Laura Restrepo
La Isla de la Pasión
© 1989
…y luego con algunas ridículas ceremonias
le entregaron las llaves del pueblo
y le admitieron como perpetuo gobernador
de la ínsula Barataria.
Miguel de Cervantes
Don Quijote de La Mancha
A mi gente: Pedro, Mamina,
Carmen, Monko, María y Bebeño.
Los hechos históricos, lugares, nombres, fechas,
documentos, testimonios, personajes, personas vivas
y muertas que aparecen en este relato son reales.
Los detalles menores también lo son, a veces.
Una muñeca abandonada entre las rocas desde hace docenas de años. Se le borraron las pestañas y el color de las mejillas y los animales mordisquearon su piel de porcelana. Ella observa, lela, con las cuencas vacías de sus ojos y todo lo registra en su cráneo carcomido por la sal.
Después de que todo pasó la muñeca sigue ahí, como testigo muerto, en medio de la ebullición de los miles y miles de cangrejos que cubren la arena, que se cubren los unos a los otros en nerviosas capas móviles, siempre en torno a ella, y asediando su cabeza calva y su tronco desmembrado, asomándose por los orificios que dejaron los brazos y desapareciendo por la entrepierna rota.
El cangrejerío se agita perplejo ante esa presencia remotamente humana. Porque ella, la muñeca, junto con otras basuras indefinibles, es el único vestigio del hombre que perdura en la isla de Clipperton.
Sobre esa misma playa donde hoy reina la muñeca rodeada por su histérica corte de cangrejos, hace tiempo los niños corretearon a los pájaros bobos, las mujeres se arremangaron las faldas para mojar los tobillos en el agua y los marineros desembarcaron cestos de naranjas y de limones.
Pero todo eso fue antes de la tragedia.
Después nadie quiso ni pudo volver a Clipperton, salvo algún negociante de guano y la media docena de marinos franceses que una vez al mes desembarcan para asistir, adormecidos por la indiferencia y por los vahos soporíferos que emanan del suelo, a la rutinaria ceremonia de izar la bandera de su país. Porque Clipperton, que en sus buenas épocas fue territorio mexicano, pasó a ser propiedad de Francia, también eso, de alguna manera, como consecuencia de lo que ocurrió.
Incluidos los franceses, cuyos nombres no se conocen, son contadas las personas que a lo largo de la historia han pisado Clipperton, tan contadas que un estudio minucioso de documentos permitiría hacer, con algún margen de error, la lista de todas ellas. La mayoría sólo ha permanecido allí algunas horas, a lo sumo días, y pocas han aguantado años.
Quienes han estado allá, dicen que Clipperton es un lugar malsano, arisco. Aseguran que por sus playas ruedan restos de naufragios y que en sus aires flota el tufo de azufre de una laguna volcánica de aguas envenenadas que no toleran vida animal, ni son potables, y que queman a los hombres que se sumergen en ellas. Esa laguna, que reposa en la cuenca de un viejo cráter hundido, se extiende en el centro del atolón y ocupa casi la totalidad de sus cinco kilómetros de extensión, dejando a su alrededor, como único espacio donde el hombre puede sentar pie, un angosto anillo de tierra con playas hirsutas de coral molido y trece palmeras que el viento quiere arrancar. Agua rodeada de agua, Clipperton es poco más que eso.
Una de las razones de la soledad de Clipperton es su lejanía, otra su tamaño y su condición insignificantes. Se sabe que es tan pequeña que se puede recorrer íntegra en una sola mañana, saliendo a buen paso a las siete y volviendo al punto de partida antes del mediodía.
Se sabe también que queda en el Océano Pacífico a 10 grados, 13 minutos latitud norte y 105 grados, 26 minutos longitud oeste, y que el lugar más cercano a ella es el puerto mexicano de Acapulco, a una distancia de 511 millas náuticas, o sea 945 kilómetros. Quien imagine un mapamundi puede ubicarla en el punto de cruce de un eje que bajara de Acapulco hacia el sur y otro que partiera de San José de Costa Rica hacia el oeste, y comprobar que está en la misma posición con respecto a la línea ecuatorial que Cartagena y Maracaibo. Eso es lo que se sabe, y sin embargo algunas cartas de navegación la relegan a la incertidumbre al marcarla con la sigla «D. E.»: Doubtful Existence, existencia dudosa.
Ni siquiera su nombre es su verdadero nombre. «Clipperton» es un alias, una maniobra de distracción. Una de tantas maneras que tiene la isla de desdoblarse y de encubrirse. El verdadero, con el que fue bautizada por primera vez, entre 1519 y 1521, cuando Fernando de Magallanes la divisó de lejos, fue el nombre de Isla de la Pasión, evocador pero esquizofrénico porque encierra en sí a los contrarios: pasión significa amor y dolor, entusiasmo febril y tormento, afecto y lujuria. Cualquiera, sólo con abrir un diccionario de sinónimos, comprueba la polivalencia de la palabra. Isla de la Pasión, le puso a ese atolón del Pacífico Fernando de Magallanes, viejo navegante que de tanto recorrer tierras desconocidas aprendió a comprenderlas con sólo mirarlas.
No sólo por irrelevante y apartada permanece despoblada Clipperton, sino también y sobre todo porque ella se empeña, rabiosa, en que así sea. Durante siglos ha trabajado para convertirse en una fortaleza inexpugnable, edificando alrededor de sí misma, pólipo por pólipo, una muralla viviente de arrecifes coralinos que acecha bajo las aguas para destrozar los barcos que se acercan. Este poderoso arrecife es la única construcción cuya existencia tolera, y para librarse de las demás, atrae huracanes que arrasan lo que construya el hombre. Además mantiene en sus costas tres rompientes que vuelcan las embarcaciones menores y ahogan al que intente cruzarlas a nado. A quienes, a pesar de todos los obstáculos, logran llegar, creen domesticarla y echan raíces, la isla, traicionera, los aplasta al final con castigos como el escorbuto, el abandono y el olvido, y les cobra cada gota de felicidad con dos de angustia.
Azufre, pestes, arrecifes, rompientes, huracanes, todo eso es cierto, pero Clipperton no puede ser tan nefasta como parece, porque si lo fuera no tendría explicación este otro hecho, también cierto, históricamente irrefutable: hace tres cuartos de siglo un joven oficial del ejército mexicano, el capitán Ramón Arnaud, y su esposa, Alicia, desembarcaron recién casados, cargados de ilusiones y de enseres domésticos, con la firme decisión de poblarla con sus descendientes, y Clipperton, la iracunda, los recibió mansamente, les permitió habitarla sin apuros y vivir en ella tan felices como debieron estar Adán y Eva en el paraíso.
La adolescente Alicia encontró el lugar romántico y mágico, tal como lo había soñado, y se enamoró de sus atardeceres y de su paz. Ramón Arnaud, hasta entonces un oscuro personaje quien por su origen familiar hablaba mejor el francés que el español, llegó a sus costas buscando lavar culpas y borrar un pasado escaso en gloria, y justamente allí, en ese rincón equívoco del planeta, le fue dado protagonizar gestos de heroísmo al defender la soberanía mexicana contra enemigos reales e imaginarios, no menos terribles los segundos que los primeros.
Que el final de esta historia haya sido trágico no niega lo anterior, los cinco años de bondades que Ramón y Alicia vivieron en la Isla de la Pasión. Así que si esta no es el infierno ni es el paraíso, si no es una pasión gozosa, ni tampoco una dolorosa, entonces no le queda sino una posibilidad, Clipperton no es nada. Existencia dudosa: punto mínimo, imperceptible, a donde no se puede llegar y de donde no se puede salir. Barrida por huracanes, erosionada por las mareas, borrada de los mapas, olvidada por los hombres, extraviada en el mar, antes mexicana y ahora expropiada y ajena, trastocado su nombre, muertos hace tiempo los protagonistas de su drama. Quiere decir que no existe. Que no hay tal lugar. Ilusión a veces y otras veces pesadilla, la isla no es más que eso: sueño. Utopía.
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