– ¿Por qué?
Ella no se atrevió a decir la verdad.
– Porque pesa mucho y no puedo moverlo.
Alicia jamás volvió a la guarida del faro, y en medio de los muchos enfermos que tenía que atender, Ramón no se acordó más de Victoriano Álvarez. El negro quedó abandonado en su choza, rumiando venganzas y viendo cómo el cuerpo se le corrompía, pedazo a pedazo.
El escorbuto avanzaba. Los granos y las pústulas reventaron en llagas que crecieron, se infectaron y en los peores casos se plagaron de gusanos. Los desinfectantes se terminaron y en su ausencia Ramón recurrió a un viejo método para cauterizar. Tomó como ayudante a Tirsa Cardona, la mujer de la sangre fría, y entre los dos repletaban las heridas de pólvora, les introducían una mecha y las hacían quemar.
La época de lluvias se precipitó de un solo golpe y el agua cayó a baldazos, como queriendo lavar los miasmas de la peste. Las inundaciones forzaron a la gente a dispersarse y cada enfermo quedó aislado, librado a su propio horror.
Una madrugada de tormenta golpearon en la casa de los Arnaud. Alicia se levantó a abrir y se topó de frente con un monstruo. Le tomó un instante comprender que lo que tenía delante era la mujer de Irra. Se le habían caído los dientes y la cara amoratada ya no tenía facciones. Las encías le habían crecido hasta alcanzar dimensiones inverosímiles. De la cueva absurda que era su boca salía un aire rancio que Alicia reconoció: era el hedor de la muerte.
– Vengo a preguntar dónde puedo sepultar a mis dos hijos -farfulló-. Se murieron anoche.
El entierro se haría por la tarde, al lado de la tumba de Jesús Neri, el primer muerto de Clipperton, el soldado viejo comido por los tiburones. Pero antes de la hora señalada la mujer de Irra también murió. Guardaron su cuerpo en una sola caja con los de sus hijos, y una procesión triste y andrajosa se arrastró bajo el diluvio, con los tres muertos a cuestas, hacia el cementerio, al lado de la roca del sur. Llevaban los ojos clavados en el piso. No se miraban a las caras: era duro ver el desastre propio reflejado en los demás. No hubo ceremonia, ni militar ni religiosa, porque no les dieron las fuerzas. Los enfermos las agotaban sólo con tenerse en pie, y los sanos cavando en la piedra con el agua azotándoles la espalda.
A los muertos se los tragó el hoyo y los vivos desaparecieron bajo la lluvia. Sólo un grupo pequeño de hombres permaneció al lado de la tumba acompañando al sargento Irra, que acababa de enterrar a toda su familia. Sin hablar se pusieron de acuerdo. Caminaron despacio hasta la guarida del faro, con una sola decisión y una sola voluntad. Encontraron a Victoriano Álvarez tirado en la hamaca, todavía vivo, y lo golpearon hasta que lo sintieron muerto. «Se hizo justicia», escribieron después sobre el piso de tierra de la cabaña.
Desde que enviudó, doña Juana la partera, la mujer de Jesús Neri, se había convertido en una vieja huraña y ermitaña, en una gitana enloquecida y prehistórica. No tenía dónele vivir -nadie recordaba si su casa se había desplomado sola, si la había soplado el huracán o se la habían llevado las inundaciones- y deambulaba de acá para allá con sus corotos a cuestas. La vida a la intemperie la encogió, la arrugó y la ennegreció, como una uva pasa. De día hablaba sola y de noche se arrullaba a sí misma, como si fuera su propia criatura. Los demás se olvidaron de ella y sólo le decían, cuando le pasaban por el lado, «buenas, doña Juana», o «muy buenas, doña Juana».
– Cuáles buenas ni cuáles buenas -contestaba sin que la escucharan-. No hay sino malas y pésimas.
Cuando el escorbuto estaba a punto de liquidarlos, se acordaron de ella.
– ¡La partera nos puede curar!
Fueron a buscarla al pie de la laguna, al nicho de escombros y basuras que le servía de refugio, y ella se asomó cubierta de harapos. Se paró en un montículo de piedras, y habló del demonio. Clipperton vivía en el pecado, como Sodoma y Gomorra -dijo- y la peste era el castigo de Dios. Hombres y mujeres convivían sin vínculo sagrado y los niños crecían sin bautizar. Ella los curaría -les prometió- si antes se ponían en paz con sus conciencias. Le quedó fácil convencerlos. Ella misma ofició ceremonias de matrimonio, bendiciendo patéticas parejas de novios devorados por la enfermedad. Celebró bautismos colectivos, haciendo que los catecúmenos se metieran hasta las rodillas entre la laguna y rociándoles la cabeza con el agua podrida. Su indumentaria de sacerdotisa se hizo imponente. A los trapos que colgaban les añadió pieles de animales muertos y se coronó la cabeza con una vieja pantalla de seda, con borlas alrededor. A la punta de un palo largo ató una muñeca de porcelana y lo utilizó como báculo.
Como a pesar del arrepentimiento, de los sacramentos y de los rezos sus fieles se retorcían de dolor, la partera complementó la mística con la medicina. Preparó brebajes con plumas de guajolote, caparazones de erizo, orines de murciélago y leche de escuerzos, y aplicó sanguijuelas, ventosas y cataplasmas de guano. Los enfermos dejaron de ir a la farmacia a recibir su diaria ración de coco, y se establecieron definitivamente a orillas de la laguna, en torno a la choza de la partera, donde pasaban el día y la noche entre lamentos y agonías, plegarias y procesiones.
El número de muertos aumentó y como los vivos se impacientaban porque el milagro de la curación tardaba, la partera renovó el repertorio de sus evangelios. Les dijo que el aire estaba envenenado y les ordenó encender hogueras para limpiarlo, y mantenerlas vivas con las pertenencias de los muertos. En el fuego purificador se quemaron escapularios, peinetas, enaguas, camisas, cartas de amor y juguetes: los últimos recuerdos de las familias, los pocos objetos amables que aún perduraban, los mínimos rastros de un mundo anterior.
Pero nadie se curaba; todos empeoraban. La piel se les caía en escamas y quedaban en carne viva. Se debilitaban sus defensas y los atacaban las demás enfermedades: la anemia, la fiebre reumática, la bronquitis, la leucemia, la diarrea y la depresión moral.
Los fieles perdían la paciencia.
– Vieja embustera, si no nos curas, te ahogamos en la laguna -le gritaron un día, en medio de una de sus ceremonias.
Entonces ella pidió sacrificios. Dijo que las culpas eran tan grandes, que sólo podían ser lavadas con sangre. Le obedecieron y echaron a la hoguera las crías de una cerda recién parida, y se formó una cofradía de flagelantes que recorrieron la isla fustigándose los hombros.
Los flagelantes, encabezados por el sargento Irra, se castigaban a sí mismos y castigaban lo que había a su alrededor. Débiles y dolientes como estaban, formaban una lastimosa horda de vándalos y depredadores. Su estandarte fue un manojo de cabelleras arrancadas a los cadáveres, su lema, Viva la Muerte, y su himno, el Salve Regina, Emperatriz del Cielo. Con los mismos fuetes y garrotes con que se rompían la carne, acabaron con los animales y las construcciones, destruyeron los tanques de agua y saquearon el exiguo depósito de comida. Hubieran macheteado las palmeras, si Ramón y Cardona no los alejan a tiros de carabina.
Mientras Arnaud mantuvo el control, los entierros se hicieron en el cementerio. Pero cuando Clipperton se volvió tierra de nadie, cada quien le cavó el hueco a los suyos donde buenamente pudo. La isla quedó sembrada de tumbas. A veces -las menos- una cruz de palo, o un montón de piedras, anunciaba su presencia. Al final, cuando los vivos fueron menos que los muertos y no dieron abasto, arrojaron los cadáveres a la laguna o al mar.
La autoridad de Arnaud se había desplomado. Frente a la influencia mágica y mística de doña Juana, nada podía él, con sus voces de mando y sus agüitas de coco. En un último intento de poner orden al delirio, caminó hasta la laguna, decidido a encarar a la vieja.
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