«Nos llevó la que nos trajo -pensó Ramón, contemplando a su gente-. Parecemos fantasmas, y encima pertenecemos a un ejército que ya no existe». ¿Con qué argumentos iba a convencerlos de que siguieran aguantando, de que no se rajaran? Más grave aún, ¿con qué argumentos iba a convencerse a sí mismo? Se concentró en la tortura de sus noches de prisión, en su arrepentimiento ante los muros negros de Tlatelolco, y a medida que revivía en su boca el sabor de la humillación, iba encontrando los argumentos que buscaba.
Empezó el discurso con timidez. De las derrotas de su ejército no les dijo mucho, por no desmoralizarlos, y de la guerra mundial no les dijo nada, por no aturdirlos. Ganó cadencia al hacerles el recuento histórico de las invasiones extranjeras y las resistencias nacionales, se entusiasmó y subió el tono cuando les informó de los sucesos de Veracruz, le vibraron las vocales al hablarles de la defensa de Clipperton, y cuando se dio cuenta, los tenía a todos rabiando de emoción y llorando de coraje.
– Como homenaje a los caídos en la lucha contra el invasor norteamericano -anunció en la apoteosis de la arenga- vamos a hacer la salva de veintiún descargas que quería el presidente Wilson. Pero que sea para saludar a nuestra propia bandera, carajo. ¡La bandera mexicana!
Cardona se le acercó y le habló al oído:
– Veintiún descargas es mucho, mano. Se nos agota el parque…
– Bueno, pues. Diez.
– ¿Cinco?
– Van a ser sólo cinco descargas -gritó Arnaud-. ¡Pero que sean con cojones, para que se oigan hasta Washington!
– ¡Y hasta París! -metió la cuña Cardona, que no se olvidaba de la bronca con los franceses.
Más o menos al unísono, los diez fusiles dispararon cinco veces. Tronaron los cincuenta tiros y se enrareció el cielo con el humero de la pólvora. Las narices picaban y los ojos ardían, y en parte por eso, en parte por sentimiento, todos -hasta las mujeres y los niños- terminaron llorando.
«Estos ya son míos», pensó Ramón. Les explicó las posibilidades e imposibilidades de sobrevivir en la isla, el significado militar y político de quedarse, las ventajas personales de irse, y les comunicó el ofrecimiento del capitán del Cleveland de llevarlos a todos, junto con sus familias, a Acapulco.
– El que quiera irse, tiene mi autorización para hacerlo -dijo para terminar-. En estas circunstancias confusas, yo no puedo disponer de sus vidas exigiéndoles que se queden.
Les dio un receso para pensarlo y discutirlo con sus mujeres. Se dispersaron. Cada quien se fue por su lado, con su familia. De vez en cuando alguno circulaba de corrillo en corrillo. Se oían cuchicheos, risas, llantos, discusiones. Algunos volvieron a la plaza antes de que sonara el toque de reunión. Cuando estuvieron formados, Arnaud los llamó a lista para que comunicaran, uno por uno, su decisión.
– Soldado Rodríguez, Silverio.
– Soldado Juárez, Dionisio.
– Soldado Pérez, Arnulfo.
– Soldado Mejía, Constancio.
– Soldado Almazán, Faustino.
– Soldado Carvajal, Pedro.
– Soldado Alvarez, Victoriano.
– Cabo Lara, Felipe.
– Sargento Irra, Agustín.
– Teniente Cardona, Secundino.
Uno por uno, los diez dieron un paso al frente, y dijeron su respuesta. Después de que habló el último, Arnaud llamó a romper filas.
A las cuatro y cincuenta de la tarde, cinco minutos antes de que se cumpliera el plazo acordado, el bote de remos hacía entrega de un mensaje en el Cleveland.
«Capitán Williams: En nombre del ejército mexicano, de mi guarnición y del mío propio, le agradezco la valiosa ayuda prestada. Estando, como estamos, en tiempos de guerra, su actitud es un digno ejemplo de caballerosidad entre combatientes. Rechazamos cordialmente su ofrecimiento de llevarnos a Acapulco. Mis hombres y yo, junto con nuestras esposas e hijos, permaneceremos aquí mientras no recibamos órdenes superiores de hacer lo contrario. Firmado, capitán Ramón Arnaud Vignon, gobernador de la isla de Clipperton, territorio de la soberana República de México. Clipperton, 25 de junio de 1914.»
En la isla, sentado sobre el tronco inclinado de una palmera, Arnaud seguía sin saber si lo correcto hubiera sido irse o quedarse. Pero ya no le importaba. Fuera lo que fuera acababa de vivir el mejor día de su vida, el que lo hacía un hombre digno y memorable, y su reino ya no era de este mundo.
Vio al Cleveland alejarse y compadeció al capitán Williams con su bienestar chiquito y artificial de agua de colonia, muebles de veloury copas de cognac. El capitán Williams, respaldado por la seguridad fácil de su barco poderoso. Ramón pensó que no lo envidiaba -o al menos que no lo envidiaba mucho- porque el verdadero príncipe, el dandi, el chingón, era él, Ramón Arnaud. Su decisión de quedarse lo hacía sentir satisfecho, pleno, grande, y la lealtad de su gente -de Alicia, de Cardona, de sus hombres- lo convertían en un gigante. No a todo el mundo le ofrecía la suerte la oportunidad de jugarse el todo por el todo en una prueba máxima, de someter a examen el temple de cada una de las fibras de su cuerpo, de colocar la vida sobre el filo de la navaja, por honor y por valor.
A él sí. Y esta vez él, Ramón Arnaud, había cumplido. Era un príncipe, era un guerrero, un dandi, un chingón. Su vieja culpa por la deserción estaba lavada, sus cuentas con el destino saldadas, y por fin había logrado ponerse al día con su propio orgullo. Aquel habano, el Flor de Lobeto, era lo único que le habría hecho falta en ese momento para tocar el cielo con la mano.
Cuando el U.S.S. Cleveland desapareció en el horizonte, Ramón Arnaud era un hombre en paz.
Ramón Arnaud tuvo una pesadilla a la hora de la siesta: soñó que comía ratones.
Por ese entonces había poco que hacer en Clipperton, salvo sobrevivir, y eso dejaba tiempo de sobra para dormir. Había transcurrido casi un año desde la visita del Cleveland, el último barco que pasó por la isla, y la gente se había olvidado de todo, hasta de esperar. Asumieron su condición de náufragos con una resignación cristiana que fue tomando visos de hedonismo pagano a medida que descubrieron las ventajas del aislamiento, el encanto de la soledad y las mil posibilidades del ocio.
Una de ellas era el ensimismamiento profundo y placentero de una larga siesta sin sobresaltos. Después del rancho del mediodía, hombres, mujeres y niños se tendían en sus jergones o en sus hamacas, y era tal la quietud y el silencio durante esa primera mitad de la tarde, que más que hora de la siesta parecía una segunda noche. La iniciativa del corneta Carvajal de tocar diana a las cuatro de la tarde para despertar a la tropa, tal como se hacía al amanecer, ayudó al cambio cronológico en la mentalidad de todos. En el lapso de 24 horas vivían dos días cortos y dos noches largas, pasaban diez horas despiertos y catorce horas dormidos.
Ramón soñó que comía ratones y se despertó con náuseas y sabor a podrido en la boca. Se levantó, se paró frente al espejo roto que colgaba de la pared y se vio las encías negras.
– Me lleva la tristeza -dijo-. Me dio escorbuto.
Era una enfermedad mortal y maldita, como las bíblicas, y durante años Ramón había temido que llegara el día en que arrasara con Clipperton. Era el mal de los que pasan mucho tiempo sin comer frutas y verduras frescas, privándose de ácido ascórbico. Era el castigo de los marinos y de los náufragos, que morían masivamente cuando los atacaba. Por sus lecturas exhaustivas y obsesivas sobre el tema, Ramón sabía que sus consecuencias eran devastadoras. Vasco da Gama había salido de Portugal hacia la India con quinientos hombres y antes de dos años el escorbuto le había robado la mitad. Fernando de Magallanes también lo padeció cuando quedó aislado tres meses y veinte días comiendo sólo harina, aserrín y ratas. La armada británica, que contaba con mil setecientos hombres durante la revolución norteamericana, había perdido mil doscientos en acción, cuarenta y dos mil por deserción y dieciocho mil por cuenta del escorbuto.
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