Olvidar el olor por las prisas
Metí apenas cuatro cosas en la maleta y decidí coger el primer vuelo rumbo a Nápoles. Sé que huía, que el hecho de que acabasen de dejarme me superaba e intentaba no pensar en ello. Era una reacción infantil, pero era justo lo que necesitaba en esos momentos.
Fui al lavabo para llevarme cuatro cosas más.
Y fue allí donde descubrí su perfume. Se lo había dejado.
Con las prisas había olvidado su olor. Tan sólo cajones y mesitas habían sido saqueados.
Acerqué su olor a mí y fue como tenerla al lado… Fue como sentirla…
Dolía mucho todo aquello. La añoraba y no hacía ni diez minutos que se había marchado de mi vida. Aquella ruptura sería muy dura, no había ninguna duda.
Creo que, llegados a este punto, he de contaros qué problemas teníamos. Es lo justo, porque, si no, no podréis decidir a favor de quién estáis.
No nos engañemos, en una ruptura hay que tomar partido. Siempre, aunque no lo desees. Aunque seas de la familia, aunque seas un amigo o un simple lector, tienes y debes tomar bando para sentirte en paz.
Ella y yo… Mierda, cómo escuece hablar de eso… Además, me di cuenta de que estaba impregnado de su olor. Tan sólo me lo había acercado y ya olía a ella.
Sabía que debía deshacerme de aquel perfume tamaño gigante antes de que acabase accidentalmente traspasándome su olor cada mañana. Debía vaciarlo en la bañera.
Debéis entender que con su olor en mí, en mi baño, el dolor se acercaba a cotas extremas.
Finalmente me decidí por el lavabo, abrí la tapa del váter… Pero me detuve… No podía tirar su olor. Hacerlo era un acto sumamente injusto. Era casi vomitivo. Me detuve justo antes de que se derramara una sola gota.
Y de repente… Se me ocurrió una forma mejor de deshacerme de aquello, una que no me hiciera sentir culpable.
Coloqué su olor en mi bolsa de viaje.
Salí rápidamente de casa, pero no cerré con llave. No me importaba que entrasen a robar; no quedaba nada de valor en aquel hogar.
Cogí un taxi al vuelo. De esos que parecen que saben que vas a salir de casa, pues fue increíble la sincronía entre mi aparición por la calle y su giro en el cruce.
Y allí, dentro del taxi, en silencio, esperé.
Tan sólo deseaba que pasaran los minutos hasta llegar al aeropuerto. No necesitaba ni conversación ni música.
Tan sólo que el tiempo pasase.
Hacía muchos años que no necesitaba vivir el momento. Pero ahora me era imprescindible porque el momento no me aportaba nada de valor. En cambio, el futuro, el paso del tiempo, tenía la clave de todo y me devolvería mi propio yo sin dolor.
Creo que la última vez que no necesité vivir el momento fue cuando esperé a que el Sr. Martín regresase del quirófano. Solo deseaba que pasaran las horas y él volviera operado. Y es que, como os comenté, yo era su acompañante y me lo había tomado muy en serio.
El taxista rompió mi momento y puso la radio.
Sonó un ballenato. Siempre he pensado que esa música es demasiado triste. Son peores que los boleros: hablan de amores perdidos, imposibles, sin ningún futuro y los cantantes se regodean en esa pérdida como si fuera algo bello.
Odio los ballenatos. Aquél se llamaba «Me ilusioné» y su letra iba poco a poco rasgando mi propio ser. Quería pedirle al taxista que quitase la canción pero aquello me obligaría a comunicarme con él, justamente lo que no deseaba en ese instante. No quería por nada del mundo interaccionar con otro ser humano más que lo justo y necesario…
Así que decidí huir con mi mente hasta aquel hospital donde de pequeño esperé a que un desconocido volviese con medio pulmón…
Demostrar emociones que no sientes es algo rentable en este mundo
El Sr. Martín entró en el quirófano a las once de la mañana. A la una vino una enfermera para comentarme que todo iba bien. Me sentí tranquilo. Tan sólo faltaban seis horas más de vigilia.
Mis padres habían ido a comer algo, así que estaba solo en aquella habitación; el lado del cuarto del Sr. Martín me seducía y me llamaba poderosamente.
Quería saber quién era aquel hombre gigantesco por el que esperaba con anhelo. Creo que fue la primera vez en mi vida que investigué.
En esa ocasión no era el cuarto de un niño ni de un adolescente lo que allanaba, pero la adrenalina de rebuscar entre los objetos de otra persona fue igual de intensa. Eso nunca cambia, ese placer siempre se te mete en el cuerpo porque es muy potente encontrar objetos que desconoces.
Además, creo que estaba en mi derecho. Estaba esperando por él, así que, como mínimo, debía conocerlo.
Abrí el cajón de su mesita. Ya sabéis lo que opino de esos cajones…
Había allí un montón de cartas, una pequeña libreta y numerosas fotografías polaroid. Para mí, todo aquello era como de otra época.
Observé las fotos. En ellas había retratadas numerosos faros.
Faros de distintas medidas y tamaños. Pero, a diferencia de lo que podáis estar pensando, no estaban tomadas desde tierra, ni tan siquiera salía él en ellas.
Estaban tomadas desde un barco o desde la mar. Siempre se veía parte de un mástil o una proa o una popa y, de fondo, el inmenso faro. Además, casi todas las instantáneas eran nocturnas y el faro estaba captado en movimiento.
En ninguna había rastro de personas…
Faros y trozos de barcos… Barcos y trozos de faros. Había casi quinientas; las observé todas detenidamente… Tenía tiempo de sobra.
Vi que detrás de cada una de ellas había una fecha y una palabra. Eran adjetivos que no parecía que hicieran referencia ni a las características del faro ni al lugar ni a la hora que habían sido tomadas… Yo estaba casi seguro de que hablaban de él, del Sr. Martín.
Se titulaban: «triste», «enamorado», «añorado», «infiel», «alejado», «solo» y una que me impactó enormemente «afortunado»… Ese adjetivo aparecía en casi diez o doce fotos. Creo recordar que fue la primera vez que vi escrita esa palabra en un papel. En mi mundo la gente no era afortunada, y mucho menos se le ocurriría escribirlo en tinta para que quedase constancia para siempre.
Cuatro horas más tarde volvió la enfermera y me dijo que ya le habían quitado un pulmón y todo iba bien. La enfermera me soltó: «Tu amigo es un hombre afortunado».
Yo sonreí. Ya lo sabía. Lo estaba descubriendo en sus pertenencias… Me daba cuenta de que era un luchador implacable, lo notaba en su letra.
Mi padre siempre me había aconsejado que tuviera buena letra, porque es la forma que tienes de demostrar a los demás que eres de fiar.
Creo que poseo una letra de fiar, de la que mi padre estaría muy orgulloso. No sé si lo estaría tanto si supiera que me gano la vida revolviendo objetos de desconocidos. Pero eso tampoco lo sabré nunca…
También encontré numerosas cartas en su mesita. Dentro de cada una había una sucesión de números. Números que carecían de sentido. El 12, el 36, el 9, el 7, el 2… Iban cambiando sin ton ni son.
En cada una de esas cartas había cientos de hojas con números y, finalmente, en la última cuartilla había dos números en grande. Cada sobre llevaba el nombre de una ciudad.
Parecía una clave, pero en aquel instante no llegué a descubrirla. Quizá el Sr. Martín era un espía. Me quedé mirando esos dos números finales que estaban en tinta roja y con una letra grande de fiar.
Me fascinaba cada vez más aquel hombre misterioso y no deseaba perderlo sin haberlo conocido.
El hecho de tener ese pensamiento hacia él hizo que se me pusieran todos los pelos de punta.
En mí no era nada extraño, y para que comprendáis por qué lo digo os he de contar algo… Siempre que lo deseo puedo poner mis pelos de punta… Mi madre también podía hacerlo.
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