Me quedé sorprendido, no me esperaba en absoluto esa pregunta justo después de hablar de faros a los que se le acarician los lomos y maniquíes que bailan con vendedores al anochecer.
Ahora era él quien apretaba mi mano con fuerza. Con mucha fuerza…
– ¿Quieres, joven Dani? ¿Te atreves a escuchar un código que te producirá felicidad sin límites?
Antes de que pudiera decir que sí, la enfermera llegó y me comunicó que debía marcharme porque se había acabado la hora de visitas.
Protesté ligeramente. En aquel tiempo no era tan beligerante y, además, sabía que el Sr. Martín necesitaba descansar.
Mientras salía de aquella UVI con sus objetos preciados, temí que mi felicidad futura muriera con él… Que jamás me contara ese código y yo estuviera siempre perdido…
Todo lo que antes había sido amor
– Abróchese el cinturón.
Aquella azafata que se preocupaba tanto por mi seguridad me apartó del recuerdo del hombre que poseía mi felicidad eterna.
Seguridad versus felicidad. En mi mano conservaba el faro de plata redondeado en forma de monóculo.
Aquella vez, mis súplicas habían conseguido el objetivo deseado; o quizá simplemente aquel guardia de seguridad había sentido empatía por mi historia porque también conoció a un Sr. Martín en su vida.
Lo que no logré fue desprenderme de su olor; después de aquella victoria no podía pedirle otro favor. Su fragancia estaba ahora encima de mi cabeza y podía percibirla.
Pensé que no perderla era una señal de que no era todavía el momento…
Apreté con fuerza el faro como en su día había apretado la mano del Sr. Martín.
Decidí que era hora de trabajar. Debía ocuparme de un niño desaparecido. En menos de dos horas, su padre querría hacerme un montón de preguntas y para eso antes yo necesitaba tener unas cuantas respuestas.
De camino a la pista de despegue, activé el correo electrónico de mi móvil y entró rápidamente el dossier que el padre me había enviado.
Sonreí. La tecnología todavía me fascina.
– Debe apagar el móvil.
Los policías disfrazados de azafata también me fascinan.
Yo necesitaba ver el rostro del niño desaparecido antes de despegar; me ayudaría mucho, pero aquella mujer no se apartaba de mí.
Quería ver su cara porque sabía que conectaría más con él. Siempre empatizaba con los chavales desaparecidos en cuanto les veía el rostro… Y es que entonces recordaba el mío propio cuando me fugué, y todo aquello me aportaba fuerza para la búsqueda.
Volví a pensar en la frase de George sobre perderse de pequeño para evitar perderse de mayor. En estos instantes de mi vida no estaba muy de acuerdo con aquella sentencia. Yo me había perdido de pequeño y ahora estaba totalmente perdido de mayor.
Apagué el móvil.
La azafata se marchó feliz tras su pequeña gran victoria.
Estábamos a punto de despegar. Inconscientemente, me palpé el bolsillo interior de mi americana. Siempre lo hacía antes de comenzar un viaje en coche, barco o avión.
Sentí alivio al notar el pequeño saquito negro donde llevaba mis dos anillos.
Uno era el de mi padre. Se lo quité el día del entierro. Jamás me lo había puesto. Mi padre se llama Mikel, en el anillo tan sólo quedaba grabado «mi», el «kel» se había borrado con los años.
Ese «mi» significaba muchas cosas… Mi padre, mi destino, mi anillo, mi fuerza… Mi…
Aunque yo todavía no era digno de él… Cuando él llevaba puesto el «mi», ese anillo hasta brillaba porque poseía una fuerza increíble…
El otro anillo que llevaba era el que ella me había regalado el día que me quiso al máximo. Sé que es difícil de creer que yo sepa cuál fue el día exacto que me quiso hasta el nivel más alto.
Pero os juro que cuando se acaba una relación, puedes llegar a saber cuál fue ese día. Lo notas… lo presientes…
Supongo que cuando recorres el trayecto, ver los altos y los bajos es imposible, pero cuando la carrera acaba puedes percibirlos claramente.
Sé que os debo todavía explicar mi relación. Os lo prometí. Debo hablaros de ella, de cómo la conocí, de cómo me cautivó, de cuántos errores cometí, del porqué los hice y de cómo ellos habían acabado con todo lo que antes había sido amor. Todo lo que antes había sido amor…
George me dijo una vez que es imposible entender una relación si no has visto a una pareja discutir, amarse y dormir junta.
Discutir, amar y dormir…
El avión despegó y apreté con fuerza los dos anillos; me daban la seguridad de que nada malo pasaría… Y es que desprendían la fuerza de las personas que más he amado…
Lamenté no haber visto la foto del chaval desaparecido, deseaba volver a mis días como niño perdido.
Tras el despegue, decidí cerrar los ojos, obviar el viaje y recordar un poco más mis días junto a George…
Aprender a caer antes que a caminar
Después de despegar, volví al instante en que el barco atracaba en Capri.
George cogió el saco de boxeo y se lo colocó en la espalda. Temí que su pierna ortopédica cediera ante el peso de aquel inmenso saco que yo había golpeado con tanta y tanta fuerza minutos antes.
– ¿Temes que me caiga al suelo? -dijo mientras bajaba una pasarela intransitable aunque no llevaras nada a cuestas.
– Un poco -contesté apartándome ligeramente de él para que no me aplastara si tropezaba.
– Nunca me he caído. No sufras. Antes de enseñarme a caminar con la pierna, me enseñaron a caer.
– ¿Antes a caer que a caminar? -indagué curioso.
– Sí, así perdí el miedo a las caídas. Y si pierdes el miedo a las caídas, caminas mejor y hasta puedes atreverte a correr.
»Todo en la vida debería ser así. Primero caerse y luego caminar.
Sonreí, me acerqué a él, quería que supiera que confiaba en sus andares.
– ¿Qué edad tenía cuando la perdió? -pregunté.
– La misma que tú cuando decidiste escaparte.
No se volvió, pero noté su media sonrisa plagada de ironía.
Me enfureció.
– No me he escapado. Ya se lo dije -insistí.
– Entonces… ¿qué ha pasado?
– Me he ido -afirmé con seguridad.
No preguntó nada más. Continuamos caminando en silencio durante treinta minutos.
Sufrimos cuestas imposibles, giros muy cerrados, largas calles… Él jamás varió el paso, siempre constante, siempre al mismo ritmo.
Llegamos finalmente delante de una pequeña casa blanquecina.
La puerta estaba abierta. No metió llave alguna.
Entramos, bajó el saco por una escalera que conducía a una planta inferior. Yo me quedé esperando en la puerta.
Dudé si marcharme. Fue tan sólo un pensamiento que surgió de quedarme sin su influjo.
Pero no lo hice, sabía que todavía debía aprender mucho de él. Además, no puedo negaros que no deseaba estar solo.
Volvió a los pocos segundos, caminaba igual de rápido que cuando portaba el saco.
Nos dirigimos hacia el centro de la casa. O lo que a mí me pareció su centro de gravedad. Toda la vivienda estaba muy oscura.
Él abrió las ventanas principales de la casa y apareció un increíble balcón de la nada. Me había confundido; ése era el verdadero centro.
Salí a la impresionante terraza y me fascinaron aquellas excelentes vistas que abarcaban casi toda la costa de Capri.
No me había percatado que al subir tantas cuestas nos habíamos situado en una elevación privilegiada.
A veces, en la vida pasa lo mismo: la dificultad de la pendiente te hace olvidar que no paras de progresar y subir.
Miré esa postal de Capri y en ese mismo instante me di cuenta de que era muy afortunado.
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