Daría Pinzón no quiso saber nada del asunto. A ella no la asustaban los cuentos de los holandeses errantes, y se había arreglado con uno gordo y lunarejo llamado Halvorsen. A su hija Jesusa, que ya era púber, la acomodó con uno langaruto y narizón de nombre Knowles.
La escogida para el oficio de cuidar de Gustavo Schultz fue Altagracia Quiroz.
Altagracia era la muchachita que los Arnaud habían contratado el año anterior en el Hotel San Agustín de la ciudad de México, para que los ayudara con los niños. Se había venido con ellos a Clipperton seducida por la propuesta de doblar su sueldo, y por el entusiasmo de conocer el mar.
Estaba arrepentida. El mar no le había parecido gran cosa, y en la isla se le acumulaban los billetes del sueldo sin que le sirvieran para nada. Tenía 14 años, era fea y bajita, pero tenía lindo el pelo. Sólo que nadie lo sabía, porque nunca lo mostraba.
Durante las primeras semanas trabajaba tan duro al servicio de la señora Arnaud, que no le quedaba un minuto para respirar. Correteaba detrás de los niños, regaba la huerta, lavaba, almidonaba y planchaba las camisas, brillaba la plata, ayudaba en la cocina moliendo maíz y fregando trastes. Después del huracán las cosas cambiaron. Los niños ya no se dejaban cuidar, no quedó almidón para la ropa, ni huerta para regar, ni plata para brillar, y en medio de la escasez que apretaba a Clipperton, lo único que sobraba era el tiempo.
Altagracia se armó de esponjas, cepillos y cubetas de agua y se acercó, paso a paso, a la cabaña de Schultz. Lo vio parado con su cadena al cuello, solitario, doblegado y percudido de mugre, como un gran oso blanco en cautiverio, y enseguida le perdió el miedo.
– Cúchito, cúchito -le dijo mientras se le arrimaba, como si llamara a un animal doméstico.
Schultz le gruñó un poco pero aceptó el trozo de tocino que ella le tendía y la dejó acercar. Con cautela, ella le pasó la esponja por la espalda hasta que la costra de suciedad cedió. Cada vez que él gruñía ella le daba tocino, hasta que pudo terminar una labor de aseo más o menos aceptable. Luego lo ayudó a ponerse un pantalón roñoso que encontró tirado en un rincón, y que fue la primera prenda de vestir que Schultz usó en el tiempo de su locura. Después le alcanzó café humeante y pescado frito. Él se comió el pescado y derramó el café en el suelo. Ella barrió alrededor de la cama, escogió las camisas menos rotas y se marchó.
Al día siguiente volvió con las camisas remendadas, lavadas y planchadas, y como la mañana despuntaba fría, prendió fuego para calentar el agua de las cubetas. El alemán reaccionó tan bien ante el agua tibia que se dejó lavar las greñas. Altagracia lo hizo con todo cuidado, masajeándole la cabeza con las yemas de los dedos, como hacía con los niños Arnaud. También se dejó cortar las uñas de las manos, que ya tenía encarnadas y entorchadas como garfios, pero gruñó molesto cuando ella trató de podarle las garras de los pies.
En pocas semanas hicieron grandes avances. El se dejaba peinar, acicalar y hasta perfumar, y ella se entretenía como si jugara con un muñeco. Aprendió a no llevarle comida de color negro porque él la rechazaba, y a conseguirle de contrabando uno que otro trago de mezcal. Le lustró las botas, le zurció las medias, le refregó los grandes dientes amarillos con escobilla y bicarbonato. Lo sacaba a hacer ejercicio, y él se dejaba llevar de la cadena como un perro faldero.
Día a día la sesión de limpieza y alimentación se fue haciendo más preciosista y prolongada. Al principio duraba de seis a seis y media de la mañana, y llegó a durar de seis de la mañana a seis de la tarde. Altagracia llegaba cuando recién aclaraba, y regresaba a la casa de los Arnaud cuando empezaba a oscurecer. Cuando partía, el alemán se quedaba sentado en su cama, atado a su viga, jugando solitarios de ajedrez, poniendo en orden la contabilidad de la Pacific Phosphate, mirando las estrellas y esperando el regreso de ella al amanecer.
Él la llamaba Alta, o Altita, y ella le decía Güero, le decía Alemán o Gringo. Él bregaba a enseñarle a jugar ajedrez, ella quería enseñarle a hablar castellano.
– Caballa -le decía él, mostrando la ficha de madera.
– Caballa tú. Esto se llama caballo.
– Caballa tú también. Así no se mueve esa ficha.
– ¿Y cómo es que antes nada se te entendía, y ahora, de pronto, te dio por hablar como la gente?
– Porque ahora me dio la gana, y antes no.
Era verdad. Por primera vez en su larga estadía en América, Gustavo Schultz sentía el deseo y la necesidad de comunicarse con alguien.
– ¿Y cómo es que antes estabas loco y ahora no?
– Antes no estaba loco y ahora tampoco.
Había desaparecido su agresividad. Sin embargo, mantenía la cadena atada al cuello y cuando se acercaba alguien distinto a Altagracia, emitía rugidos y estrellaba algún plato contra el suelo.
– Voy a pedir que te quiten esa cadena de fiera -le dijo ella.
– No pidas nada. Si me quitan la cadena y me declaran cuerdo, no te dejan venir más.
– Voy a contarles que hablas la lengua castellana.
– No cuentes nada. Con ellos no quiero hablar.
La pasión les nació suavemente, sin exabruptos. La sintieron llegar una vez que a ella se le desató el rebozo que siempre se envolvía en la cabeza, y el pelo, liberado, le cayó hasta los tobillos. Era un metro y medio de seda natural, una catarata, una noche negra, un animal reluciente con vida propia. Schultz no podía creer lo que veía. Se animó a tocarlo y apartó un mechón, como quien mete la mano en un cofre de piedras preciosas.
– Este es el tesoro del pirata Clipperton -dijo-. Tanto que lo buscaron ellos y lo encontré yo.
– Son puras mechas negras, como todas. Mejor tu pelo, que es güero.
– No sabes lo que tienes en la cabeza, niña.
– A que tú no sabes hacer trenzas.
– A que sí.
Ella era virgen y él la desvirgó con delicadeza y sin apremio, y a partir de entonces se dedicó a enseñarle a hacer el amor, con la misma paciencia y sabiduría con que le enseñaba a jugar ajedrez.
Habían pasado tres meses desde el huracán y el barco de la armada mexicana cumplía dos de retraso. El capitán Jens Jensen, que se había aferrado a las garantías de Arnaud de que su ejército los socorrería, llegó a la conclusión de que era descabellado y suicida seguir esperando. Entre más lo pensaba más se convencía, y se dio cuenta de que tendría que haberse dado cuenta tiempo atrás, al propio día siguiente de su llegada forzosa a Clipperton.
Le pidió permiso a Arnaud para reparar un bote de remos.
Era una embarcación de tres metros de largo que podía dar cabida a cuatro hombres. Le improvisó un mástil y una vela y la dotó de cuatro remos. Cuando estuvo lista, le comunicó a Arnaud su decisión de enviar a un grupo de sus marinos -los cuatro mejores- hacia la costa mexicana, a pedir ayuda.
– Los manda a la muerte -le dijo Arnaud.
– Tal vez no -contestó Jensen.
– Se van a reventar contra los arrecifes. Van a errar sin rumbo. La oscuridad de las noches va a ser una pesadilla. Se van a quedar sin agua y sin alimentos. Los van a acosar los tiburones…
– Capitán Arnaud, usted es un militar y desconfía del mar. Yo soy un marino y no puedo permanecer en tierra, de brazos cruzados, abusando de su hospitalidad y poniendo en riesgo la vida de su gente y de la mía.
– Espere un poco más. El barco no puede tardar más de quince días, Dios mediante.
– Usted lo ha dicho: Dios mediante. Con todo respeto por sus creencias, yo prefiero confiar en mis hombres.
– Pues entonces que Dios los proteja, con todo respeto por sus hombres.
Al día siguiente, 4 de junio, el segundo teniente Hansen y los marineros Oliver, Henrikson y Miller partían hacia México en el pequeño velero, con algunos instrumentos de navegación que les prestó Arnaud y con agua y comida para doce días.
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