limpio y auténtico. No hice nada de lo cual deba avergonzarme ni arrepentirme. Abandoné a mi familia y renuncié a mi fortuna por el deseo de llevar una vida más noble que la de aquellos que sólo querían acumular tierras y más tierras. No les juzgo, pero no les entiendo. Yo tenía otras pretensiones… El segundo acto empieza el día que conocí a Casilda, a la que considerabas tu verdadera madre hasta este momento. Por ella cometí grandes locuras y por complacerla me hubiera tirado desde lo alto de la catedral. No es bueno sentir una pasión desenfrenada. Quiero que me perdones tú antes que Dios, porque lo que te voy a contar puede causarte un daño irreparable, pero no me quiero morir sin descargar mi conciencia. Un hombre tiene que enfrentarse con la verdad aunque le duela. Créeme que lo siento, pero estoy convencido de que acabarás por enterarte y prefiero ser yo quien te lo cuente».

Me estaba muriendo de ansiedad. No podía soportar ni un segundo más tanto misterio.

– Yo le dije a mi padre, al cual, a pesar de todo, siempre consideré mi padre: «Cuéntame lo que me tengas que contar». «No es fácil decirte, hijo mío, que yo no he matado a nadie, aunque me atribuí los fusilamientos para hacer méritos. Me sentía un pobre hombre a los ojos de tu madre y no encontré otro modo de hacerme valer y llamar su atención. ¡Y vaya si fueron eficaces mis mentiras! Me proporcionaron honores y medallas, la esposa que quería y el hijo que, de otro modo, me hubiera sido imposible tener».

– ¿Eres hijo único? -pregunté a Rodrigo.

– Creo que sí.

– ¿Cómo que lo crees? ¿No sabes si tienes más hermanos o eres hijo único?

– Déjame terminar…

Asistía atónita a una penosa confesión que no estaba segura de querer escuchar. Pero Rodrigo era imparable.

– Necesito tomar algo caliente -le dije para rebajar la tensión.

– Sí, claro, lo había olvidado.

– Algo como… un dry martini -se me antojó de pronto.

– No es una bebida precisamente caliente.

– No me importa. Quiero un dry martini. ¿Qué tal lo harán aquí? -le pregunté.

– Supongo que bien.

Hacía años que no me tomaba un cóctel, y menos con el estómago vacío. Mientras Rodrigo se levantó para llamar a un camarero, le observé caminar, encorvado, arrastrando los pies, como si hubiera envejecido un lustro desde que había iniciado su confesión. Se echó de nuevo una mano a la nuca. Su emoción iba en aumento. Estaba realizando un gran esfuerzo para contarme aquella historia devastadora. Era evidente que algún hilo invisible nos unía; de lo contrario no me hubiera elegido como su confidente. Tal vez por eso la intuición me había llevado a preguntarle si su padre había tenido algo que ver con la cárcel de San Marcos y con la muerte de mi abuelo. A nada me había respondido rotundamente. «No, por suerte para mí, creo que no…». ¿A qué se referiría? En realidad, mi abuelo era el padre de su suegra, algo tenía que ver con su ex mujer y, sobre todo, con sus hijos. Cuando hablaba de la suerte, creo que se refería sólo a mí. Si hubiera sido el delator de mi abuelo, el que dictó la sentencia de muerte, el que disparó el tiro de gracia -si es que lo hubo, porque a algunos les dejaron con vida después del fusilamiento-, en definitiva, el verdugo de mi abuelo Román, creo que no le hablaría nunca más. Sé que no tiene la culpa, que ninguno de nosotros somos culpables de aquella masacre. Pobre Rodrigo, parecía un buen hombre, aunque herido por la historia de un padre atormentado.

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