Laura Restrepo - La Isla de la Pasión

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos.
El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte.
Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica.
Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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A Victoriano el mulato, nieto de la negra Aleja y del general, le tocó la suerte de los que se criaron en el patio trasero. Aprendió la historia familiar por los chismes de las sirvientas. Fue testigo invisible y mudo de los éxitos económicos, las contiendas políticas y las aventuras militares de su abuelo, sus tíos, sus primos y sus hermanos blancos. Y espió, por entre las rendijas, sus conquistas y sus atropellos amorosos. Hasta que se aburrió de comerse con los ojos a las mujeres que ellos poseían, se hastió de las hazañas que ellos protagonizaban, se cansó de admirar y envidiar las vidas que ellos llevaban. Quiso vivir la propia, se enlistó como soldado en el ejército y fue a parar a la isla de Clipperton.

Clipperton, 1915.

El planchón que llevaba a Arnaud y a Cardona se deslizó hacia una zona de neblina verde y se hizo irreal, como un recuerdo. Desde la playa las mujeres y los niños lo seguían con los ojos. Veían cómo se alejaba con dificultad hacia los arrecifes, cómo iba y venía, frágil y vacilante, sobre un mar contradictorio y traicionero. El esfuerzo de los dos hombres que remaban lo hacía avanzar, y las olas lo obligaban a retroceder. Se alejaba, se empequeñecía, se oscurecía, volvía a acercarse, se aclaraba, se perdía otra vez. Desde la playa las mujeres lo mantenían a flote con la fuerza de sus ojos, lo salvaban con sus ruegos a la santa de Cabora, lo atraían hacia la orilla con el poder del pensamiento. Cuando la imagen se hizo más borrosa, ellas se metieron entre el agua hasta las rodillas, para acercársele, para retenerlo, para rescatarlo.

– ¿Alcanzarán el barco? -le preguntó Alicia a Tirsa. Las enaguas empapadas se les enredaban en las piernas y tenían que agarrarse de los brazos de la otra para mantenerse de pie contra las olas y el viento-. Di que sí, por favor, di que sí.

– Yo no veo barco.

– Pero Rosalía lo ve. Y Ramón estaba seguro…

– No hay barco, Alicia. Gritémosles que vuelvan.

– Tal vez esté detrás de la niebla, tal vez lo alcancen. Tirsa…

– No hay nada y tú lo sabes. Ayúdame a gritar.

Gritaron juntas, gritaron todas, gritaron los niños, y el ruido del mar se tragó las voces.

El planchón se acercaba al arrecife y se sacudía con violencia. Se montaba en la cresta de las olas, subía muy alto, luego caía y las mujeres no podían verlo, hasta que aparecía de nuevo, flotando en los vapores verdes o jineteando las moles de agua. Una gran ola negra lo arrastró hacia atrás, hacia la playa.

– ¡Vuelven! ¡Nos oyeron y van a volver!

– Sí, vienen hacia acá.

Las mujeres gritaban hasta que el ardor les cerraba la garganta, espesándoles la voz. Hablaban todas a la vez, maldecían, rezaban, se contradecían. Otra ola agarró al planchón y lo tiró contra las rocas.

Alicia se tapó los ojos con las manos:

– Dime si pasaron el arrecife -suplicó.

– No los veo. ¡Sí los veo! Ahí están…

– ¿Los ves?

– Sí, allá.

– Bendito sea el cielo… ¿Están bien?

– Creo que sí. Pero mira eso… mira esa mancha que sale del agua…

– Una mancha negra…

– Es una mantarraya. ¡Los ataca una mantarraya!

– Cállate, Rosalía, son sólo rocas. Tirsa, ¿los ves?

– Sólo veo sombras.

– Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea…

– Deja de rezar, Alta, y ocúpate de los niños.

Los siete niños se habían olvidado del planchón, y chapoteaban, tranquilos, entre el agua.

– Les digo que es una mantarraya. ¡Los volcó una mantarraya!

– Abre los ojos, Alicia, ayúdame a mirar.

– No los veo. ¡Se hundieron! ¿Alguien los ve?

– ¡Allá van, allá van, yo veo a mi papá!

– ¡Cállense, niños!

– Mi papá está luchando contra una mantarraya.

– ¡Que se callen! ¿No se dan cuenta? Altagracia, te digo que saques a los niños del agua. Tirsa ¿tú los ves?

– No, Alicia, no los veo.

– Altagracia, ¿tú los ves?

– No, señora.

– Rosalía, alguien, cómo es posible que nadie vea nada…

– ¡Santo Cristo! Se los tragó el mar.

– ¡Cállate tú también! Ven, Tirsa, acompáñame -Alicia se metió más en el agua. Ramoncito se le prendió al cuello.

– Vete, niño, salte a la playa.

– No.

– Vete niño, que te ahogas y que me ahogas a mí. ¡Alguien que se lleve a este niño!

Altagracia arrancó a Ramoncito, que daba alaridos, y lo jaló hacia afuera. El resto del grupo se alejó también. Se quedaron solas Alicia y Tirsa y avanzaron mar adentro, hasta que sus pies no tocaron fondo. Se quedaron flotando, tragando agua cada vez que las olas les pasaban sobre la cabeza.

– Tirsa, ¿los ves?

– No, hace rato no los veo. Veo aletas de tiburones.

– ¿Tiburones? ¡Se los tragaron los tiburones!

– Espera. Mejor vamos a buscarlos por la playa, tal vez regresaron por otro lado.

Se salieron del agua. Los niños corrían, empapados, entrechocando los dientes de frío.

– Alta, tú te quedas con los niños. Quítales la ropa, para que se sequen. Las demás, vamos a buscar a Ramón y a Cardona. Rosalía y Francisca, vayan por ese lado. Tirsa y yo vamos por este.

El resto de la mañana caminaron por entre el coral molido, bordeando la orilla. A veces alguna veía algo, se metían al agua, llamaban a voces y luego salían, para seguir caminando. A media tarde los pies les sangraban, heridos por el coral. A veces se cruzaban con las otras:

– ¿Los vieron?

– Nada.

– Sigan buscando. Busquen hasta que los encuentren.

Se cruzaban con Altagracia y los niños. Ramoncito corría detrás de su mamá y se le prendía a las piernas.

– Ahora no, niño.

Ramoncito lloraba, no se quería soltar.

– Alta, llévate este niño. Dales algo de comer, que deben tener hambre.

– ¿Qué les doy?

– Lo que encuentres.

– No hay pescado.

– Dales huevos. Dales agua, que tienen sed. Vístelos, que tienen frío.

– Toda la ropa está mojada.

– Entonces prende fuego. Suéltame, Ramón, ayuda a Alta a prender el fuego.

– ¿Y papá? Yo sé dónde está papá.

– ¿Dónde?

– En la casa. Ya llegó.

– ¿Cómo sabes?

– Yo sé.

Alicia corrió hacia la casa. El niño corrió detrás de ella, y Altagracia detrás del niño. Cuando llegaron, encontraron el lugar vacío.

– ¿La señora no tenía un lente para mirar de lejos? -preguntó Altagracia.

– Ramón se lo dio a los holandeses.

– Si ellos pudieron llegar a Acapulco, a lo mejor el señor también puede.

– ¿En esas tablas? No digas tonterías. Toma este niñito, Alta. Juega con él, duérmelo, dale de comer, haz algo, pero sácamelo de encima, que tengo que encontrar a Ramón.

Alicia y Tirsa corrieron hacia la roca del sur. Viéndolas alejarse, Ramoncito gritaba, se ahogaba en llantos y en hipos, mientras los otros niños jugaban a la gallina ciega. Las dos mujeres ascendieron hasta el faro y miraron en todas direcciones, hasta que les dolieron los ojos. La neblina se había tupido y era un velo impenetrable que rasgaban, de vez en cuando, las aletas filosas de los tiburones. Cuando oscureció las dos mujeres aún estaban arriba, en medio de un remolino helado de vientos, y al amanecer seguían ahí, con los ojos prendidos del horizonte. El sol nacía con fuerza, despejando la niebla fantasmal, y el mar se despertaba amarillo, rosa y naranja, sin un solo punto oscuro que opacara su brillo limpio.

Los días que siguieron fueron iguales. Alicia se envolvió los pies lastimados en trapos para defenderlos de los corales y vagó por las playas, sin parar, en una agitación agónica y sin sentido. De vez en cuando decía, al pasar:

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