Laura Restrepo - La Isla de la Pasión

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos.
El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte.
Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica.
Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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El teniente Cardona no lo pensó dos veces.

– ¿Te acuerdas lo que dijiste entre la cueva, cuando el huracán? -preguntó-. O los dos vivos, o los dos muertos. Eso fue lo que dijiste. Valió entonces, vale ahora. Si tú te quedas, yo me quedo.

– Venga esa mano.

– Venga.

– Tengo que buscar a Alicia -dijo Arnaud, caminando hacia la puerta-. Nunca se había quejado, y hoy que lo hizo, la dejé hablándole a las paredes.

En ese momento irrumpió el sargento Irra. Había buscado a Arnaud por toda la isla. Le informó que el capitán del Cleveland quería ver al jefe del puerto, para entregarle los abastecimientos. Que decía traer órdenes del cónsul inglés de llevar a Acapulco a Gustavo Schultz, si esa era su voluntad. Que Jens Jensen y los holandeses querían despedirse.

Ocúpate tú de ir al Cleveland por las provisiones -le dijo Arnaud a Cardona- y dile a su capitán que más tarde paso a hacerle la visita protocolaria.

– Apenas puedo caminar, Ramón.

– Haz que te lleven alzado.

– Digo yo, ¿y no será importante que vayas tú? ¿En qué idioma quieres que me comunique?

– Arréglatelas. Yo tengo que hablar con Alicia, aunque se caiga el mundo.

– ¿Y qué hacemos con Schultz, mi capitán? -preguntó Irra, que esperaba órdenes-. ¿Lo soltamos, o lo llevamos amarrado?

– Suéltelo, Irra, a ver qué pasa. Si está muy nervioso, triplíquele la dosis de pasiflora, pero asegúrese de que suba al Cleveland -dijo Arnaud, y no se ocupó más del asunto.

Al otro lado de Clipperton, Gustavo Schultz y Altagracia Quiroz no vieron llegar barco, ni se enteraron de nada. Todo permanecía inmutable, idéntico a sí mismo, dentro de la burbuja hermética en que se encerraban los dos. En medio de su locura, Schultz había tenido la lucidez de entender que esa niñita dulce y fea era pretexto suficiente para reconciliarse con la razón y para aferrarse a la realidad, y gracias a ella no se sentía solo, por primera vez en toda su vida.

Ese día el baño de agua tibia duró dos horas y, según el ritual que habían establecido, concluyó en el acto del amor. El alemán tenía a Altagracia tendida a su lado, la cabeza de ella sobre su brazo, y se apaciguaba a la sombra de su mata de pelo.

– Pelo a pelo, voy a contar todo tu pelo -le decía- y cada día lo vuelvo a contar, para asegurarme de que no falte ninguno.

Su corazón estaba plácido, su cuerpo distensionado, y el soplo fresco de los vientos alisios dispersaba los restos de su vieja angustia.

– ¡El loco está violando a la niña!

El grito energúmeno del sargento rompió en mil pedazos la calma bondadosa del aire. Antes de que Schultz pudiera levantarse, Irra y otros tres hombres le cayeron encima, aporreándolo a puños y cachiporrazos.

– ¡Gringo asqueroso, suelta a la muchacha! -le decían.

Altagracia se asustó como un animalito y se refugió en la cabaña. Por entre las rendijas de la pared vio cómo le ataban las manos y se lo llevaban a empujones, tirándolo de la cadena.

Ella se sobrepuso al miedo y corrió detrás.

– ¿A dónde lo llevan?

– Vino un barco por él. Hoy se va muy al carajo, el loco.

– Así no lo lleves, Irra -rogó ella-, al menos déjalo que se vista. ¿No respetas a un ser humano?

– Este humano es más salvaje que las bestias.

– Bestias salvajes ustedes -murmuró ella, y mientras los soldados forcejeaban para arrastrar al alemán, ella le puso como pudo un pantalón y una camisa.

Schultz rugía con una furia desgarrada y ciega. Todos oyeron sus gritos, que retumbaron por los acantilados, pero sólo Altagracia oyó un crujido leve, seco, que se le escapó del pecho, como un suspiro.

– Te quebraron el alma, güero -le dijo.

Al otro lado de la isla, Ramón Arnaud encontró a su mujer. Ya no lloraba. Escoba en mano, barría el destartalado porche de su casa.

– ¿Por qué barres? -le preguntó.

– Porque ya sé lo que vas a decidir. Y si hemos de seguir viviendo en este lugar, más vale que esté limpio.

– Ven, quiero que entiendas algo.

Se sentaron en el suelo, en la terraza del oriente, donde alguna vez había pendido la hamaca de contemplar el amanecer.

– Alicia, ¿te acuerdas que en otra ocasión te dije que no hacía nada porque sentía que no era mi guerra? Bueno, ahora siento que sí, que ésta sí es mi guerra. Todavía no sé si debemos irnos o debemos quedarnos, lo único que sé es que esta guerra tengo que pelearla.

En el muelle Arnaud encontró a Cardona, que cojeaba por entre montañas de cajas de madera, llevando la contabilidad en un cuaderno.

– Son 200 cajas, Ramón -gritó, entusiasmado, el teniente-. Hay carne cecina, pan seco, chorizos, manteca, café, lo que quieras, como para bandearnos tres meses más.

– Eso nos da margen para decidir si nos quedamos o nos vamos.

– Lo que no pude entender es quién mandó esta comida, y para quién.

– ¿Quién va a ser? El ejército mexicano, por supuesto, para nosotros.

– Creo que no, Ramón. Hasta donde llega mi inglés, es del cónsul británico para Gustavo Schultz.

– Pues que la deje de herencia. ¿Hay cítricos? -preguntó Arnaud.

– No he visto.

– Mala cosa.

Arnaud se montó al bote e hizo que lo llevaran hasta el Cleveland. Aún no sabía qué iba a decir, y por el camino no pudo pensar en nada. A las 3:20 subió a bordo y fue recibido por el capitán Williams en su gabinete particular, contiguo a su camarote. Era un recinto interior, pequeño, enchapado en cedro, impregnado de olor a madera y tabaco fino. Sobre la mesa de trabajo había plumas y tintero y un aparato de diseño tan novedoso, que a Arnaud le costó trabajo captar que se trataba de una máquina de escribir. Los muebles, escuetos pero bien abullonados, eran de un velour vinotinto apenas desgastado por el uso, un tapete persa cubría el piso, una lámpara de cobre y cristal opalino suplía la luz natural, en un rincón había un baúl de cuero repujado y en el de enfrente, fuera de uso y tapada de libros, una pesada estufa de hierro.

El propio capitán Williams tenía un físico más apropiado para este ambiente íntimo y confortable que para la dureza impersonal del resto de su barco de guerra. Era un hombre de edad, pálido y pulcro como si no lo hubiera tocado un rayo de sol o una brisa marina. Usaba anteojos de aro muy fino y olía discretamente a agua de colonia. Invitó a Arnaud a sentarse y le ofreció una copa de cognac y una taza de café.

Mientras intercambiaban saludos protocolarios, la mano de Arnaud palpaba el velour, el cuero, el cristal tibio de la copa, y su nariz olfateaba la madera, la colonia, el tabaco, como si su cuerpo quisiera recuperar la memoria de texturas y olores olvidados. Empezaba a invadirlo una molesta nostalgia de mundos mejores. Se sintió sucio, despeinado y maloliente, y le entró una necesidad irracional de salirse de allí. Había demorado lo más posible esta entrevista porque sabía que lo pondría en condiciones desfavorables. Ahora llevaba dos minutos escasos y, a pesar de la amabilidad de Williams, no deseaba alargar el encuentro un segundo más de lo indispensable.

Arnaud agradeció las cajas de abastecimientos, y Williams preguntó por Gustavo Schultz. Ramón, que se había olvidado por completo del alemán, explicó que ya lo traían, que había sufrido serios desequilibrios mentales, que era un hombre extraño, que estaba alterado y que había considerado conveniente aplicarle un sedante antes de su partida. Habló mal de Schultz, dijo muchas palabras, utilizó demasiados adjetivos y se arrepintió al ver la expresión impávida e imparcial con que lo escuchaba Williams.

Leyendo los nombres en un papel, Williams le dijo que el teniente Cardona le había informado que las señoras Daría y Jesusa -ya a bordo- viajarían en calidad de esposa e hija del señor Schultz.

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