– Aquí ya no hay nada más que ver -remató mi tía muy resuelta.
Se desprendió de mi brazo y dio media vuelta. Se encaminó hacia er coche con las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Yo no quería marcharme todavía, pero no me atrevía a pedir a mi tía que se quedase.
– ¿Nos dará tiempo a pasar por la casa de la calle Astorga? -le pregunté.
– Si nos pilla de paso… ¿Para qué quieres ir?
– Para ver la casa familiar -le contesté sin demasiada convicción. Quizá para imaginar la última mirada de mi abuelo en libertad.
– Como quieras, hija, pero vámonos ya.
– Y también quiero ir a Pola de Luna un día de éstos.
– Pues irás tú sola. Yo no te acompaño, desde luego. No se me ha perdido nada por allí.
Ya me ha dicho que no me lo piensa contar, pero, por algún motivo que desconozco, Pola de Luna le trae malos recuerdos. Es muy terca y es inútil preguntarle. Volvió a soplar un viento desapacible. Eran las cinco y media de la tarde y ya se habían encendido las farolas. Atravesamos de nuevo la explanada y mi tía se metió apresuradamente en el coche.
No pronunció palabra durante el trayecto. Sólo me pidió que quitase la música. Era un fado y le parecía demasiado triste.
Viver vida sera ter esperança.
Viver morte sem morrer.
Ver muns olhos de criança.
A vontade de crescer.
– ¿Sabes si todavía vive alguno de los que mataron al abuelo? -le pregunté a bocajarro.
– Que yo sepa, sólo el delator, al que le fueron las monjas con el chivatazo. Era un falangista que trabajaba en la compañía.
– ¿En qué compañía?
– En la misma en la que trabajaba el abuelo. En la de los Caminos de Hierro del Norte, ahí abajo, en la estación…
– ¿Le conoces?
– Sólo de vista. Es un cabrón. Por cierto, era muy amigo del padre de Rodrigo. Se llama Valeriano del Valle y, según contaban, también estuvo en el pelotón de fusilamiento. Tiene cáncer. Se está muriendo. El otro día me encontré a Agustina y me lo dijo.
En aquella tarde fría y solitaria me senté en el crucero de la plaza a contemplar la fachada de San Marcos. Quedaba poca gente en la calle. Estaba a punto de anochecer y el cielo enrojecía por poniente. Soplaba un viento fresco, pero iba bien abrigada y podía permanecer un buen rato a la intemperie sin pasar frío. Me sentía cómoda con mi bufanda de vicuña color cereza, un enorme jersey de lana gris que casi no dejaba ver la falda larga, muy amplia, y mis cálidas botas negras. Me envolví en la suavidad de la bufanda y, mientras se oía el tañido de las campanas de la iglesia, fui consciente de que no tenía ni idea de cómo empezar a escribir la historia de mi abuelo. Quizá fuera el momento de darme por vencida. Entonces pensé en los versos de Salinas:
Lo que nos queda palpita
en lo mismo que nos damos.
(…)
¡Darte, darte, darnos, darse!
No cerrar nunca las manos.
No se agotarán las dichas,
ni los besos, ni los años,
si no las cierras. ¿No sientes
la gran riqueza de dar?
La vida
nos la ganamos siempre,
entregándome, entregándote.
Al recordarlos, me puse mucho peor. ¿A quién podía entregarme en tan penoso estado? La gente se harta de prestarte el hombro. Te dan un plazo para llorar. El que cada uno estime oportuno, pero no se puede rebasar, porque si lo haces, te abandonan. Un duelo dura un tiempo determinado, no debe prolongarse más allá de lo razonable. ¿Y qué es lo razonable?, me pregunto. Ahora te obligan a superar la tristeza con muchas prisas. Da igual que estés afligida por la muerte de tu padre, una enfermedad, un divorcio, una traición, una infidelidad o porque te den pena los inmigrantes africanos. No se puede estar triste ni entregarse a la desdicha. La gente huirá de ti o te recordará la cantidad de métodos que existen para combatir cualquier clase de fatalidad: medicinas, psicoterapia, consejeros espirituales, gurús, libros de autoayuda, cursillos en vídeo, clases de yoga, balnearios, páginas de Internet… Te conminan a pedir ayuda a un profesional, porque tú sola no eres capaz de salir del agujero. Se convierte casi en un desafío.
Te dicen al principio: «No creas que estás dejada de la mano de Dios. Todo lo contrario. Sólo que los comienzos son duros, muy duros, no te lo negamos. Tu sentir es real, tu problema es real, pero puedes acelerar el proceso de curación. Obliga a tu mente a distraerse. No hay nada peor que estar a solas todo el día con tus pensamientos. No te exijas demasiado, no aguantes más de lo que puedas, no hagas nada que te incomode en exceso y, sobre todo, no estés sola. Usa y abusa de los que te queremos».
Al cabo de un tiempo te apremian: cualquier cosa menos seguir penando. «Oye, querida, no te obsesiones más. Supéralo. Tienes que recuperarte cuanto antes. Se acabó. Pasa página».
Creen que la tristeza o el dolor de una ausencia es una dolencia voluntaria. Juro por lo más querido que no disfruto sufriendo. Me enfurece que traten de resolver las crisis con apoyo sanitario. Siempre he huido del dogmatismo psicoanalítico. Cuando padeces tu personal e intransferible desconsuelo, resulta insoportable que lo clasifiquen dentro de una patología clínica. Imploro que me dejen transitar a mi modo por este camino. Cada duelo es único. Que nadie toque mi alma. ¿Y si necesito más tiempo para vencer el sufrimiento? Desconfío de la ciencia. No puede arreglarlo todo. Mis autores preferidos son más bien calamitosos, y sus libros, también. Siento hacia ellos una gratitud inmensa, porque me acompañan en los días tristes y me ayudan a fortalecer el ánimo. Siempre son dignos de ser releídos. Los escondo y los aparto del resto para que nadie los vea y me sometan a un interrogatorio por las marcas que les voy dejando.
Piensa cuánto bien comporta una muerte oportuna, a cuántos ha perjudicado el haber vivido demasiado tiempo (…) El fuego, cuanto más claro brilló, más pronto se extingue… Así también los espíritus cuanto más brillantes, más breves son, pues, cuando no hay lugar para el incremento, el ocaso está próximo.
Sugestivas palabras de Séneca cuando la nostalgia te oprime el corazón. Desde el silencio y la soledad se entiende mejor esa mezcla de dolor, amor y principios que atesoran los buenos libros. Son auténticas joyas literarias, como Paradero desconocido, de Kressmann Taylor, la estremecedora denuncia contra el nazismo. Muy deteriorado por el uso, releo la primera edición de Pentimento, los maravillosos recuerdos de Lilian Hellman, y Las manos de Jacob, esa preciosa fábula terapéutica de Aldous Huxley y Christopher Isherwood. Hay narraciones autobiográficas, testimoniales, breves, profundas e intensas que actúan como un bálsamo en momentos de vacío, soledad, impotencia y sufrimiento como los que yo tengo. Así me curo las heridas y me alimento el espíritu. No quiero recurrir a profesionales sanitarios o a charlatanes de feria para reconciliarme conmigo misma. Necesito lentitud y sosiego para afrontar este momento inseguro y vacilante de mi vida. No tengo más remedio que enfrentarme a la tragedia, pero no quiero precipitar la huida con atajos espirituales. Sólo así me haré fuerte para no llegar despavorida a la muerte.
Aún me quedan ánimos para pensar en la felicidad, una palabra tan insinuante como imprecisa. Se trata de una reflexión muy sencilla. Hay un nuevo tipo de discriminación que culpabiliza a los que no estamos en plenitud de facultades físicas y psicológicas. Hemos pasado de la felicidad como derecho a la felicidad como imperativo, pero el sueño de la felicidad está siempre amenazado de pesadillas. En esta época se impone estar en buena forma física y mental, tener bien alta la autoestima e incluso un ego robusto y bien alimentado.
Читать дальше