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Albert Espinosa: Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven

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Albert Espinosa Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven

Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven: краткое содержание, описание и аннотация

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Para Dani, la vida de repente deja de tener sentido. Tiene cuarenta años, amaba a “ella”, su pareja, y con ella planeaban tener un niño. Se llamaría Izan, las paredes de su habitación estarían llenas de estrellas, y su llegada sería señal de eterna felicidad. Pero “ella” hace las maletas y se va. Al mismo tiempo, Dani recibe una llamada a la que se aferra como si ahora eso fuera lo único que puede hacer en esta vida. Dani es un buscador de niños perdidos, y esta vez debe viajar a Capri para cumplir su misión. Justamente Capri, el escenario de su descubrimiento, el lugar en donde, gracias a dos personas extraordinarias, tuvo lugar su verdadera iniciación en esta, su vida que ahora se pierde en un incierto recorrido. Junto con Dani, el lector se reencuentra con dos personas queno olvidará. Un anciano que le descubrió el significado de las cosas, un viajero que le transmitió un saber excepcional. Ambos salvaron su vida, la de un chico que había perdido a sus padres, librado a su albedrío. Un viaje hacia una sensibilidad nueva, distinta; ese modo único de ver y leer la vida de Albert Espinosa: amor, vida, muerte y enfermedad. Soledad y amistad -también la maravillosa amistad que puede establecerse entre quien está a punto de dejar esta vida y quien acaba de llegar a ella-, y esa obligación de ser felices que, una vez más, este dotado escritor nos transmite con su talento inusual.

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Yo, ella y los niños deseados.

Sé que debo hablaros de ella. Os estoy ocultando desde hace tiempo mi ruptura y sus razones.

Pero antes debo acabar de relataros mi vida junto a George, porque, si no, no me podréis comprender.

Ojalá siempre intentáramos entender a las personas antes de juzgarlas. Y ojalá la gente fuera capaz de ser honesta y contarnos su vida para que pudiéramos valorarla con comprensión.

– No tengo hijos.

Debía contestarle.

– Yo sólo le tengo a él -me explicó.

No añadió nada más porque se emocionó y volvió a llorar. Sabía que debía calmarle antes de volver a mi pasado. Era lo justo; no puedes retornar a tus recuerdos cuando en tu presente alguien sufre.

Además, con el trabajo iba incorporada la comprensión.

– No tiene por qué haberle pasado nada malo -apunté-. Que alguien lo tenga secuestrado no implica que vayan a hacerle daño… Mucha gente…

Me interrumpió ferozmente.

– ¿No ha leído el dossier que le envié? -me gritó.

Negué con la cabeza.

– Soy juez de casos de pederastia. He metido a más de cien pederastas en prisión -gritaba más de lo que yo había chillado a aquel guardia de seguridad en el aeropuerto-. No me diga que no será nada porque, si lee la carta del secuestrador, sabrá que el que se ha llevado a mi hijo es un pederasta al que condené a ocho años de cárcel…

No le repliqué…

Había sido poco profesional.

Mi vida personal me había afectado. Ese dato lo cambiaba todo, aunque también sabía que no era definitivo.

Quizá aquella nota fuera falsa. A veces, un crío huye por falta de cariño. Ver que su padre se preocupa más por otros niños que por su propio hijo puede ser una razón de peso para marcharse y llamar la atención con una carta falsa.

Decidí dejar de mirarlo. Sabía que había perdido parte de su confianza.

Estábamos ya muy cerca del barco que nos llevaría a Capri. Nuevamente ese ferry retornaba a mi vida; no había cambiado nada con los años.

Entramos con el coche hasta la bodega y aproveché para volver a mis Horizontes de grandeza … A aquella primera obra maestra que vi junto a George en el Capri de mi adolescencia.

Os prometo que después os hablaré de ella y de la razón de nuestra ruptura.

17

La intensidad de una anécdota en movimiento en otro cuerpo

Vimos Horizontes de grandeza y George tenía razón, me sentía igual que Gregory Peck. Yo también era alguien que intentaba luchar contra las normas, contra lo correcto y contra todo lo que la gente esperaba de mí.

Sentía todo eso y tan sólo tenía trece años. No deseaba ni imaginarme qué pasaría a posteriori.

Admiré la inmensidad del Oeste y la pequeñez de los humanos… Me recordaba mucho a nuestra presencia en Capri.

Y es que parecía que George y yo fuéramos los únicos habitantes de aquella ciudad. Dos figuritas enanas en una isla inmensa.

Respiré y noté la pequeñez propia de la grandiosidad natural.

Justo en ese instante fue cuando me di cuenta de que podía jugar a «qué haría otro si estuviera en mí…» con él. George era la persona perfecta para disfrutar con el juego del Sr. Martín.

Lo miré fijamente. Quería preguntárselo, pero me daba vergüenza.

– ¿Te ha gustado la película? -me preguntó.

– Mucho.

Le volví a mirar y esa vez sí me atreví.

– ¿Quiere jugar conmigo a qué haría otro si estuviera en mí…?

Él sonrió.

– Cuéntame.

Y se lo conté todo. Le hablé del Sr. Martín, de entrar en otra persona cuando estás muy perdido. De aconsejarle qué harías si estuvieras dentro del otro durante dos días y luego te marcharas.

Él me escuchaba y parecía encantarle lo que oía. Y yo estaba feliz de sentir que por segunda vez en mi vida una persona mayor me trataba como a un adulto.

Cuando acabé de explicárselo todo me dijo que le gustaba mucho la idea, pero que antes debíamos conocernos un poco más. Él pensaba que para cambiar la vida de otra persona debes entrar un poco más en ella.

Dudé, pero pensé que tenía razón.

Me ofreció ir a revelar las fotos juntos.

– Compartir la pasión del otro es la mejor manera de conocerle -me dijo.

Me gustó la propuesta, así que acepté.

Su laboratorio estaba dos plantas por debajo del salón donde habíamos visionado Horizontes de grandeza .

Para llegar allí tuvimos que bajar casi cincuenta escalones. Aquel desván subterráneo olía a mar y sus paredes eran de roca maciza.

Tuve la sensación de estar en el centro de la isla.

Y lo mejor de todo es que no sentía nada de miedo… Estaba solo junto a un desconocido en una cueva que parecía una mazmorra y me sentía muy cómodo.

Lo único que notaba era cansancio. No recuerdo cuántas horas hacía que no dormía. Sentía mi cuerpo dolorido, pero había algo en ese agotamiento que me resultaba placentero.

Enseguida se puso a revelar las fotos. Fue explicándome todo el proceso. Yo jamás había revelado nada y me encantó la técnica precisa, los tiempos que se han de respetar y esa seductora iluminación que producía aquella bombilla roja.

– Revelar es como pescar -dijo George-. Pescar sabiendo que atraparás algo que tú mismo criaste.

De repente me di cuenta de que, colgado en medio de aquel desván subterráneo, estaba el enorme saco rojo de boxeo que había transportado por media isla.

Las fotos tardaban en aparecer. Seguían sumergidas en aquellos extraños líquidos, y nosotros estábamos deseosos de su aparición.

Aunque mi mirada pasaba de ese saco que me tenía fascinado a las fotos… Y de las fotos al saco fascinador…

Hasta que vi colgado en la pared del fondo del desván algo extraño… No podía descifrar claramente lo que era, porque estaba oscuro debido al rojo proceso fotográfico… Pero intuía que había algo allí…

Me acerqué lentamente. Noté su mirada en mi nuca…

A los pocos segundos también escuché sus pasos detrás de mí…

Cuando llegué a la pared ya sentía cercana su respiración…

Fue el único instante en que le tuve miedo, y eso que antes os he jurado que no sentía pánico en aquel lugar.

Pero presentirlo tan cerca de mí, y sin saber qué había colgado en aquella pared, me provocaba como mínimo cierta incertidumbre.

Ése es el pavor en el que siempre pienso cuando busco niños en peligro. Es lo que me da alas para no tirar la toalla y lograr hallarlos.

Y lo peor de todo es que me he encontrado muchas de esas buhardillas donde han estado retenidos niños y noto cómo sus paredes conservan el miedo de los chavales que han cobijado.

Los niños marcan ese terreno de tal manera que ese pánico infinito queda impreso.

Lamento asociar ese recuerdo con George. Él nunca me hizo nada malo y no me provocó más que felicidad. Jamás me hubiera lastimado.

– ¿Quieres saber qué hay colgado en esa pared? -me dijo en un tono que consiguió tranquilizarme.

Asentí en silencio.

De repente, cogió la luz roja que había en el centro de la habitación y la enfocó hacia allí.

La pared quedó iluminada y me encontré frente a frente con un mural lleno de fotos polaroid.

Las instantáneas estaban agrupadas de doce en doce… Estaban separadas por años… Creo que conté que debía de haber casi cuarenta años seguidos en aquella pared…

Las fotos eran primeros planos de hombres y mujeres en diferentes lugares y realizando actividades cotidianas… Tomaban café, fumaban, reían…

Si no hubiese visto años atrás los faros del Sr. Martín, creo que aquello me hubiera extrañado más.

Pero cuando a los diez años has visto la colección más fascinante de imágenes rubricadas con adjetivo, nada puede sorprenderte ya.

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