– Alta, los niños tienen hambre. Dales de comer.
– ¿Qué les doy, señora?
– Lo que puedas.
O:
– Alta, está muy tarde. Duerme a esos niñitos.
– No se dejan, señora.
– Entonces déjalos un rato más.
Ella misma no se acostaba a ninguna hora. Vagaba por la isla, como un alma en pena, mirando hacia el mar. Ramoncito trotaba detrás, lloriqueando y moqueando.
– Mamá, yo sé dónde está papá.
– No inventes cosas, niño.
Al tercer día, con los pies ampollados, Alicia se sentó en un rincón de la cocina y no se pudo mover más. Se quedó ahí, callada, ausente, hipnotizada, hasta que Rosalía llegó anunciando que había visto el planchón, enterrado en la arena, hacia el norte. Olvidándose de sus pies Alicia voló hasta allá, siempre con su hijo detrás. El planchón estaba, pero los hombres no. Ni señales de ellos.
– Tirsa, ¿tú crees que están muertos?
– Sí.
Alicia Arnaud se tendió en la playa, como si hubiera decidido quedarse a vivir ahí para siempre. Más que tristeza de viuda, sentía despecho de novia abandonada. Se consumía en rabietas doloridas y se desgarraba en ataques de celos. La suya era una pena rencorosa, como la de una mujer a quien el amante deja por otra, como la de un hombre traicionado por sus amigos, y era una pena ansiosa, que no daba descanso, como la de una mujer que quiere que el amante regrese, como la de un hombre que espera que le pidan perdón. Irse y dejarla era eso, una traición de Ramón. Si volvía se lo echaría en cara: ¿a quién se le ocurre morirse de esa manera, tan absurda, tan gratuita, y dejarla sola? Si volvía, le diría: ¿no pensaste en tus hijos, cuando te arriesgaste así? Si volvía… si volvía lo perdonaría. Lo abrazaría, lo adoraría, le secaría los pies con el pelo. Si volvía… Tal vez volviera, seguro volvería: Alicia levantaba la cabeza para mirar al mar.
El resto del mundo no existía para ella. No veía, no oía, no entendía, no tocaba la comida que le llevaban. No se percataba de la presencia de Ramoncito, que se le encaramaba en los hombros, la jalaba de los brazos, le revoloteaba alrededor, sin parar nunca de hablarle.
– Mamá, mira este caracol, mamá, me duele aquí. ¿Mamá? ¿Te cuento un cuento? Mamá, hace un rato vi a papá. ¿Te hago un collar con este caracol?
Alicia no decía nada, como si estuviera muy lejos y no quisiera regresar. El niño atrapó un cangrejo y se puso a jugar con él. Tenía los ojitos fieros, saltones, el carapacho rojo con puntos blancos. Abría y cerraba las tenazas, tenía pelos en las patas y antenas en la cabeza. Se quería escapar, corría hacia atrás, hacia los lados. Con un tronco, Ramoncito le bloqueaba el camino. Con un palito lo chuzaba, lo hostigaba con un pie.
– ¿Mamá? Mira este monstruo marino, mamá.
El animal sufría, se enfurecía, se enloquecía, era fascinante en su desesperación. El niño acercó mucho la cara para observarlo.
El alarido y la carita ensangrentada arrancaron a Alicia del hueco sin fondo de su soledad. El cangrejo había mordido a Ramón en el labio, abriéndoselo en dos. Ella alzó al niño y corrió con él en brazos hacia la casa.
– ¿Viste, mamá? El monstruo marino era furioso.
Ella lo apretaba, le besaba el pelo, los ojos, le pedía perdón.
– Perdón, hijo, perdón, perdón, fue culpa mía, fue por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…
Una vez en la casa Alicia lavó la herida, sacó un costurero del baúl de sus pertenencias queridas y enhebró una aguja con el último trozo de hilo que le quedaba. Una hebra resistente, larga, azul.
– ¿Dónde está Tirsa? -le preguntó a Altagracia.
– Está lejos, señora. ¿Se la llamo?
– No hay tiempo. Alta, sujeta al niño.
Alicia respiró hondo, dominó el temblor de la mano, sacó valor de donde no tenía y cosió la herida, puntada a puntada, con la aguja y el hilo azul. Cuando terminó, acostó a su hijo y le acarició la cabeza mucho rato, hasta que lo dejó dormido. Después llamó a las demás mujeres. Llegaron las cinco: Tirsa, Altagracia, Benita Pérez, viuda del soldado Arnulfo Pérez, Francisca, la que era novia de Pedrito Carvajal, y Rosalía, mujer de todos y de ninguno. Alicia las miró -estaban desgreñadas, flacas, con la ropa hecha andrajos- y pensó que habían envejecido un decenio. «Así debo estar yo también -pensó-. Como una bruja. Si Ramón volviera, lo mataría del susto.» Las hizo sentar y les habló.
– Aquí se murieron los hombres -dijo-. Pero nosotras seguimos vivas. Están vivos los niños, y hay que alimentarlos. No va a ser fácil. Hay que trabajar duro, así que se acabó el duelo. Basta de llorar por los maridos, porque tenemos que cuidar a los hijos.
En esa misma reunión, que fue la primera que Alicia encabezó, quedó prohibido el uso de las faldas.
– Nada de trapos que estorben -dijo-. Hay que aprender a pescar.
Repartió los pantalones que quedaban de recuerdo de los hombres. Los cortaron por encima de la rodilla y se los ajustaron a la cintura con trozos de cabuya. Llevaban siete años viviendo en una isla y no sabían pescar: conseguir la comida había sido tarea masculina. A partir de ese día, trabajaron en el mar desde el amanecer. Colocaban trampas entre los corales, se esforzaban con redes, cañas y anzuelos, arrojaban palos puntudos contra todo lo que se movía bajo el agua. Horas después se tiraban en la playa, insoladas, derrengadas de cansancio y desmoralizadas por tanto esfuerzo inútil. La primera semana pasaron hambre; sólo consiguieron un par de anguilas, un pulpo y una raya pequeña.
Fueron los niños los que descubrieron la forma fácil de pescar. Un día, cuando las mujeres volvieron del mar con las manos vacías, efncontraron a los niños sentados alrededor de media docena de sardinas que coleaban, vivitas.
– ¿Quién les dio eso?
– Nadie. Se lo quitamos a los pájaros.
Vieron a los niños, dorados y elásticos, dispararse en desbandada por la playa. Cuando un pájaro bobo se clavaba de pico en el agua y sacaba un pez, lo correteaban, zigzagueando, haciendo gambetas, se lanzaban, lo atrapaban y lo sacudían de las patas, hasta que soltaba la presa. Luego regresaban, radiantes, con el pescado brillando en la mano. Ellas se reían -era lindo verlos correr y era cómico verlos zarandear a los pajarracos- y lo intentaban también, pero no podían. No tenían la agilidad de sus hijos. Alicia y Francisca salieron detrás del mismo pájaro, se enredaron la una en la otra y rodaron por el suelo. El ave levantó vuelo, Alicia se alcanzó a parar, se le tiró encima, se quedó con unas plumas en la mano y cayó otra vez. Ahí tendida, con los niños gritando y aplaudiendo alrededor, comprendió lo que un minuto antes le habría parecido inconcebible. Se dio cuenta de que todavía, a pesar de todo, podía estar feliz. Le dio vergüenza con Ramón, se levantó enseguida y se sacudió la arena del pelo. Esa noche prendieron una hoguera a la orilla del mar, y tostaron más pescado del que pudieron comer.
Con el tiempo perfeccionaron otros métodos prácticos de pescar. El mejor era tenderse boca abajo en el muelle, con el palo puntiagudo en ristre, y esperar que un pez grande viniera a refugiarse debajo. Por entre las tablas rotas es fácil sorprenderlo y arponearlo. Así consiguieron sierra, róbalo, pez tigre y pez tortilla. Alicia volvió a desempeñar su papel de maestra de escuela, y los niños y las demás mujeres tuvieron que asistir diariamente a sus clases. En vez de lápiz y papel, escribían y sumaban con palitos sobre la arena. Como todos los libros se habían perdido, los textos de lectura eran los cuadernos de contabilidad de la compañía de guano y unos viejos recortes de periódico que hablaban de la invasión a Veracruz. Conjugaban verbos en inglés y en francés, aprendían religión, modales y urbanidad.
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