Albert Espinosa - Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven

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Para Dani, la vida de repente deja de tener sentido. Tiene cuarenta años, amaba a “ella”, su pareja, y con ella planeaban tener un niño. Se llamaría Izan, las paredes de su habitación estarían llenas de estrellas, y su llegada sería señal de eterna felicidad. Pero “ella” hace las maletas y se va. Al mismo tiempo, Dani recibe una llamada a la que se aferra como si ahora eso fuera lo único que puede hacer en esta vida.
Dani es un buscador de niños perdidos, y esta vez debe viajar a Capri para cumplir su misión. Justamente Capri, el escenario de su descubrimiento, el lugar en donde, gracias a dos personas extraordinarias, tuvo lugar su verdadera iniciación en esta, su vida que ahora se pierde en un incierto recorrido. Junto con Dani, el lector se reencuentra con dos personas queno olvidará. Un anciano que le descubrió el significado de las cosas, un viajero que le transmitió un saber excepcional. Ambos salvaron su vida, la de un chico que había perdido a sus padres, librado a su albedrío.
Un viaje hacia una sensibilidad nueva, distinta; ese modo único de ver y leer la vida de Albert Espinosa: amor, vida, muerte y enfermedad. Soledad y amistad -también la maravillosa amistad que puede establecerse entre quien está a punto de dejar esta vida y quien acaba de llegar a ella-, y esa obligación de ser felices que, una vez más, este dotado escritor nos transmite con su talento inusual.

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Creo que solté unos doscientos ganchos y poco a poco me fui sintiendo mejor, y aunque cada vez sacudía con más fuerza… notaba cómo aquel saco extraño absorbía toda mi rabia y me devolvía placer y bienestar.

Rabia absorbida.

Ojalá ahora tuviera el saco, necesitaba extraer tanta rabia, tantos problemas…

10

Los pañuelos rojos Ocultan los morados

Ojalá lo tuviera… El de seguridad me llamó.

Yo sonreí aliviado. Creo que debía de ser la primera persona que se alegraba de que le llamaran la atención en un aeropuerto.

– ¿Es suya esta maleta?

– Sí -dije esperanzado.

– Lleva algo que no está permitido -afirmó.

– ¿De veras? -respondí haciéndome el sorprendido.

No sé por qué, pero me gustó hacer un poco de teatro en ese instante.

Comenzó a abrir mi maleta. Yo seguía feliz, deseaba tanto librarme de ese olor…

– ¿De qué se ríe? -me preguntó el hombre uniformado un tanto escamado.

– De nada -repliqué-. Cosas mías.

Metió sus manos sin ninguna consideración dentro de mi maleta y comenzó a revolver toda la ropa sin compasión.

Yo respiré tranquilo. Si lo confiscaba, podría centrarme. Necesitaba equilibrarme…

Aunque igualmente aquello era duro… Perder aquel olor, era como perderla por segunda vez.

Instintivamente, mientras él rebuscaba en mi maleta, yo busqué en mi móvil… Deseaba encontrar algún mensaje suyo, algo que me diera alas para creer que nuestra relación todavía podía salvarse…

Pero no había rastro de ella en mi móvil.

Sentí una punzada dentro de mí. Lo peor de las rupturas es que si no hay ningún signo de remordimiento en la hora posterior, todo se ha acabado. Si lo hay, quizá se pueda solucionar.

– No puede llevar esto.

Sus dedos extrajeron de la maleta mi faro plateado que acababa en monóculo. Aquélla era mi posesión más preciada.

Esperé que sacara algo más de la maleta. Pero seguidamente la cerró. Era imposible que no hubiera visto ese frasco repleto de su perfume.

Es increíble cómo los pañuelos rojos pueden ocultar los morados.

Aquel hombre seguía con mi faro metálico en las manos y me miraba con tal rabia que parecía que hubiera encontrado un revólver con empuñadura de nácar.

– Es un faro junto a un monóculo, es inofensivo -le expliqué-. Ninguna de las dos cosas sirve ni para matar ni para herir.

– Si le quita el monóculo puede ser punzante -dijo tocando un extremo.

– Y si le pone muchas balas dentro podría llegar a convertirse en una metralleta… -respondí agobiado.

Él me miró con cara de pocos amigos, creo que no había entendido la ironía; lo peor que puedes hacer con ese tipo de gente es burlarte de ellos. Porque entonces sale su yo más cabrón.

– Voy a tener que confiscárselo -dijo con un tono que mezclaba autoridad y muy mala leche.

Al escuchar eso, al pensar que podía perderlo, salió mi yo más fiero. El bipolar que casi todos llevamos dentro. Y es que cuando me enfado pierdo el control; es como si algo en mí se activara y no se pudiera desactivar si no digo todo lo que pienso.

Me activan las injusticias, el dolor ajeno, el dolor propio, las humillaciones y la incomprensión.

Y cuando me activo, mis ojos adquieren una intensidad que parece que sea capaz de cometer una auténtica locura. Mis palabras suben uno o dos tonos y siento que no me tranquilizo hasta sacarlo todo.

No consigo casi nunca mi objetivo cuando estoy en ese estado, pero al menos me desfogo.

Sé que lo podría corregir, pero creo que forma parte de mi carácter y me equilibra.

Así que comencé a perder el control. Empecé a vociferar a aquel tipo, a intentar darle a entender que aquel faro acabado en monóculo era un regalo que no podía perder en la vida. Le relaté que era algo que siempre llevaba encima, que me daba seguridad y que no podía desprenderme de él por nada en el mundo… Todo esto dicho con los peores modos posibles y añadiendo insultos y tacos.

Os he de confesar que esas palabras ya no las decía yo, sino el chaval de diez años, el que estuvo pendiente de aquel hombre durante su operación y que obtuvo muchas recompensas emocionales y una material en forma de faro metálico. Fue su último regalo. Y yo le prometí que jamás lo perdería y que siempre lo cuidaría.

Y es que aquellas últimas horas junto al Sr. Martín forman parte ya de mi ADN… Del enano que fui y al que por una vez alguien decidió tratar como un adulto.

Siempre he creído que en la vida hay personas que te alimentan, que te quieren y que necesitas de tal manera que cuando los pierdes nadie puede llenar ese vacío.

Perder a mis padres tan joven me privó de esas llamadas sin sentido que sólo querrían saber sobre mí, sobre mi mundo y mis pequeñas cosas.

Cuando la madre de ella la llamaba y le preguntaba cómo estaba o si tenía el abrigo preparado porque llegaba el invierno… Yo sentía tanta envidia…

Desearía que existiese una persona así en mi mundo… Una madre o un padre que me llamase para preguntarme si iré a comer ese domingo, si estoy bien, si soy feliz, si tengo suficientes calcetines, si ahorro, si estoy convencido de estar con esa chica, si voy a tener niños con ella, y cuándo y cómo los educaré.

Mis padres se marcharon y esas preguntas ya nadie me las hizo. Mi hermano pudo haber cogido el relevo, pero no me habla desde hace casi una década…

Mis centímetros de más nos separaron. Aunque tampoco fueron sólo los centímetros, fue el estar o no estar orgulloso de quienes eran mis padres.

No entendió jamás que desear crecer no tuvo nada que ver con el orgullo, sino con una promesa que debía cumplir aunque aquellos con los que me comprometí ya no estaban a mi lado.

Y perder al Sr. Martín también me arrebató cosas… Porque con él se fue parte de mi infancia, de la creencia de que la muerte era aquello que le pasaba a otro y que ni remotamente tenía que ver conmigo. Qué equivocado estaba…

Seguía gritando al de seguridad y a la vez mi móvil sonaba… El padre de Capri estaba nervioso, su hijo me necesitaba y yo tan sólo podía pensar en el Sr. Martín y en recuperar mi faro…

Un niño perdido y un faro a punto de perderse…

11

Son parte de mí reflejos de mi mirada

Entré en la UVI lentamente y noté cómo todos se giraban ante mi pequeña presencia.

Tenía miedo, sabía que era su acompañante y debía estar con él, pero todo aquello me daba pánico. Tan sólo había entrado en aquel hospital para que me extrajeran las amígdalas, mi viaje teóricamente debía ser muy corto. La UVI no entraba en la ruta.

El resto de los enfermos ingresados allí no paraban de mirarme. Aunque en aquel momento la diferencia y el matiz entre enano y niño eran ínfimos, creo que presentían algo diferente en mí.

La enfermera que había venido a buscarme a la habitación iba delante de mí y yo la seguía como aquel a quien llevan ante la presencia de alguien que le busca con urgencia.

A partir de cierto instante, decidí bajar la mirada; ya no deseaba observar a ninguno de los habitantes de aquel lugar donde se mezclaban gritos, ronquidos y dolores silenciados.

La galería y la diversidad de estos tres tipos de sonidos me ponían los pelos de punta. Aún no había descubierto mi don, así que creo recordar que realmente me los ponían.

Llegamos al final de la sala y lo vi.

Parecía que hubiera envejecido cinco años, aunque tan sólo habían pasado cinco horas.

Tenía el torso al descubierto y estaba repleto de gasas que le daban un aire de marajá.

Además salían de él una decena de cables que partían de diversos sitios de su cuerpo y le extraían parte de sí mismo…

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