– ¿De dónde saca tu papá que nos vamos a ir en ese barco?
– Da por descontado que los barcos mexicanos no van a volver.
– ¿Cómo no van a volver? A mí nadie me ha dado la orden de que me retire de aquí…
– No te dan la orden de que te retires, y tampoco te dan la orden de que te quedes. La verdad, Ramón, yo creo que les da igual. Con el desorden que tienen adentro no se deben acordar de que existimos.
– Norteamérica invade, México entero resiste, ¿y yo voy a entregarles Clipperton sin que tengan que echar un tiro? ¿Eso me pides?
– Yo no te pido nada. Yo nunca te he pedido nada -a Alicia se le quebró la voz, y empezó a llorar. Al principio fue un llanto discreto, que ella interrumpía para limpiarse ojos y narices con un pañuelo. Pero el hipo y las lágrimas cobraron una dinámica propia, imposible de controlar.
– Llora, no más -le dijo Arnaud-. Suelta de una vez estos seis años de quejas atrasadas.
Por fin ella pudo volver a hablar.
– Nunca te he pedido que nos vayamos, y no te lo voy a pedir ahora. Pero por qué no te das cuenta que me da tristeza pensar en mi papá parado en el puerto, esperándonos. Cómo quieres que no se me parta el corazón cuando veo que esas criaturas que corren por ahí, mal educadas y mal alimentadas, son mis propios hijos. Cómo quieres que no piense que desaprovechar esta última oportunidad de partir sería quedarnos aquí para siempre y morirnos…
Alicia hubiera querido hablar durante horas, protestar, maldecir su suerte, decirle a su marido todo lo que no le había dicho en seis años de matrimonio y de vida en la isla. Pero el capitán Jens Jensen se acercaba. Se había afeitado y peinado, y Arnaud se sintió intimidado por su aire recobrado de hijo de la civilización.
– Cállate, querida, que ahí viene Jensen -la interrumpió-. Dile que no estoy. No quiero hablar con él mientras no sepa qué debo hacer.
– ¿Y si pregunta dónde estás? -Alicia todavía sollozaba, y tenía los ojos rojos y las narices congestionadas.
– Dile que en un baile de gala. O en las carreras de caballos.
– Y a mí, ¿que me vea así, llorando? -le gritó a Ramón, que le había dado la espalda y se alejaba-. ¡Pues sí, que Jensen me vea, que todos me vean llorando! ¡Yo ya me aburrí de jugar a que soy feliz!
Arnaud se escapó por detrás de la casa y caminó a zancadas por la playa, sobre la alfombra roja y movediza de cangrejos. A cada paso aplastaba varios, y el crujido crocante de sus caparazones se le incrustaba en los nervios. El tic de la comisura de los labios se le disparó, y a intervalos regulares su cara se contraía en una mueca involuntaria.
Trataba de pensar, necesitaba entender y su inteligencia no le respondía. Se había parado, como un reloj que se queda sin cuerda. ¿Sería la situación tan drástica como la pintaba su suegro? ¿Sería blanca o negra la disyuntiva -o irse ya o quedarse para siempre- o habría matices que la angustia de padre le impedía ver a don Félix? ¿Sería inminente la caída de Huerta y el colapso del ejército federal? Don Félix siempre había sido partidario de los alzados y eso lo llevaba a darles más importancia de la que realmente tenían. ¿O tendría razón esta vez? Por otro lado, la invasión extranjera cambiaba las cosas, tenía que cambiar todo, las diferencias internas se acabarían ante la amenaza de afuera. ¿O no? Ese Carranza le daría tregua al general Huerta mientras combatían juntos al invasor. ¿O no se la daría? Si derrotaban al ejército federal, a su ejército, ¿qué se quedaba él, Ramón Arnaud, haciendo en Clipperton? ¿Por qué tenía que quedarse, cuando Avalos y los demás se desbandaban? Por otro lado, son las ratas las que abandonan el barco cuando se hunde… Arnaud no tenía información, la cabeza le patinaba, le funcionaba en seco, trataba de intuir, necesitaba adivinar, leía y releía la carta y los diarios, buscando y rebuscando detrás de cada frase, de cada palabra, para encontrar una solución.
Mil imágenes se le cruzaban en el cerebro, recalentándole la masa encefálica hasta la desesperación. Pero había dos más agudas, más insistentes, que prevalecían sobre las demás. Eran contradictorias, irreconciliables; alguna de las dos tendría que desplazar a la otra porque ambas no le cabían dentro y si seguían en pugna la cabeza le iba a estallar, como los cangrejos que pisaba.
Una le mostraba a Alicia llorando y a sus hijos abandonados, salvajes, famélicos y enfermos.
– No me puedo quedar -decía en voz alta-. No me puedo quedar.
En la otra aparecía él mismo, años atrás, frente a los muros negros de la prisión de Santiago Tlatelolco, haciendo un juramento de honor: «La próxima vez no me dejo quebrar. Venga lo que venga, la próxima vez aguanto. Mejor muerto que humillado, mil veces mejor muerto.»
– No me puedo ir -se contradecía a sí mismo-. No me puedo ir.
Se fue a ver a Cardona. Lo encontró parado en el galpón, intentando dar los primeros pasos con la ayuda de unos palos que hacían las veces de muletas.
– Siéntate, Cardona. Y piensa bien lo que te voy a decir.
– Llegó un buque gringo a socorrer a los holandeses, ¿verdad? -le preguntó el teniente.
– Sí.
– Entonces los cuatro de la barca lograron llegar hasta Acapulco…
– Sí, pero no todos. Sólo tres. Uno se quedó por el camino.
– Les salió barato. ¿Y cuál fue el infeliz?
– Todavía no sé.
– Otro holandés que va a vagar por ahí, comiendo hierro ardiente y tomando hiél…
– Que en paz descanse.
– Oye, Ramón, ¿tú si crees que descansa alguien que muere así, sin cristiana sepultura? No me gustaría flotar en el agua por toda la eternidad…
– Quién sabe. Pero el asunto grave es otro. Secundino. Escucha esto.
Ramón le leyó la carta de su suegro, y después las noticias sobre la invasión. Cardona no musitó palabra, hasta el final.
– ¿Veintiún cañonazos querían? Cómo no. Enseguida. No más que esperen tantito…
– El capitán del Cleveland ofrece llevarnos a Acapulco a nosotros también. Ya sabes lo que opina mi suegro, que si no es ahora, cuándo. Por otro lado los que nos rescatan aquí, son los mismos que invaden allá. No es fácil decidir, y vengo a pedir tu opinión.
Cardona se rascó la cabeza.
– ¿Qué pasará si nos vamos? Espera… quiero decir por unos días, para hacer contacto con el coronel Avalos, o con alguien que nos diga cómo viene la mano, que nos informe qué planes hay… Es que así como estamos damos grima, mano. Esto parece un orfelinato…
– ¿Y si esta maniobra es una trampa del enemigo?
– Más parece una trampa de los amigos… Además, de cual de los enemigos, ¿de los gringos, o de los franceses? ¿No es contra los franceses que peleamos por no perder esta isla?
– Según se ve, ahora es contra los gringos que peleamos por no perder todo México… No sé, Cardona -dijo Ramón, enderezando la espalda y ahuecando la voz-, yo siento que quedarnos es un compromiso de sangre con los ciento veintiséis valientes de Veracruz.
– Pues sí -Cardona meditó un rato-. Claro que a Veracruz la invadieron y a Clipperton no la ha invadido nadie…
– Pero no sabemos lo que pueda pasar.
– Pues sí… Claro que si pasa, no es mucho lo que podemos hacer.
– Podemos morir por la patria, como los de Veracruz.
– Ah vida perra…
– Pues sí, podía ser mejor.
Se quedaron largo rato en silencio, hasta que Arnaud se puso de pie.
– Quiero aclararte -dijo- que a ti tu condición de herido grave te coloca en una sitúación especial, muy distinta de la mía. Aquí no podemos atenderte debidamente y estás en todo el derecho de marcharte a que te curen como toca. Si te vas, no le fallas a México, ni al honor militar, ni a mí, ni a nadie.
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