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Albert Espinosa: Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven

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Albert Espinosa Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven

Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven: краткое содержание, описание и аннотация

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Para Dani, la vida de repente deja de tener sentido. Tiene cuarenta años, amaba a “ella”, su pareja, y con ella planeaban tener un niño. Se llamaría Izan, las paredes de su habitación estarían llenas de estrellas, y su llegada sería señal de eterna felicidad. Pero “ella” hace las maletas y se va. Al mismo tiempo, Dani recibe una llamada a la que se aferra como si ahora eso fuera lo único que puede hacer en esta vida. Dani es un buscador de niños perdidos, y esta vez debe viajar a Capri para cumplir su misión. Justamente Capri, el escenario de su descubrimiento, el lugar en donde, gracias a dos personas extraordinarias, tuvo lugar su verdadera iniciación en esta, su vida que ahora se pierde en un incierto recorrido. Junto con Dani, el lector se reencuentra con dos personas queno olvidará. Un anciano que le descubrió el significado de las cosas, un viajero que le transmitió un saber excepcional. Ambos salvaron su vida, la de un chico que había perdido a sus padres, librado a su albedrío. Un viaje hacia una sensibilidad nueva, distinta; ese modo único de ver y leer la vida de Albert Espinosa: amor, vida, muerte y enfermedad. Soledad y amistad -también la maravillosa amistad que puede establecerse entre quien está a punto de dejar esta vida y quien acaba de llegar a ella-, y esa obligación de ser felices que, una vez más, este dotado escritor nos transmite con su talento inusual.

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Justo entonces recordé el gran consejo que me había dado uno de mis maestros, un buen hombre que conocí cuando me iban a extirpar las amígdalas.

Sólo coincidí con él unos pocos días en aquel hospital de mi ciudad natal, pero marcó parte de mi vida. Hacía tiempo que no pensaba en él, creo que demasiado… Pero ese «no» me había transportado a él inmediatamente…

Supongo que debo hablaros de él, ya que sin conocer lo que viví a su lado hace treinta años es difícil comprender por qué soy como soy y por qué ella no quiere seguir estando conmigo.

Y es que me convertí en quien soy gracias y por culpa del Sr. Martín.

Sin embargo, antes de dejar que mi memoria vuelva al pasado, y escuchando como banda sonora de ese instante el extraño sonido que ella produce al llevarse todas las cosas de nuestra habitación, debo decir ese trío de frases godardnianas que una vez significaron para nosotros «Te amo»…

«No puedo vivir sin ti…

»Sí que puedes…

»Sí, pero no quiero.»

Me las susurré a mí mismo suavemente, dulcemente…

Pero es difícil gozar con un «Te quiero» propio.

3

La soledad del que no tiene a nadie esperándole

El día que conocí al Sr. Martín, yo ingresaba en el hospital con diez años, para perder las amígdalas, y él estaba a punto de desprenderse de un pulmón y medio.

Yo tenía tanto miedo cuando entré en aquella habitación que conseguí que se sintiera cómodo con el suyo propio.

– Pensaba que yo era la persona con más miedo del mundo, pero veo que tú triplicas el mío. Eso me tranquiliza -me dijo muy serio.

Era muy grande, medía casi dos metros y rozaba los 150 kilos.

Todo en él era inmenso, superaba los noventa años y su barba grisácea inundaba todo su rostro.

Me habría dado miedo si me lo hubiera encontrado en la calle, pero allí, con aquella bata que no le cubría ni el culo, me parecía totalmente inofensivo.

Mis padres habían ido a firmar mi ingreso; me alegré de que no los conociera. En aquella época aún sentía vergüenza de ellos.

Mi gran aliada contra aquel gigante era aquella enfermera que parecía no interesarse mucho por mí, pero que cumplía los cánones de estatura, peso y edad.

Pero mi escudo desapareció al poco de acomodarme en aquella enorme cama.

Así que me quedé solo junto a la persona más impresionante con la que he compartido respiración en mi vida. Nadie más me ha robado tanta ni he sentido tan cerca la suya propia.

Nos quedamos en silencio. Él no paraba de mirarme.

Fueron casi dos minutos iniciales de gran tensión. Él olía mi miedo, pero no parecía que fuera a atacarme. Finalmente rompió el instante…

– Me llamo Martín. ¿Y tú?

Me tendió la mano. Yo dudé si encajarla.

Mis padres me habían enseñado que jamás debía saludar a desconocidos. Aunque, teóricamente, Martín no era un desconocido completo, ya que dormiría junto a él durante las siguientes tres noches si nada se complicaba.

Era curioso, era un desconocido que debía convertirse rápidamente, por obligación, en alguien cercano.

– Dani…

Me salió casi como un susurro. Pero creo que me oyó.

Apreté con fuerza la mano que me tendía. Él sonrió y no apretó nada. Fue un bonito gesto sentir que tenía más fortaleza que él.

Estuve a punto de decirle algo, pero justo en ese instante apareció un celador para llevárselo al quirófano.

El camillero le habló fuerte. Manías que tiene la gente con las personas mayores. Creen que les facilitan la vida subiéndoles el tono o bajándoles el ritmo vital.

– Sr. Martín, es hora de ir al quirófano. ¿Dónde está su acompañante?

El Sr. Martín le indicó con la mano que bajara el tono. Fue divertida la forma como lo hizo.

– No tengo acompañante -replicó seguidamente, sin ningún tipo de vergüenza.

– ¿No tiene a nadie que le espere fuera mientras le están operando? -repitió aquel chaval veinteañero con un tono que rozaba la grosería.

– Tengo muchos que me esperan fuera si la cosa va mal, pero nadie si la cosa va bien.

Ahora el celador era quien sentía vergüenza.

– Lo siento -musitó.

– Yo no. Mi tiempo ya no es éste. Es normal entonces que ya no tenga a mi gente conmigo, ¿no?

Un nuevo silencio nos absorbió a los tres.

Yo nunca había imaginado que alguien no tuviese a nadie sufriendo tras una puerta de quirófano. Nadie a quien el médico pudiera salir a tranquilizar por la tardanza o por los problemas derivados de alguna complicación.

– ¿Qué le van a hacer? -pregunté poniendo el mejor tono de adulto que supe imitar.

Él se volvió y clavó de nuevo su mirada en mí.

– Me van a dejar medio pulmón dentro. Lo justo para poder respirar y soltar un poco de aire. Aunque tampoco necesito mucho más a mi edad. Me han dicho que se puede vivir hasta con un cuartito de pulmón. Así que me sobra…

Me quedé tocado. Yo perdía unas amígdalas y vendrían para estar conmigo mis padres, los dos abuelos que me quedaban y mi hermano. Él perdía parte de su respiración y no tenía a nadie a su lado…

Creo que en aquel instante descubrí que el mundo era injusto. A partir de ahí he sido testigo de tantas injusticias que he dejado de contarlas y he convivido con ellas sin inmutarme.

– Yo le esperaré fuera -solté casi sin darme cuenta de lo que decía.

Él sonrió por primera vez. En su sonrisa había mucha felicidad.

Se acercó a mí y me abrazó. Y con el abrazo me llegó todo el miedo que sentía ante aquella operación que le privaría de aspirar tanto aire como desease.

– Gracias -me susurró-. Hace más ilusión salir de ahí dentro si sabes que alguien te va a esperar aquí fuera. Me dará la sensación de que actúo para alguien y eso es importante… ¿Sabías que en teatro sólo actúan si hay como mínimo tantos espectadores como actores interpretando?

Negué con la cabeza.

– Ahora ya puedo actuar, porque tengo un espectador observándome. Lo haré bien por ti.

El abrazo cesó y dejó de susurrarme cosas.

El celador se lo llevó y cuando me quedé solo fue cuando comprendí la gran responsabilidad que había aceptado.

Él estaría cerca de ocho horas en aquel quirófano y yo estaba decidido a comportarme como su fiel acompañante.

Un chico de diez responsable de un hombre de noventa.

Me pareció algo normal en aquel tiempo… En este momento, lo encuentro extraño.

Aunque ahora todo era diferente, sin ella, sin nuestro código de amor, me había quedado un poco huérfano.

Sé que queréis saber si el Sr. Martín volvió del quirófano con su medio pulmón, pero yo debo seguir contándoos el viaje que hice hasta encontrar a aquella señora que creía que a algunas canciones de amor les faltaba un verso para ser completas.

Es por ello por lo que debemos regresar a la llamada y al nuevo trabajo que me querían encargar…

4

Hay veces que una pareja arrastra tanto que ni el amor es suficiente

Mientras ella recogía sus cosas de la habitación, yo estaba en el salón hablando por teléfono. La situación era surrealista.

El sonido que ella producía al introducir sus pertenencias en la maleta me superaba. Sabía que aceptaría aquel caso fuera el que fuese. No deseaba quedarme solo en aquella sala donde acabábamos de discutir ni mucho menos en una casa vacía sin ella.

Sé que podía haber ido tras ella. Aún no se había marchado, pero teníamos tantos problemas, arrastrábamos tanto pasado que era imposible que se solucionase como en una de esas películas de cine.

No hubiera servido de nada aparecer en la puerta de la habitación, mirarla, apartarla de la maleta, darle uno de esos besos increíbles y decirle que no se marchara.

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