– ¿Quiénes son? -pregunté.
– Mis perlas. -Sonrió-. Cada año de mi vida he buscado doce perlas. Doce personas que no conociera pero que se me aparecieran y marcaran mi mundo de tal manera que mi yo virara.
– ¿Mi yo virara? -repetí.
– El Sr. Martín fue una perla de tu vida. -Me lo ejemplificó y yo se lo agradecí-. Fue una joya que el mundo te dio y, aunque han pasado los años, aún la conservas… Eso confirma qué gran perla fue, pues el tiempo no le ha quitada nada de su brillo ni de su intensidad.
Miré detenidamente aquel mural.
No podría deciros qué predominaba. Las perlas eran de todos los colores, sexos y edades. Me gustaba contemplarlas…
No sé si estuve diez o doce minutos en silencio absoluto admirando aquel collar… Aquel collar de perlas…
Había algo en esos rostros, en esas miradas, que desprendía energía. Sonreí.
– Hay energía en ellos, ¿verdad?
Él también sonrió.
– Mucha. Tres de ellos son más que perlas… Son esas energías especiales de las que te hablé en el barco, esas que has de encontrar… Almas que se funden con la tuya propia.
– ¿De verdad? -Estaba entusiasmado con esa definición.
De repente recordé lo que pasó tras la muerte del Sr. Martín; quizá aquello fue su alma fundiéndose con la mía… No podía estar seguro. Él continuó hablando:
– Con el tiempo, algunas perlas pasan a ser diamantes. Cada ochenta o noventa perlas aparece un diamante… Un diamante, para que me entiendas, es una de esas personas que se hace tan básica y tan importante en tu vida que parece creada únicamente para ti…
Le entendía, pero creo que mi cara indicaba lo contrario. Él continuaba dándome ejemplos.
– Esos diamantes son como tus desparramados.
– ¿Desparramados…? -Mi interés iba in crecendo .
– Sí, tengo la teoría de que nos desparraman.
– ¿A quiénes?
– A cada uno de nosotros y a cuatro personas más… Te desparraman en el mundo para que con el tiempo vayas encontrando a los otros cuatro. Ése es uno de los sentidos de la vida; encontrar desparramados, y por eso hay señales, para que no te confundas.
– ¿Y cómo son esas señales? -pregunté.
– Algo que los une, puede ser algo sumamente sencillo…
Fue en ese instante cuando pensé en aquellas polaroid, las de George y las del Sr. Martín. Quizá ellos eran mis desparramados, mis diamantes, parte de mi alma…
No se lo dije porque quizá era demasiado prepotente pensar que con trece años ya tenía dos de los cuatro diamantes… Pero sí que le consulté otra cosa.
– ¿Qué ocurre cuando conoces a los cuatro diamantes?
Se tomó su tiempo. Demasiado para mi gusto, pues deseaba tanto conocer la respuesta que no podía esperar.
– No lo sé… Pero estoy seguro de que pasa algo.
Noté que me mentía, pero no me atreví a preguntar de nuevo.
Regresamos a las cubetas donde las imágenes ya asomaban cual pescado atrapado.
En todas las fotos salía retratada una mujer, excepto en dos. La que yo le hice y la que él me realizó.
La mujer le miraba. Él aparecía de escorzo junto a ella.
George observó esas fotografías con un rostro tan repleto de nostalgia que nunca lo he olvidado; ninguna otra expresión de recuerdo extremo se ha asemejado jamás a ésa.
– ¿Es una perla? -indagué.
– Un diamante en bruto. -Sonrió-. Se fue hace años. Aún no había tenido valor de ver estas fotos.
Se quedó en silencio. Se acercó al saco de boxeo que presidía el centro de la estancia y lo acarició.
– ¿Sabes qué hay dentro de este saco? -preguntó sin dejar de acariciarlo.
Negué con la cabeza.
– Trozos de mis perlas. Cuando alguna desaparece de mi mundo, cojo parte de su ropa o un objeto importante que la defina y lo introduzco en el saco.
»Hay muchas pertenencias de ella aquí.
»A veces golpeo el saco con rabia, otras lo acaricio y alguna vez bailo con ella y con la otra gente que me ha dejado.
Y se puso a bailar. Recordé al Sr. Martín y su maniquí. Fue precioso ver la intensidad de una anécdota en movimiento en otro cuerpo.
Él bailaba con ese saco repleto de rastros y restos de sus perlas, de la gente que había amado y querido… Y yo sentí envidia; aún no había deseado a nadie.
La música que sonaba era producto del roce del anclaje del saco con el techo y del leve zumbido que emitía la bombilla roja del laboratorio.
Sentía tanta envidia sana por aquel hombre con una vida tan intensa, que no pude más que acercarme a su saco y danzar junto a él.
Ahí estábamos, bailando separados por ese hermoso y extraño saco rojo lleno de vida.
Os juro que sentí algo tan agradable que no he vuelto a notar jamás bailando. Y eso que he intentado danzar con toda persona con la que he tenido alguna afinidad.
Pero el extraño roce de aquel saco rojo y la sensación de que su contenido era pura energía que te traspasaba y llegaba a todos los nervios de tu organismo es insuperable.
Además, las yemas de George y las mías se rozaban levemente. 63 años y 13 unidos a través de un saco. Medio siglo de experiencias nos separaban.
Si en aquel momento hubiera entrado la policía buscándome, le hubieran detenido inmediatamente. A veces, las imágenes no sirven para explicar un sentimiento y una realidad.
Para nosotros, aquello era como un precioso abrecartas de nácar con incrustaciones de diamante. A ojos de un desconocido podría llegar a ser únicamente un vulgar puñal decorado con restos de bisutería.
Bailamos largo tiempo. Cuando acabamos de danzar, le miré y le abracé.
– Has de volver a casa. Lo sabes, ¿verdad? -me susurró.
Asentí con la mirada perdida, pero me resistía a cumplir con lo que me pedía; nos faltaba tanto por vivir…
– ¿Y las otras dos películas que íbamos a ver, y el deporte que me iba a enseñar y el jugar a quién seríamos si fuéramos el otro y esos tres días que cambiarían mi vida? -solicité cual adolescente que lo desea todo.
Sonrió.
– Si quieres vemos otra película antes de marcharte y te entreno durante un par de horas. -Continuó buscando soluciones-. En cuanto al juego, estoy seguro de que encontrarás a alguien que te conozca más y mejor que yo… Y esos tres días jamás podrían superar la intensidad de estos diez minutos de baile. La intensidad no la marca el tiempo, sino la emoción que reside dentro de uno…
Seguidamente cogió la foto de aquella mujer misteriosa y hechizante que acabábamos de revelar y la colocó en su mosaico de perlas… En un año bastante anterior al actual.
Luego cogió la mía y la situó en la actualidad. Era su primera perla de ese año… Me sentí feliz.
Yo cogí la suya y me la guardé. Había encontrado otro diamante, estaba seguro…
Y cumplió su palabra. Aunque no tenía duda de que lo haría.
Me entrenó durante dos horas seguidas. Me enseñó primero a mover el cuello. «Todo pasa por el cuello… -me dijo-. Si lo mueves bien, todo tu mundo irá a mejor, pues se conectarán cuerpo y mente…»
Me habló sobre lo vaga que es nuestra carcasa, que no desea cambios y se opone a que la obliguemos a realizar nada que la fuerce a virar.
– Has de batallar con tu propio organismo, hacerle entender que todo esto es bueno para él. El cuerpo es nuestro mayor enemigo y a la vez nuestro mejor aliado -me explicó.
»Se queja con el esfuerzo, pero el dolor tan sólo se mantiene unos 4,5 segundos.
»Recuérdalo, el dolor es momentáneo. Es tu enemigo y tu aliado.
De repente, tras aquella impresionante clase sobre cuerpo y mente, solté una frase que jamás hubiera pensado que diría en mi vida.
Es increíble cuando esto pasa, cuando piensas que nunca dirás algo, te lo prometes, te lo juras, pero en un instante te encuentras diciéndolo.
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