Albert Espinosa - Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven

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Para Dani, la vida de repente deja de tener sentido. Tiene cuarenta años, amaba a “ella”, su pareja, y con ella planeaban tener un niño. Se llamaría Izan, las paredes de su habitación estarían llenas de estrellas, y su llegada sería señal de eterna felicidad. Pero “ella” hace las maletas y se va. Al mismo tiempo, Dani recibe una llamada a la que se aferra como si ahora eso fuera lo único que puede hacer en esta vida.
Dani es un buscador de niños perdidos, y esta vez debe viajar a Capri para cumplir su misión. Justamente Capri, el escenario de su descubrimiento, el lugar en donde, gracias a dos personas extraordinarias, tuvo lugar su verdadera iniciación en esta, su vida que ahora se pierde en un incierto recorrido. Junto con Dani, el lector se reencuentra con dos personas queno olvidará. Un anciano que le descubrió el significado de las cosas, un viajero que le transmitió un saber excepcional. Ambos salvaron su vida, la de un chico que había perdido a sus padres, librado a su albedrío.
Un viaje hacia una sensibilidad nueva, distinta; ese modo único de ver y leer la vida de Albert Espinosa: amor, vida, muerte y enfermedad. Soledad y amistad -también la maravillosa amistad que puede establecerse entre quien está a punto de dejar esta vida y quien acaba de llegar a ella-, y esa obligación de ser felices que, una vez más, este dotado escritor nos transmite con su talento inusual.

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– Mi padre era jugador de póquer. -Su voz también sonaba muy débil, pero se le entendía todo-. Desde pequeño, venía gente cada noche a jugar a casa. Traían puros, bebidas y pasaban ocho o diez horas seguidas jugando en el salón.

»Yo también dormía en aquel salón. En un sofá que había en una esquina del fondo. Mi padre me obligaba a dormir allí porque así podía vigilarme con un ojo mientras con el otro controlaba sus cinco cartas.

»Amaba el póquer tanto como a mí. Era un gran hombre que perdió a su mujer demasiado pronto y no quería perderse también la infancia de su hijo.

»Yo siempre le observaba con admiración cuando jugaba. Me entusiasmaba ver esas partidas de póquer llenas de matices y de emoción.

»Veía perder a unos, ganar a otros. Noche tras noche, la suerte cambiaba de mano y con él los ganadores y los perdedores.

»De tanto observarlos y sentirlos, al final sabía hasta con los ojos cerrados quién hacía trampas o tenía un farol o una escalera real. Todo por la forma en la que respiraban, los cigarrillos que se encendían o un ligero cambio de cadencia en la forma de apostar o hablar.

»Eran detalles casi imperceptibles, pero para mí eran parte de la banda sonora de mi sueño y distinguía sus matices tanto dormido como despierto. Me convertí en un experto y, de vez en cuando, ayudaba a ganar a mi padre.

»Desde los siete años me enamoré de esa pasión incontrolable a la que llaman “juego”.

»Aunque yo al juego le he llamado siempre “vida”. Vida con azar, porque, ¿la vida no es azar también, joven Dani?

Afirmé levemente. No podía dejar de mirarlo. Sus ojos habían virado del cansancio a la pasión.

– Cuando fui más mayor empecé al jugar a póquer -continuó-. Pero ése era su juego. Jamás podría ser mejor que mi padre. Él me lo enseñó todo, pero nunca lo dominé.

»Corazones, diamantes, tréboles y picas eran su pasión pero no la mía.

»Me enseñó una regla básica aplicable a cualquier juego: “Siempre apuesta lo que no necesites”. Eso es lo más importante para no arruinar tu vida ni la de los que te rodean…“Jamás lo incumplas, jamás”, me suplicó mi padre muchas veces.

»Con diez años me jugaba la mitad de mi semanada; con veinte años, la mitad de mi sueldo. Pero nunca perdí el control; siempre aposté lo que no necesitaba, el resto era para vivir.

»También me mostró que el goce de ganar nunca debía ser superior al de perder.

»Perder puede ser gozoso, pues te hace entender mejor el valor de ganar. Además, con el tiempo, las pérdidas siempre se acaban convirtiendo en ganancias.

Dejó de respirar unos segundos. Fue como si se apagara, pero antes de que pudiera avisar a nadie, continuó como si nada hubiera pasado. Fue tenebroso.

– Busqué durante diez años mi juego. Mi padre aseguraba que todos teníamos uno, aquel con el que nos sentíamos en consonancia y que conseguía que nuestra adrenalina se liberara de una manera totalmente placentera.

»El póquer jamás fue mi juego, ni el blackjack, ni las carreras de caballos ni las de galgos. Ni tan sólo notaba nada jugando a las quinielas o a la lotería.

»Hasta que apareció ella y con ella el juego de mi vida…

Rebuscó entre los sobres con números. Era complicado porque sus dedos estaban llenos de cables y de vendas, pero no cesó hasta encontrar lo que buscaba.

De uno de los sobres sacó una lista de números y también una foto de una chica. No sé cómo no la había visto antes.

En la foto, la chica estaba vestida con un traje extraño, con algo parecido a un uniforme. La instantánea estaba tomada desde el exterior de un castillo.

Ella estaba fumando, con la mirada perdida. Tenía un aire de maniquí o eso me pareció a mí.

– La tomé en un descanso. -Sonrió y, por primera vez, vi su dentadura-. Cada hora los empleados podían abandonar el casino unos minutos y salir a fumar. Yo siempre dejaba de jugar a la misma hora que ella y la observaba desde lejos.

»Era un placer inconmensurable mirarla desde la lejanía. Supongo que sobre todo porque siempre la tenía cerca, muy cerca… A menos de diez centímetros de mí cada noche.

»Ella era la jefa principal de la mesa de ruleta de un casino instalado en un precioso castillo.

»A mí la ruleta nunca me había dicho nada, hasta que la vi a ella lanzar la bola. Lanzaba con una elegancia suprema y giraba la ruleta con tal brío que el sonido que producía era casi adictivo.

»Te juro que cuando ella daba suerte, la gente apostaba el triple.

»Yo tan sólo me quedaba cerca de ella. La observaba, la olía, la sentía y de vez en cuando le daba un par de fichas para apostar al 17 y al 19.

»Ésos fueron mis primeros números fetiche; luego cambiaron. Y mucho más tarde se modificaron completamente…

La enfermera regresó con más medicación y él interrumpió la narración durante unos cuantos minutos. Creo que no deseaba compartir aquello con cualquiera. Me hizo sentir muy importante.

Cuando se marchó, no pude más que preguntarle lo que me rondaba por la cabeza desde que había empezado a contar aquella historia:

– ¿Y se casó con ella?

Rió y tosió a partes iguales. Esa vez no me importó.

– Nunca llegué a hablarle. Nunca… La miré cientos de veces desde cerca y la observé miles desde lejos. Cuando la cambiaban de casino, la seguía hasta donde la enviaban y continuaba con la misma rutina. Cercanía y lejanía, observada y deseada.

»Y con los años, el deseo que sentía por ella lo trasladé al juego.

»Todo aquel amor lo derivé en la ruleta. Cada vez que su mano rozaba esa bola, yo jugaba con su magia. Era una forma de hacer el amor con ella, de sentir que hacíamos algo conjuntamente…

»Así encontré mi juego, mi pasión y mi goce… Y a partir de ahí, todo se descontroló y me convertí en un profesional de la ruleta.

El Sr. Martín agarró un par de sobres más, sacó unas hojas llenas de números garabateados y me los enseñó.

– Cada hoja repleta de números habla de una ruleta de un casino determinado. Las cifras de color rojo son números ganadores. Si juegas a ellos, siempre ganarás, sea la hora, el día o la estación que sea…

Me extrañó esa afirmación tan contundente. No había jugado nunca a la ruleta, pero no me parecía algo tan sencillo.

– Eso es imposible. No puede saber qué números saldrán y, aunque así fuera, cuando sustituyeran las ruletas, los números ganadores se modificarían también, ¿no? -pregunté.

– No… -Sonrió-. He estado tantas veces en tantos casinos que te puedo asegurar que lo importante no es la ruleta, sino el terreno donde está instalada. La gravedad y el azar hace que siempre haya números elegidos por la fortuna -dijo con una seguridad aplastante.

Cogió todos los sobres y me los dio.

– Son para ti. Valen mucho dinero. Quiero que te los quedes, joven Dani, y juega sólo cuando lo necesites.

Acepté aquel montón de papeles arrugados sin saber qué decir. Nadie en mi vida me había incitado a introducirme en el mundo del juego.

– ¿Y ella? -pregunté-. ¿Murió?

Tardó en responder. Tardó mucho.

– La perdí de vista hace años… Me he pasado la vida buscándola.

– ¿Para decirle lo que sentía…? -indagué.

– No. -Sonrió tanto que esta vez llegué a verle parte del paladar-. Para verla de lejos y de cerca. Hay personas en este mundo, joven Dani, que te alimentan con sólo verlas. No necesitas más. Te dan energía…

«Energía.» El mismo concepto que años después escucharía en boca de George…

Pero en aquella época no entendí nada sobre aquella ruleta, sobre aquella misteriosa chica ni sobre aquella energía.

Yo pensaba que me enseñaría las claves de la felicidad y, en cambio, me hablaba de adicciones y de cobardía ante el amor.

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