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A esta altura del desarrollo político argentino, las grandes coaliciones plurales que se fueron conformando y que hoy compiten –por lo menos, en los primeros tres lugares– para llegar a la presidencia de la Nación, tienen algún tipo de componente del peronismo. Estas alianzas también contienen elementos del pensamiento socialdemócrata y del liberalismo, de manera cruzada, y con comunes denominadores. Tales componentes le dan a este proceso electoral argentino características muy singulares.
Si bien es cierto que en un segmento de la opinión pública argentina predomina el convencimiento de que “la grieta” está más fuerte que nunca, que hay riesgo de una vuelta al populismo autoritario y que las posturas moderadas del kirchnerismo son simplemente propaganda electoral, lo cierto es que cuando se analizan las dinámicas de esas construcciones políticas y los cambios en el entorno doméstico e internacional, los denominadores comunes son más importantes que las diferencias.
Por supuesto que hay diferencias; son necesarias y le dan diversidad y atractivo al proceso electoral. Al observar las nomenclaturas elegidas –Frente de Todos, Juntos por el Cambio, Consenso Federal, Unite– notamos que todas hacen referencia directa o indirecta a la idea de consenso, a un destino común. En su discurso, todos reconocen, por ejemplo, la importancia de tener equilibrio fiscal, de generar empleo, de defender los derechos humanos. Incluso el Mercosur es considerado una política de Estado, más allá del debate generado en torno al Acuerdo de Asociación Estratégica Mercosur-Unión Europea; hay un proceso de modernización a mediano y largo plazo que la Argentina no puede desconocer y que genera una enorme oportunidad y desafío.
¿Somos todos peronistas? No. Pero hay líderes con pasado en el peronismo, o que se reconocen como peronistas, en casi toda la oferta electoral.
Pero muchos de los problemas políticos principales e institucionales de la Argentina que son previos al peronismo, e incluso al radicalismo y al socialismo. Uno de ellos, el principal default que tuvo el país, en 1890, previo a la aparición de esas tres grandes expresiones políticas nacionales. La Argentina tuvo golpes de Estado mucho antes de 1930; hubo dificultades políticas e institucionales –y enormes grietas– antes de la aparición del peronismo en la escena nacional, y mucho antes de que surgiera el kirchnerismo. Por eso, estas interpretaciones ahistóricas del presente de algún modo inhiben un análisis más objetivo y desapasionado e impiden ponderar en su real magnitud problemas estructurales que constituyen los verdaderos desafíos estratégicos que tenemos como sociedad, como el estancamiento secular que nos afecta y el flagelo de la inflación. Curiosamente, alimentamos la dinámica de la pelea: nos sentimos más cómodos en la diferencia que en el consenso . Y este es un dato muy importante de la realidad política argentina.
En el actual proceso electoral, parecen surgir dos coaliciones bastantes parejas en términos electorales, que pueden llegar a alternarse una con otra, y que deberían acordar políticas de Estado.
Las diferencias políticas entre ambas deben existir para alimentar el debate, no para anularlo. Ese es el gran desafío. Y el hecho de que detrás del actual proceso haya figuras como Alberto Fernández, Roberto Lavagna, Juan Manuel Urtubey, Miguel Ángel Pichetto, entre otras, podría contribuir a generar un entorno de diálogo, cooperación y acuerdos fundamentales. El hecho de poseer una identidad política común, que impregnó la cultura política argentina en su conjunto, facilita el uso de un lenguaje común: el debate debe ser sobre todo sobre políticas de Estado y objetivos estratégicos, aunque siempre son inevitables y hasta necesarios las intercambios en términos de ideas, valores e identidades.
¿Por qué este libro? La hipótesis principal es que la Argentina está atravesando una coyuntura crítica, y que de estas elecciones puede surgir una nueva matriz política. El país viene de un atraso muy grande en materia de crecimiento, de una década de estancamiento y de setenta años –o más– de decadencia. A eso se le suma una sociedad que se percibe dividida, una clase política que tiene una marcada incapacidad para resolver problemas sustanciales, y así, fracasan todos los gobiernos. Entonces, en este nuevo proceso electoral, ¿seguiremos repitiendo los errores del pasado o generaremos una manera diferente de encarar los viejos y nuevos problemas de esta frustrada nación?
Este libro pretende identificar los rastros iniciales de este potencial cambio que efectivamente se estaría gestando en el seno del sistema político y que puede mejorar la calidad de nuestra alicaída democracia gracias a la relativa paridad entre las principales fuerzas políticas y los consecuentes incentivos para establecer acuerdos perdurables. Es decir, se estaría empezando a articular un sistema con dos fuerzas preponderantes, amplias y diversas, que permitiría encarar mejor las reformas necesarias para desarrollarnos de manera equitativa y sustentable.
De partidos a coaliciones
En el comienzo de este ciclo democrático, el sistema político contaba con dos partidos que tenían un fuerte despliegue territorial: la Unión Cívica Radical (UCR) y el Partido Justicialista (PJ). Ambos alternaron el manejo del poder durante dos décadas. En ese contexto, otras fuerzas mediaron sin éxito, aunque participaron de manera decisiva en las coaliciones de gobierno, como fue la UCeDe aliada a Carlos Menem en la gestión de su gobierno, en los noventa, y más tarde, Domingo Cavallo en la administración de la Alianza que lideró Fernando de la Rúa, conformada por la UCR y el Frente País Solidario (FrePaSo). El fin de la convertibilidad y la crisis de 2001 dieron por terminado ese bipartidismo imperfecto.
De 2003 a 2015, el kirchnerismo capitalizó ese vacío, aunque no logró consolidar un sistema hegemónico por los límites que le impusieron parte de la sociedad y algunos sectores del viejo orden partidario residual. Finalmente, en 2015, Cambiemos (ahora, Juntos por el Cambio) fue una coalición que llegó al poder con un acuerdo entre “lo viejo” del sistema político –la UCR–, más la Coalición Cívica (CC) de Elisa Carrió, y “lo nuevo”, el PRO, que había adquirido experiencia de gestión en el gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, como veremos en este libro, Cambiemos nunca se conformó como una coalición de gobierno, a pesar de los éxitos electorales obtenidos.
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