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Albert Espinosa: Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven

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Albert Espinosa Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven

Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven: краткое содержание, описание и аннотация

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Para Dani, la vida de repente deja de tener sentido. Tiene cuarenta años, amaba a “ella”, su pareja, y con ella planeaban tener un niño. Se llamaría Izan, las paredes de su habitación estarían llenas de estrellas, y su llegada sería señal de eterna felicidad. Pero “ella” hace las maletas y se va. Al mismo tiempo, Dani recibe una llamada a la que se aferra como si ahora eso fuera lo único que puede hacer en esta vida. Dani es un buscador de niños perdidos, y esta vez debe viajar a Capri para cumplir su misión. Justamente Capri, el escenario de su descubrimiento, el lugar en donde, gracias a dos personas extraordinarias, tuvo lugar su verdadera iniciación en esta, su vida que ahora se pierde en un incierto recorrido. Junto con Dani, el lector se reencuentra con dos personas queno olvidará. Un anciano que le descubrió el significado de las cosas, un viajero que le transmitió un saber excepcional. Ambos salvaron su vida, la de un chico que había perdido a sus padres, librado a su albedrío. Un viaje hacia una sensibilidad nueva, distinta; ese modo único de ver y leer la vida de Albert Espinosa: amor, vida, muerte y enfermedad. Soledad y amistad -también la maravillosa amistad que puede establecerse entre quien está a punto de dejar esta vida y quien acaba de llegar a ella-, y esa obligación de ser felices que, una vez más, este dotado escritor nos transmite con su talento inusual.

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De pequeño, siempre que le comentaba a mi madre algo importante o le entregaba algún trabajo que había realizado en el colegio, ella me decía que se le habían puesto todos los pelos de punta.

Yo me lo creía, y me emocionaba de tener una madre tan sensible.

Hasta que un día mi hermano mayor me contó que aquello era una habilidad de mi madre que nosotros también poseíamos.

No le creí; aquella afirmación era insultante. Recuerdo que quise pegarle y, aunque éramos de la misma altura, yo acabé de morros contra el suelo y él encima de mí, zurrándome…

¿Sabéis?, quizá ya es hora de que os cuente algo que no os he explicado pero que es esencial para entenderme a mí, a mi familia y mis huidas.

Supongo que es lo primero que debería haberos contado sobre mí…

Mi hermano era enano. Al igual que mis padres. Al igual que yo…

Sí, enano… «De estatura baja» como se dice de manera políticamente correcta… Sí, justo lo que pensáis.

Con diez años la diferencia entre un niño y un enano todavía es insignificante, no es nada evidente, aunque yo creo que el Sr. Martín supo que yo lo era tan sólo verme…

Con trece se comenzó a notar la diferencia, lo suficiente para convertirme en el hazmerreír del colegio… Todo cambió y mi vida comenzó a volverse insoportable a la hora del patio. «Payasete enano…», hablaba de ese color rojizo de mi mejilla, pero sobre todo de mi poca estatura…

Mis padres siempre llevaron bien su estatura baja. Al fin y al cabo eso les unió. El amor les agrandó. Mi hermano lo superó convirtiéndose en un hijo de puta. La mala leche fue el salvoconducto para llevar con orgullo su estatura.

Y yo, con trece años, aún esperaba crecer. Lo deseaba. Los chavales de mi edad sólo me llevaban cinco centímetros, quizá tan sólo era un chico bajo para su edad pero que un día pegaría un estirón.

Recuerdo que un día le prometí a mi madre que yo crecería. Ella, como siempre, se emocionó y me mostró todos sus pelos de punta. Todavía ahora espero que no fuera fingido aquel sentimiento, necesito creerlo. Esa emoción materna fue mi motor durante años… Crecer, crecer por mi madre.

Ella me enseñó que ser enano no era nada vergonzoso ni triste, pero también soñó siempre que yo crecería. No era incompatible. Ella me contaba que, desde el primer instante que me tuvo dentro, notó que yo pesaba demasiado, que era un gigantón. Lo explicaba con dulzura, con orgullo…

Siempre decía que una madre enana puede desear tener un gigantón sin ruborizarse por lo que pueden llegar a pensar sus congéneres. Al igual que una madre gigantona puede desear tener un niño enano por otros motivos.

Me gustaba cómo llamaba a los otros: gigantones.

Cuando nos quedábamos solos, ella siempre me llamaba «mi pequeño gigantón». Y eso siempre le jodió mucho a mi hermano.

Y ahí estaba, con la cabeza contra el suelo y sujetada por las manos pequeñas de mi hermano mayor. Fue ahí donde me demostró que él también conseguía cuando quería que se le pusieran los pelos de los brazos de punta; lo hizo en pocos segundos.

– ¿Ves cómo me emociona este instante en el que te estoy pegando, pequeño gigantón? -me dijo mientras hacía chocar mi cabeza contra una baldosa.

Seguidamente se puso a reír.

Yo estaba entre enfadado y triste. Mi madre me había tomado el pelo durante años.

Decidí probar si yo también podía hacer aquello, ver si también tenía ese don.

En pocos segundos me fascinó ver que todos los pelos de mi cuerpo se erizaban. Era increíble… también poseía ese superpoder. Desconocía para qué me serviría en el futuro, pero estaba seguro de que a la larga le sacaría mucho provecho.

Demostrar emociones que no sientes es algo muy rentable en este mundo. Aunque en aquel instante no le di ningún valor.

Cuando mi hermano me soltó fui a ver rápidamente a mi madre.

En aquella época mi madre y yo éramos enanos igual de altos. Así que hablábamos de tú a tú, a la misma altura. Eso es muy extraño entre una madre y un hijo. No sé por qué, pero tu madre debe ser más alta para sentirte seguro.

Le dije de todo.

Me sentía defraudado ante su emoción falsa en forma de pelos de punta. Ella no me replicó en ningún momento, pero cuando acabé de gritarle rompió a llorar.

Fue la primera vez que la vi llorar y yo era el culpable de sus llantos.

Hubo un instante en que dudé de si sus lágrimas eran verdaderas o eran otro superpoder que yo desconocía. Aunque enseguida me di cuenta de que su emoción me traspasaba de tal manera que dejé de pensarlo.

– Dani -me dijo entre sollozos-, que tenga un don no significa que lo utilice contigo. Jamás lo he hecho. A mí me emociona todo lo que tú haces, simplemente porque es parte de ti. Y tú eres lo más valioso de mi vida, pequeño gigantón.

Casi no la escuché. Sus palabras produjeron en mí el efecto contrario. Dejé de creer que crecería y decidí marcharme por primera vez de casa.

Dos días después de aquella discusión la perdí. Dos días después de haberla hecho llorar, ella y mi padre murieron dentro de aquel maldito coche. En aquel estúpido accidente. Aún recuerdo a aquel policía y su voz impostada intentando mostrar dolor, aunque enseguida me di cuenta de que tan sólo representaba un papel. Teatro del bueno para consolar a un huérfano más.

Desde ese día odio los coches, odio a la gente que bebe y conduce. Odio a los que no respetan el límite de velocidad, los que dicen que controlan… Y no controlan nada; al contrario, a veces hasta descontrolan otra familia con sus actos.

Más de una vez en mi vida he tenido trifulcas con la gente que no quiere respetar las normas de conducción. Creen que son mejores, pero para mí son unos mierdas.

Que alguien no deseara seguir esas normas fue la razón por la que me arrebataron a mis padres. No puedo permitir que nadie más presuma de eso.

Lo más terrible fue el entierro, aquellos dos ataúdes pequeños…

Recuerdo que la gente de las salas contiguas del tanatorio pensaban que enterrábamos a dos niños. Hablaban de lo terrible que debía de ser para un padre perder a dos hijos. Aquello me reventó.

Fui a uno de esos listillos y le dije: «Esos niños son mis padres, y nadie ha llegado nunca a su altura».

Sé que estoy descontrolado cuando hablo de esto pero, aunque han pasado los años, me escuece igual. Siempre he creído que esto será una cicatriz en carne viva en mi vida. Nadie puede curarla, nadie…

Pero volvamos al hospital; ésa es la historia que deseaba contaros ahora.

Regresemos a aquella habitación que jamás compartí junto al Sr. Martín.

Recuerdo que os estaba contando cómo registraba sus efectos personales.

Lo último que encontré en aquella mesita fue un pequeño objeto circular con un vidrio en medio. Parecía un monóculo, pero el cristal era negro y tenía en el lateral un asidero con forma de faro metálico. Era como un faro de plata pegado a ese monóculo; era extraño, pero se habían insertado ambos objetos con tanto amor que te daba la sensación de que nunca habían estado separados.

Aquello parecía tener un poder mágico.

Me lo coloqué sobre el ojo izquierdo, esperando sentir algo extraordinario. Pero no noté nada, tan sólo la habitación se oscureció un poco… Y justo durante aquel instante de eclipse apareció la enfermera.

Su rostro denotaba tristeza. Daba la sensación de que traía una mala noticia. O quizá todo era consecuencia de la oscuridad que proporcionaba aquel curioso aparato.

– Dani, se ha complicado la operación. El Sr. Martín está en la UVI y quiere verte.

No reaccioné. Ni tan siquiera me quité aquel extraño anteojo, no podía. Todo estaba negro a mi alrededor y parecía que el mundo se había paralizado. No deseaba volver a la normalidad, no deseaba ejercer de acompañante.

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