– Qué suerte podrida. Salimos de la lucha contra el huracán, y ya estamos metidos en la guerra de las latas. ¿Y tú quién crees que lo hizo?
– Quién sabe. El que lo hizo dejó un letrero pintado en la pared que decía «Por el bien del pueblo», y firmó «La Mano que Aprieta».
– Ahora sí se armó la grande.
– Así es. A la madrugada se dio cuenta Arnaud y había que verlo durante el orden cerrado, echando fuego por los ojos. Ordenó requisa general y dijo que al que le encontrara las latas, lo iba a moler a fuete. Dijo que le advertía a la tal Mano que Aprieta, que él personalmente, con las dos manos que le dio Dios, le iba a apretar los huevos hasta que entregara el último grano de arroz. Para que se dejara de andar robando y haciéndose el gracioso con letreros en las paredes.
– ¿«La Mano que Aprieta»? Pues sí es gracioso, de verdad. ¿Y al fin encontraron algo?
– No encontraron nada. Unas mujeres dicen que el responsable es el negro Victoriano y otras juran por la cruz que fue el gringo.
– ¿Schultz?
– Él mismo.
– No es gringo, es alemán.
– ¿Y no es igual?
– No sabes geografía.
– Bueno, gringo o alemán, la cosa es que anda hecho el Patas. En la revuelta de los morenos contra Arnaud y los demás blancos, Schultz se puso del lado de los morenos.
– Ah, vida cruel. Y yo que soy moreno me pongo del lado de los blancos.
– Schultz anda de compinche de Victoriano. Al negro, Arnaud lo calla de un par de gritos, pero al alemán no lo calla nadie. Dice que es civil y que se limpia el trasero con la disciplina militar. Que a él no lo manda nadie. Que si por él fuera, empujaría a los holandeses al mar, para que se largaran por donde vinieron.
– ¿Y cómo es que ahora le entienden lo que habla?
– No le entienden, sino que el negro Victoriano les traduce. A lo mejor el alemán sólo está rezando avemarias, y el negro lo interpreta como le conviene. Quién sabe.
La animadversión contra los holandeses crecía como una marea negra. Las gentes de Clipperton cerraban los ojos cuando pasaban por el lugar donde estaba hundida la Nokomis para no ver sus restos. Cerraban los ojos frente al capitán Jensen, para no mirarlo a la cara. Alicia sospechaba que el problema iba más allá de la escasez de comida, y así se lo comentó a Ramón.
– Aquí hay algo más -le dijo-. No sólo los odian: les tienen un miedo pánico.
El miedo surgía por las noches, en las barracas semiderruidas de los soldados. Una historia corría de boca en boca desvelando de terror a hombres, mujeres y niños. No se supo quién la contó primero, pero todos la repetían como si la hubieran vivido y creían en ella como si fuera el credo. Era la historia de un capitán holandés cuya nave quedó atrapada en medio de una tormenta. La tripulación gritaba y rogaba que buscaran refugio pero el capitán, enloquecido de soberbia, se negó, causándoles la muerte. Por eso recibió una condena, que es recorrer los mares durante toda la eternidad, siempre en medio de tempestades atroces. Se convirtió en el Holandés Errante. Su único alimento es el hierro al rojo vivo y su única bebida, la hiél. Sólo puede bajar a tierra una vez cada siete años, y donde llega, trae la ira divina y la muerte para todos los que ven su nave espectral.
Los hombres de Clipperton ataban cabos, sacaban cuentas y todo coincidía, todo contribuía a atizar su temor. Atravesaban el año 14, y 14 era múltiplo de siete: era la fecha del regreso del Holandés. La Nokomis había traído el huracán y el hambre: eran los castigos de Dios. Jens Jensen era el Holandés Errante en persona: todos estaban condenados.
Arnaud hacía lo posible por tranquilizar los ánimos.
– ¿Qué problema nos hacemos? -les decía a los soldados que al alba salían a formar, pálidos y trasnochados, al toque de diana-. Si el Holandés Errante come hierro y bebe hiél, tanto mejor. No va a acabar con nuestra comida.
Era inútil. Los habitantes de Clipperton habían cambiado de carácter. Ahora eran más recelosos, doblemente astutos, peleoneros como nunca, ventajosos y egoístas. También cambiaron físicamente: cobraron un aspecto irremediable de damnificados por la vida, de mendigos de la naturaleza, del cual ya no habrían de redimirse jamás. En los niños se notó la transformación más que en nadie. El huracán les rompió las amarras a la civilización, y en 24 horas involucionaron 24 siglos. Dada la situación de emergencia en que quedó la isla, los adultos se fueron olvidando de bañarlos y de vestirlos, de regularles el horario, de enseñarles y de corregirlos, y cuando se dieron cuenta, sus propios hijos se habían convertido en una manada arisca de criaturas semisalvajes y desnudas que correteaban por las rocas sin importarles si era de día o de noche, que se comían el pescado crudo y que entraban y salían del mar con naturalidad de anfibios.
Los animales domésticos, liberados de rejas y corrales, volvieron a vagar a su antojo por la isla, mostrencos. Como ya no recibían alimento ni cuidado del hombre, se volvieron desplumados, pelones y canijos. Para sobrevivir, se olvidaron del comportamiento propio de sus especies. Aguzaron el instinto cazador, y había que ver a los perros y a los gallos atacando cangrejos para devorarlos. Las mujeres colocaron a los niños de pecho en lugares altos, por temor a que los cerdos los mordisquearan. Hasta en sus costumbres reproductivas los animales se volvieron extravagantes, y hubo quien asegura que algunas gallinas se aparearon con pájaros bobos.
Si los seres vivos cambiaron, el entorno también. Los holandeses se aplicaron al oficio de reparación con tal empeño, que en pocas semanas la casa de los Arnaud, parte de las barracas, el muelle y algunos depósitos estaban nuevamente en pie. Pero no podían hacer milagros, y Clipperton reedificada parecía una caricatura de sí misma. Ahora las casas eran mamarrachos levantados a parches, retazos y remiendos, y se sostenían con una pequeña parte de los materiales que habían tenido originalmente. Por dentro estaban vacías, sin otra cosa que las llenara que el olor podrido de la laguna, y por fuera eran chuecas, tambaleantes. Todo en la isla quedó disminuido y empobrecido, atrapado en un nostálgico aire de tugurio.
Después de la pelea entre Schultz y Daría, Arnaud le aplicaba al alemán inyecciones de sedante como para tumbar elefantes, y hacía que le diluyeran, en el agua potable, cucharadas soperas de extracto de pasiflora. Con todo, Schultz sólo permanecía calmado mientras dormía, y cuando abría el ojo destrozaba lo que tuviera a su alcance. Una vez fue un cerdo que se acercó a husmear y que murió con el cráneo aplastado de un puñetazo. Otras veces fueron gallinas. La mujer del sargento Irra contó que el alemán había intentado degollar a uno de sus hijos, pero eso no lo creyó nadie, porque la mujer de Irra tenía fama de embustera y porque en el fondo todos sabían que Schultz no era un asesino.
Una noche rompió la soga que lo ataba a su casa y se apareció por las barracas, desnudo y vociferante, causando más terror que el abominable hombre de las nieves. Lo atraparon, lo doparon y en vez de soga, le ataron una cadena al cuello. Arnaud dio la orden de que todas las mañanas lo soltaran de la viga y que tres hombres, sujetando bien la cadena, lo sacaran a pasear. Con el tiempo, todos se desentendieron de esa tarea peligrosa y agotadora, y Schultz permaneció atado día y noche.
Al cabo de un mes se había vuelto otra vez manso y pasaba las horas girando alrededor de la viga repitiendo las mismas palabras:
– Me aburro, me aburro y me aburro. Me aburro, me aburro y me aburro…
Entonces le acercaron una cama para que no durmiera en el suelo y los soldados que lo alimentaban pudieron llevarle el agua y la comida en recipientes y platos sin temor a que les rompiera la cabeza con ellos. Le notaron síntomas de mejoría, y decidieron encomendarle a una mujer la tarea de asearlo, cuidarlo y alimentarlo.
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