Esto es así porque no existen sociedades con unidad absoluta de criterios. La política implica siempre arbitrar intereses contrapuestos. Esto se expresa más y mejor en los sistemas democráticos, mientras que en las dictaduras las disidencias suelen reprimirse al imperar los criterios y premisas de una clase, facción o actor predominante que no permiten a los demás actores expresar sus preferencias de manera orgánica y libre.
A través de las elecciones, entonces, no solo se construye la autoridad, sino que también se distribuye el poder en consonancia con esas diferencias. Así es como, por medio del voto popular, se decide quién gobierna, quién controla al que gobierna y, sobre todo, cuántos serán los que controlen.
En las urnas, la sociedad informa a la clase política sobre el peso relativo de la confianza que le otorga a cada una de las partes que participan en la contienda. Es un mensaje que no es consciente, pero es un mapa de preferencias, un balance de poder, que debe ser leído con mucha atención por quienes gobiernan y también por quienes votan. La noche de la elección da como resultado una postal acerca de cómo somos los argentinos, que si bien no es una imagen exhaustiva, permite al menos conocer cómo nos expresamos frente a determinada oferta electoral. Allí quedan plasmadas las principales demandas de los votantes.
Que una persona resulte ganadora, sin embargo, no implica que los votantes estén plenamente de acuerdo con sus propuestas. Muchas veces sucede que la oferta de candidatos no alcanza a satisfacer las demandas de la ciudadanía y cuando esto ocurre se dice que los votantes eligen “el mal menor”. Este escenario incluso está contemplado en la estrategia electoral de los postulantes. Por esta razón, es importante que tanto ganadores como perdedores realicen una lectura correcta del mensaje que están dando los votantes en las urnas, dado que allí se concentra una cantidad muy distinta de motivaciones y la interpretación de ese voto deberá ser cuidadosa para respetar al ciudadano en su decisión, que es efectivamente soberana. Una lectura errónea puede derivar en problemas importantes y en fallas a la hora de distribuir el poder.
En la Argentina ha ocurrido muchas veces que quienes resultaron ganadores de una elección minimizaron el peso relativo de ese mensaje y asumieron su mandato con la vocación de ejercer el poder de manera unilateral, como si se tratara de un nombramiento divino. Esto se debe a que la Constitución argentina otorga a nuestra institución presidencial una enorme cantidad de poder y recursos. El Poder Ejecutivo es el epicentro de la política argentina y tiene además de iniciativa parlamentaria, el poder de veto, por ejemplo.
Pero la propia naturaleza del poder hiperpresidencial puede poner en riesgo la gobernabilidad al concentrar demasiadas facultades en el presidente, en detrimento de los otros poderes. Esto hace que el Ejecutivo sea débil y fuerte al mismo tiempo, ya que lo expone demasiado y hace que su figura se deteriore frente a la presión de diferentes actores políticos, en particular gobernadores –y sobre todo de provincias sobrerrepresentadas–, y por todos los actores sociales que ejercen su capacidad de veto ante cualquier reforma, en especial aquellos que están mejor organizados, como los sindicatos.
El politólogo Guillermo O’Donnell definió este fenómeno con el concepto de “democracia delegativa”: cuando los líderes se creen con el derecho y hasta la obligación de decidir qué es bueno para el destino del país, sin aprovechar los mecanismos de deliberación ni la formación de consensos. Se mezclan la solución o la mejora de algún aspecto específico con los resultados de las elecciones: el que gana tiene razón. Esto sesga las prioridades de política pública hacia el objetivo de salir victorioso en las urnas. Durante su gestión, Mauricio Macri llevó esto al extremo al sintetizar en una persona, Marcos Peña, los roles de jefe de Gabinete de ministros y de la campaña electoral. Por eso, poco importa el “calendario” stricto sensu , pues las decisiones de los gobiernos las determina, directa o indirectamente, el objetivo de maximizar la cantidad de votos.
Se trata de un juego perverso, en el que la sociedad ingresa en un proceso de inercia delegativa sobre el presidente: solo exige, nunca propone. El mandatario absorbe, jerarquiza y trata de responder a las demandas según algún tipo de criterio, pero siempre con soluciones momentáneas. Como consecuencia, la ciudadanía queda insatisfecha, ya que ni una cantidad mínima de todas esas cuestiones puede ser canalizada en la práctica. Así, el presidente, que asumió convencido de que era un agente de transformación, termina convertido en un simple obstáculo, perdido en el laberinto de una agenda a corto plazo, trabada, que influye marginalmente en el desarrollo de país.
En conclusión, la ilusión de manejar casi la suma del poder público deviene en una decepción cuando se advierte que no sirve para resolver los problemas más urgentes, ni para desarrollar transformaciones sistémicas. No depende de las personas, se trata de una cuestión de diseño institucional distorsionada en la práctica por valores, ideas, hábitos y costumbres muy arraigados.
Pero nada de eso está en el sistema democrático, que es simplemente un método para seleccionar dirigentes políticos dentro de un conjunto. Por eso es necesario resaltar que su peso es relativo, ya que implica la existencia de un balance de poder que deberá distribuirse de acuerdo con los matices expresados por la ciudadanía en su voto. Nadie gana todo aunque triunfe, ni nadie pierde todo, aunque pierda.
La experiencia histórica sugiere que, al margen del diseño institucional específico que finalmente tome un sistema determinado –por ejemplo, presidencialismo o parlamentarismo, federalismo o centralización, elección de diputados por representación proporcional o por distritos uni- o binominales–, la democracia requiere un acuerdo previo entre las principales elites de una sociedad en el que se comprometan a respetar las reglas a partir de las cuales se genera y distribuye el poder por un tiempo determinado. Dichos arreglos básicos, prepolíticos –pues son requisitos para que luego puedan dirimirse las diferencias y los conflictos–, deben quedar fuera del debate político. Están diseñados para encauzarlo, organizarlo, jerarquizarlo, canalizarlo. Para eso, por ejemplo, deberían servir los partidos y otras organizaciones representativas de intereses: sindicatos, cámaras empresariales, asociaciones de consumidores, etc.
En resumen, ¿para qué sirven las elecciones? Para construir y distribuir el poder, para informar respecto de las preferencias de los ciudadanos, para generar un balance de poder y para que una vez más quede plasmado que ninguna sociedad, mucho menos la argentina, es uniforme, ni homogénea. Por el contrario, es una sociedad con múltiples matices y divisiones que no llegan a ser expresados totalmente a través del voto. Por esta razón, hacen falta otros mecanismos de participación complementarios que fomenten el debate de modo que esas diferencias puedan ser efectivamente expresadas, con el fin de enriquecer la política pública.
Si el pueblo “no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”, ¿cuál es entonces el lugar de los mecanismos de democracia directa, como los referéndums, los plebiscitos o las consultas populares? Hemos aprendido que, en muchas circunstancias críticas, la expresión de la ciudadanía sobre un tema específico puede contribuir no solo al fortalecimiento de las instituciones democráticas, sino incluso a evitar situaciones muy conflictivas, hasta violentas. Por ejemplo, en 1984 votamos por amplia mayoría ratificar el acuerdo por el canal de Beagle, que impulsó la transición a la democracia tanto en la Argentina como en Chile, al remover el principal motivo de conflicto bilateral y acotar de ese modo el papel y la influencia de las respectivas fuerzas armadas. Poco tiempo después, en 1988, Chile votó NO a la continuidad del régimen de facto de Augusto Pinochet, impulsando el retorno a un régimen democrático, que se convertiría en el caso más exitoso tanto política como económicamente de toda la región, aunque, obviamente, esté colmado de problemas.
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