Albert Espinosa - Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven

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Para Dani, la vida de repente deja de tener sentido. Tiene cuarenta años, amaba a “ella”, su pareja, y con ella planeaban tener un niño. Se llamaría Izan, las paredes de su habitación estarían llenas de estrellas, y su llegada sería señal de eterna felicidad. Pero “ella” hace las maletas y se va. Al mismo tiempo, Dani recibe una llamada a la que se aferra como si ahora eso fuera lo único que puede hacer en esta vida.
Dani es un buscador de niños perdidos, y esta vez debe viajar a Capri para cumplir su misión. Justamente Capri, el escenario de su descubrimiento, el lugar en donde, gracias a dos personas extraordinarias, tuvo lugar su verdadera iniciación en esta, su vida que ahora se pierde en un incierto recorrido. Junto con Dani, el lector se reencuentra con dos personas queno olvidará. Un anciano que le descubrió el significado de las cosas, un viajero que le transmitió un saber excepcional. Ambos salvaron su vida, la de un chico que había perdido a sus padres, librado a su albedrío.
Un viaje hacia una sensibilidad nueva, distinta; ese modo único de ver y leer la vida de Albert Espinosa: amor, vida, muerte y enfermedad. Soledad y amistad -también la maravillosa amistad que puede establecerse entre quien está a punto de dejar esta vida y quien acaba de llegar a ella-, y esa obligación de ser felices que, una vez más, este dotado escritor nos transmite con su talento inusual.

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Y a mi manera yo también lo llevaba bien. Desde los cinco fui consciente de que formábamos una familia diferente. Éramos como las otras familias pero en reducido. Mi hermano era bajo, mis padres también, y yo lo era más aún… Hasta compramos un perro mini, uno de esos salchicha… Todo a nuestra altura…

Pero tras la muerte de mis padres necesitaba cambiar, abandonar lo que ellos eran para convertirme en lo que yo jamás había sido.

Crecer significaba distanciarme del dolor… Crecer lo haría todo más soportable, porque me alejaría de ellos y sería más fácil olvidar su muerte, su entierro y la inmensa pena que me produjo perderlos.

George fue a buscar algo a la zona de equipajes. Daba la sensación de que era ajeno a todos aquellos pensamientos que había originado su pregunta sobre mi edad o quizá se imaginaba lo que había generado y me dejaba unos segundos para poder digerirlos.

A los pocos minutos regresó con un pesado saco rojo de boxeo y lo colgó en un asidero que parecía inútil hasta aquel instante en que encontró su función ideal. O quizá su destino fue siempre esperado…

Me extrañó que llevara aquel saco gigantesco en el barco. No me podía ni imaginar lo que pesaba, pero a mi modo de ver debía de superar la tonelada.

– ¿Lleva un saco de boxeo de equipaje? -pregunté, finalmente.

– No es un saco, es parte de mi vida. Es como mi hijo, siempre va conmigo a todas partes.

– ¿Su saco de boxeo es como su hijo? -Reí. Hacía días que no lo hacía.

Olvidarse de reír, un olvido imperdonable a cualquier edad. Un pecado mortal en la infancia.

– No te gusta que se rían de ti, ¿verdad? -dijo muy serio-. ¿Verdad? -volvió a preguntarme.

– No, no me gusta -admití-. Se han reído ya demasiado.

– Pues a mí tampoco me gusta -replicó secamente-. Este saco es mi mayor posesión. Y debo decirte que acepta como nadie los golpes. Cualquier gancho que le propines provocado por rabia, por problemas o por cualquier cosa horrible que te haya pasado, él lo absorberá, lo comprenderá y hará que te sientas mejor…

Una leve corriente de aire nos golpeó la cara. Olía a mar, me hizo recordar dónde me encontraba.

No podía apartar la mirada del saco mágico y George no la quitaba de mí.

– ¿De verdad absorbe problemas? -pregunté.

– Lo hace. ¿Tú tienes muchos?

– Unos cuantos -respondí muy serio.

Él no rió. Se lo agradecí. Me miró fijamente y volvió de nuevo a la carga.

– ¿Qué edad tienes? -volvió a preguntarme.

No se había creído mi mentira. Yo todavía no deseaba contestar a aquella pregunta, por todo lo que implicaba, pero creo que necesitaba confiar en alguien.

– Trece.

– Enorme valentía se necesita para marcharse de casa con trece años. -Me miró con respeto y continuó-: Si un niño se va de casa a esa edad es porque se siente obligado a ello para sobrevivir… Para crecer… ¿Tu problema tiene que ver con ello?

Asentí con la cabeza. No quería entrar en detalles. Pero aquel «para crecer» me había perforado el esófago… Ya sé que hablaba en sentido figurado, pero igualmente estaba siendo muy certero…

– Pégale al saco -me dijo-. Te sentirás mejor… Mucho mejor.

Estuve a punto de pegar con rabia, pero antes le miré y le hice la pregunta que hacía minutos que deseaba hacerle y que me desconcertaba enormemente.

– ¿No tiene miedo de que le vean con un niño?

– ¿Miedo de que me vean con un niño? -repitió-. ¿Vas a pegar tan fuerte al saco que me dará miedo estar cerca de ti?

Sonrió. Yo también. Había sido ingenioso.

– Ya me entiende. En el barco la gente se ha dado cuenta de que yo estaba solo. Además soy bajito, puedo aparentar ocho o nueve años y usted me ha llevado al otro lado del barco y no para de hablarme -volví a la carga siendo mucho más claro.

– Para mí no eres un niño, eres una energía -replicó-. Una energía que ahora está inestable…

Al pronunciar esas palabras, George me recordó mucho al Sr. Martín.

Ya sé que el Sr. Martín estaba a punto de morir y se encontraba débil en un hospital; en cambio, George estaba en plena forma en un barco rumbo a Capri. Pero había en ambos una especie de fuerza que me equilibraba. Como si formaran parte de mi mundo. Y cuando hablaban conseguían atraparme y que me interesase lo que me contaban… Poca gente más ha logrado esto en mi mundo, aunque no he dejado de buscarlo.

Y aunque yo no era consciente, justo en ese instante, en aquel barco, iba a recibir la lección más importante que nunca había escuchado…

Rectifico… Tengo la sensación de que la anciana que hablaba de «Si tú me dices ven…» superaría aquella lección. Aunque es difícil hacer un ranking de lecciones de vida… A los trece lo digieres todo de una manera y a los cuarenta de otra totalmente diferente…

Pero volvamos a aquel momento, cuando George me contó su teoría, su lección…

Como pasa siempre en la vida, en aquel instante no le di tanto valor. Ahora es cuando comprendo su sentido. No sé cómo pude estar tantos años viviendo de espaldas a sus palabras…

– Somos energía -me dijo mientras sostenía el saco, inmóvil, esperando mi golpe-. Energía es lo que yo veo en todo este mundo.

»Energías que te inundan cuando las ves, cuando las escuchas, cuando las quieres, cuando te diste cuenta de que las amabas…

»Energías que te permiten encontrar tus sendas.

»Las energías no se pueden fingir, son las que son. Te pueden ayudar a ver tu futuro o devolverte a tu niñez o a tu adolescencia.

»Yo busco energías. No me importa la edad, el sexo o el aspecto físico.

»Tras los cuerpos, tras las palabras, tras el amor, tras el deseo están esas energías poderosas.

»Somos cazadores de energías, Dani. Y haciendo deporte, estando en forma, consigues ser mejor cazador.

»Afina tu cuerpo y tus propias energías, así estarás encauzado para poder lograr las otras que necesitas.

»¿Sabes cuántas energías has de encontrar para completar tu vida?

No entendía casi nada, pero negué con la cabeza. No deseaba que parase.

– Tan sólo cuatro que te impacten. Es suficiente.

Me miró a los ojos.

– Golpea, golpea con rabia. Transforma tu problema en un golpe y sacude el saco. Él se portará bien contigo, te lo prometo…

Pensé en mi hermano cabrón, en lo mal que me lo estaba haciendo pasar. Espero tener fuerza y hablaros de él en algún momento…

También pensé en la muerte de mis padres. En cuánto los necesitaba en mi vida… Y en la ilusión que les haría que yo creciera y en la sensación de que no lo estaba logrando mezclada con la impotencia de ir hacia lo desconocido y el miedo que esto me producía.

Lancé el puño con toda mi fuerza y con la velocidad de todos mis problemas y la amplitud de todas mis preocupaciones.

Añadí en el último instante la soledad, el dolor y la falta de cariño.

Todo eso hizo que el impacto contra el saco fuera brutal. Estoy seguro de que jamás había recibido un golpe con tanta cantidad de matices de problemas diferentes.

Pensaba que me rompería unos cuantos dedos, pero en lugar de eso descubrí que el saco aceptaba mi golpe y noté cómo mi pequeña y huesuda mano se insertaba mullidamente en aquella tela.

Sentí un extraño placer.

El dolor se había convertido en placer. Sonreí.

– ¿Tienes donde pasar la noche? -dijo George mientras me indicaba con la mirada que entrábamos en el puerto de Capri.

Negué con la cabeza.

– ¿Vienes a casa? -me preguntó.

Me gustó que dijese «casa» y no «mi casa». Fue como si fuera nuestra.

Asentí con la cabeza. No le tenía miedo.

Pegué cuatro golpes y luego cuatro más. Así hasta llegar a la veintena. Y luego veinte más y seguidamente otros cuarenta…

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