Laura Restrepo - La Isla de la Pasión

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos.
El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte.
Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica.
Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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– No entiendo -dijo ella, con la voz estrangulada.

– Es fácil de entender. Una vez quise quedarme y lo hice por México. Pero ahora quiero irme. Quiero irme por ti.

– Pero en qué…

– Pues en ese barco, ¡míralo!

Ramón hablaba con convicción, poniendo fervor en sus palabras, y Alicia, que no había visto el barco, pudo verlo por fin. Metálico, contundente y cercano. En el fondo de las pupilas de su marido.

Él le dio un beso rápido en la frente y se fue hacia el mar, arrastrando el planchón. Alicia permaneció rígida y callada, cataléptica por la angustia.

Mientras rengueaba por la playa tratando de alcanzar a Arnaud, Secundino Ángel Cardona se volvió a mirar a Tirsa.

– ¡Adiós, chula! -le gritó-. ¡Hasta siempre!

El último hombre

Colima, hoy.

Colima es una ciudad pequeña, blanca, tranquila, con palmeras, con el mismo aire, ritmo y aspecto de tantas ciudades que dan al mar. Pero Colima está lejos del mar: a dos horas, tierra adentro, del puerto de Manzanillo, sobre el Pacífico. Me encuentro en las afueras, en la estación de autobuses. Hace mucho calor y no tengo una dirección precisa a dónde dirigirme. Vine a buscar el pasado de Victoriano Álvarez, el negro, y los datos que conozco de su vida fuera de Clipperton son pobres: que nació aquí, que se fue joven para no volver nunca y que no dejó hijos. Nada más. Tomo un taxi y le pido que me lleve al zócalo, porque en el centro de las ciudades se conservan, como en formol, las historias viejas. Camino por las calles que bordean la plaza, que ha cambiado poco desde principios de siglo. El calor zumba y pienso que sería más fácil encontrar una aguja en un pajar. Setenta y un años después de su muerte, ¿quién va a saber algo del soldado desconocido? ¿Quién va a recordar al menos memorable de los mexicanos?

En el Portal Medellín hay un lugar que tiene cara de haber visto pasar varias generaciones de colimenses. Es una tienda con un enorme y curtido mostrador de madera oscura. Afuera tiene una placa que dice, «Aquí es la vieja, acreditada y prestigiada Casa Ceballos, 1893». Adentro se vende de todo, desde herramientas hasta ropa interior. El dueño, don Carlos Ceballos, heredó el negocio hace más de cincuenta años. Es un caballero culto y gentil, de los de tiempos mejores. Le cuento lo que busco y le pido ayuda, y me dice que regrese por la tarde, que va a citar un grupo de personas que pueden tener información.

Horas después, don Carlos ha reunido en el Hotel Ceballos -contiguo a la tienda- a varios amigos y contemporáneos suyos. Son notables, historiadores y periodistas de la ciudad.

– ¿De apellido Álvarez, de Colima, de raza negra? -me preguntan-. Sólo hay una familia con esas características: la descendencia ilegítima de nuestro procer, el general Manuel Álvarez, primer gobernador del Estado.

– Pero los Álvarez de Colima -me aclaran- no son negros puros, son mulatos.

En el centro de la plaza de Villa Alvarez, está el abuelo paterno del soldado Victoriano Álvarez; el general Manuel Álvarez, esculpido en bronce, amo y señor de la villa, parado en su pedestal. En el salón de sesiones del Ayuntamiento de Colima está otra vez, en un cuadro al óleo, con su nombre escrito en letras de oro. Es un hombre corpulento, de facciones afiladas. Es blanco como la leche.

En la esquina de las calles 5 de Mayo y Venustiano Carranza quedan los restos de la que fue su casa, una construcción colonial de un solo piso. La fachada se mantiene en pie pero el interior se fue derrumbando, por partes, con los temblores que sacudieron a Colima. La base de las paredes subsiste y permite ver, como en un plano, lo que fueron los patios, la cocina, las habitaciones y los salones. En toda la parte de adelante, sobre la calle, vivía la familia: el general con sus sucesivas esposas -enviudó tres veces y se casó cuatro- y sus muchos hijos.

En la parte de atrás, alrededor del último patio, vivía la servidumbre: peones, mucamas, cocineras, palafreneros. El general, gran patriarca y semental, dejaba hijos por donde pasaba. Por las buenas o por las malas, ninguna hembra se le escapaba. Al patio de atrás se colaba por las noches, a escondidas y a la carrera, para revolcar a las jóvenes, meterle mano a las viejas y hacerle el amor a una criada negra, llamada Aleja, que le fue fiel toda la vida.

Sus esposas fueron pasajeras, tres de ellas por muerte durante el parto. Pero Aleja no. Aleja permanecía, no moría en los partos y tuvo incontables hijos. A algunos el general los reconoció y les dio su apellido, y constituyeron su descendencia ilegítima y mulata. Entre ellos Victoriano Álvarez, padre de Victoriano, el de Clipperton.

Al general Álvarez lo nombraron gobernador el 15 de julio de 1857, y un mes y una semana más tarde, mientras dormía la siesta, sus enemigos políticos se amotinaron en la plaza vociferando «religión y fueros». El general se despertó malhumorado, se encabronó todavía más cuando le comunicaron la noticia, se calzó las pistolas, se montó al caballo y sin esperar a sus seguidores se fue a la plaza volando del coraje, a sofocar, él solo, la revuelta. No acabó de cruzar la esquina cuando lo recibieron a plomo y le encajaron un tiro en pleno corazón. La familia fue a la iglesia, a pedir que como a todo cristiano que moría violentamente y sin auxilios espirituales, se los dieran post mortem, le impartieran la absolución y lo sepultaran en camposanto. El cura párroco se negó a hacerlo, porque el general -un liberal de hueso colorado- había sido excomulgado por jurar la Constitución Federal. Finalmente el señor cura accedió, a cambio de dos mil pesos y de que le dejaran azotar el cadáver hasta sacarle los demonios. Después del balazo que le causó la muerte, el general Álvarez tuvo que aguantar una fuetera, y entonces sí pudo bajar, tranquilo, al sepulcro.

Su cuarta mujer, Panchita Córdoba, quedó viuda joven y contrajo matrimonio de nuevo con Filomeno Bravo. El bello Filomeno, el hombre con fama de ser el mejor parecido de México, mantuvo en la casona la tradición de macho y padrote del general difunto. Sus ojos azules y sus barbas doradas eran sólo comparables a las del propio Emperador Maximiliano, lo cual le sirvió de pasaporte para llegar hasta la cama de la propia Emperatriz Carlota. De ahí para abajo, no hubo mujer que no fuera suya. Era mañoso y recursivo para enamorarlas y engañarlas a todas. Una tarde recogió a una linda desconocida, vestida de rojo, la llevó en la grupa de su caballo a las afueras del pueblo y la amó en el campo abierto. Lo vieron los vecinos que pasaron por ahí. Antes de que le llegara el cuento a Panchita, su mujer, Filomeno corrió a su casa, le ordenó que se pusiera un vestido rojo, la llevó en la grupa de su caballo a las afueras del pueblo, y la amó en el campo abierto. Así, cuando le vinieran a contar ella pensaría, inocente y feliz, «la linda desconocida del vestido rojo era yo».

Una vez, siendo presidente, llegó a Colima el gran Benito -el indio-, y estuvo a punto de ser fusilado por un pelotón comandado por el bello Filomeno -el rubio-. Este le perdonó la vida y Benito Juárez, agradecido, le entregó una tarjeta en la que escribió: «Reciprocidad en la vida». Otro día fue Filomeno el que cayó preso, en Zacatecas. Cuando lo iban a fusilar, mostró la tarjeta, «Reciprocidad en la vida», y lo dejaron ir. Años después lo mataron, también de un tiro en el corazón como al general Álvarez, y los de Colima le inventaron un epitafio: «La paz de ‹ilomeno es el respeto del culo ajeno.»

Un nieto del general Manuel Álvarez, Miguel Álvarez García, también fue gobernador, y una bisnieta, Griselda Álvarez Ponce de León, fue gobernadora. La riqueza y la pompa acompañaron a los Álvarez por varias generaciones. Al menos a los Álvarez blancos y legítimos, los de la parte de adelante de la casa.

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