Al fin y al cabo, todo era un juego que me había inventado, un juego en el que un niño de diez años cuidaba de un adulto de noventa. Jamás esperé que de verdad tuviera que velar por él.
– Son 29,35 euros -dijo el taxista que me llevaba al aeropuerto rompiendo ese doloroso recuerdo infantil.
No os preocupéis. Ya volveré a ese instante…
Lo mejor de recordar es que puedes regresar cuando lo deseas, nadie te puede robar o impedir eso.
Quizá lo que más me impacta es que, siempre que vuelves, el recuerdo es diferente.
Y si el recuerdo es diferente, uno lo acaba siendo también, porque ahí están tus raíces y si tus raíces cambian, también cambiará tu tronco…
«Amar» solo se puede conjugar en pasado
Nunca me han gustado los aeropuertos. Siempre he considerado que hay que pasar demasiadas barreras para poder disfrutar de un avión.
Los controles, las facturaciones, el temor a las pérdidas apestan enormemente ese lugar.
Leí una vez un estudio que explicaba que el corazón de una persona no para de latir a toda velocidad desde que entra en un aeropuerto.
Y esa aceleración es debida a las… Prisas por encontrar el mostrador de facturación, por facturar lo deseado o no facturar absolutamente nada y que te obliguen a facturarlo todo, por obtener el asiento perfecto, por pasar el control de seguridad, por embarcar más rápido, por poder colocar las maletas de mano en el avión y que no te las envíen a la bodega, por el nerviosismo del despegue, por aquellos instantes de turbulencias, por el miedo al aterrizaje, por salir rápidamente del avión, por encontrar la cinta de equipajes, por marcharte del aeropuerto y por llegar a tu destino final.
Lo increíble del estudio es que lo que menos altera las pulsaciones es el viaje en avión propiamente dicho y lo que más, el colocar la maleta de mano. La importancia de que nuestra posesión esté segura cerca de nosotros. Y lo ideal, como siempre, es que resida encima de nuestra cabeza.
El ser humano es extraño y complejo.
Y ahí estaba, con mis pulsaciones aceleradas delante del control de seguridad.
Creo que jamás en mi vida había sentido tanta emoción. Deseaba con todas mis fuerzas que me pararan sólo pasar la maleta, que me dijeran que no estaba permitido embarcar aquel frasco de perfume tan grande porque había normas…
Como os dije, yo no podía deshacerme del olor de ella, pero si lo metía en la maleta y me lo confiscaban sería otra persona la que se encargaría de destruirlo, y eso en mi código post-ruptura estaba permitido.
Sé que aquello era igual de cobarde, pero al menos sentía que no era yo quien me libraba de su olor.
Antes de colocar la maleta en la cinta, pensé que por una vez esa estúpida norma de seguridad relativa al transporte de líquidos tendría un sentido y serviría para que alguien con el corazón totalmente destrozado tuviera una oportunidad de comenzar a sanar.
Dejé la maleta con su olor sobre la cinta y poco a poco se fue introduciendo en los rayos X.
Tuve la sensación de que cuando el guarda de seguridad mirara su pantalla no sólo vería un frasco de perfume, sino también toda mi vida, toda mi ruptura y todos mis problemas con ella.
Y yo generé muchos de ellos… Todavía os debo contar los problemas de mi vida de pareja, no lo olvido…
No sé bien por dónde empezar y es que yo soy el malo de la película. No esperéis que diga: «Hice aquello y lo otro, pero ella luego hizo…».
Ella… Ella… Ella siempre me amó.
El Sr. Martín me dijo una vez en el hospital que amar era querer mucho. «Si quieres mucho, amas, es el grado superior, es automático, no busques más…»
En cambio George, mi inesperado compañero de barco a Capri, decía que amar era recordar que has querido y te han querido, pero siempre en pasado.
Para George… «Amar sólo se puede conjugar en pasado. Yo amé… Querer es el presente, amar el pasado.»
George… El Sr. Martín… Cuánto aprendí sin buscarlo y cómo volvía todo a mí en aquellos momentos…
La maleta pasaba tan lentamente por el control que volví a pensar en aquel hombre corpulento que me ayudó cuando era un niño perdido que se había escapado de casa.
La verdad es que cuando lo conocí en aquel barco rumbo a Capri me sentía igual que aquella maleta en el control de seguridad.
Yo estaba engañándole y haciéndole ver que no era un niño que había huido, sino alguien que viajaba solo, pero él sabía que aquello no era cierto.
Él también tenía un radar para ver en mi interior. Para saber qué escondía y cuáles eran mis motivaciones ocultas. Detectaba mi olor… Mi olor a miedo y a pérdida total, pero jamás lo confiscó; me lo dejó pasar porque sabía que yo necesitaba hacer aquel viaje junto a él.
Recuerdo que George, justo cuando llegamos a su lugar de ejercicios en el barco, me dijo una frase que jamás olvidaré: «Es mejor perderse de pequeño… Porque si te pierdes de pequeño…
Si te pierdes de pequeño, no te perderás de mayor
…no te perderás de mayor». Y, seguidamente, me guiñó el ojo.
¿Cómo podía saber George que yo estaba tan perdido?
No le contesté nada. Absolutamente nada.
Él me miró y me preguntó la edad. Me di cuenta de que sabía parte de mí, de mi mundo de enano, y creo que se imaginaba que mi respuesta desvelaría mi mentira, mi huida y mis miedos…
Le mentí, le dije que rondaba los quince. Sé que no me creyó. Pero no quería confesarle que tenía trece años, que era enano y me sentía muy solo en este mundo. Tampoco deseaba explicarle nada de la muerte de mis padres ni de que estaba a cargo de mi hermano que me odiaba.
Y es que mi hermano, con los meses, se había convertido en un enano todavía más cascarrabias. Aunque yo tampoco estaba de muy buen humor; la ausencia de mi padre y de mi madre me dolía hasta extremos inimaginables.
Además, por todo ello teníamos trifulcas diarias. Cada vez que lo veía, cada vez que recordaba la promesa que le hice a mi madre, odiaba ser enano, aborrecía ser pequeño y ver mi extraño reflejo en el espejo.
Y la verdad es que en aquellos años aún parecía un niño y no un enano. Con trece, hay niños bajos porque todavía no han crecido suficiente, pero que a los catorce dan el estirón, aunque también hay auténticas jirafas que luego se quedan igual para el resto de su vida.
Yo sabía que si al cabo de un año no pegaba un estirón, entonces sí que me quedaría pequeño para mi edad. Y oficialmente sería un enano.
Los médicos decían que todo era posible. Mi genética para ellos era un misterio y podía derivar en enano o en gigantón como decía mi madre.
La barrera era los catorce. A los catorce ya no habría vuelta atrás, entonces se vería si se detenía mi crecimiento. Quizá por ello le dije a George que tenía quince; para situarme en una edad en la que todo ya hubiera pasado.
Y lo de mentirle sobre mi marcha de casa fue porque era realmente duro explicarle las razones de mi huida.
Una parte se debía al bulling que sufría en el colegio, otra en la muerte de mis padres y la última gran porción tenía que ver con ese ser enano y ser cuidado por un hermano con el que no sentía afinidad por razones que espero explicaros si tengo valor.
Quedarme enano… He de confesaros que eso me daba miedo…
Deseaba… Anhelaba ser fuerte y alto… Crecer.
Es difícil explicarlo con palabras, pero saber que no crecerás, que tu marca en la pared se mantendrá inmutable con el paso de los años es terrible para un niño, pero insoportable para un adulto.
Y no tiene que ver con lo que implica ser enano. Mis padres siempre llevaron con orgullo lo que eran, jamás les avergonzó.
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