Laura Restrepo - La Isla de la Pasión

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos.
El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte.
Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica.
Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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Hacía mucho, Ramón había suplido la falta de calendario con rayas hechas con cuchillos sobre la baranda de su casa. Tras su muerte, Alicia se olvidó por completo de marcar los días. Ahora quiso retomar la cuenta, pero no tenía una noción precisa del tiempo transcurrido. Ella opinaba que era un mes, y Tirsa creía que veinticinco días. Se transaron por la mitad, y marcaron 28 rayas.

– No sé qué será en el resto del mundo -sentenció Alicia- pero aquí es martes, 24 de junio de 1915.

Entre la escuela, el cuidado de los niños y el intenso ejercicio físico para mantenerse vivas, iban sorteando los días, uno a uno, sin tiempo para pensar en el que quedaba atrás ni en el que venía después. Así, sin darse cuenta, iban domando la pesadilla en que estaban metidas, y haciéndola llevadera.

Eso era durante el día. Pero las noches caían abrumadoras, aplastándolas con el regreso de todos los temores y las penas. Bajo la luz fría de las estrellas la conversación se estiraba, triste, hasta el amanecer. Los niños, ateridos de miedo, se prendían a las mujeres y no se dormían si no era sobre su regazo. A pesar del cansancio, tampoco ellas conciliaban el sueño. En la oscuridad los recuerdos pesaban tanto que el pasado se hacía presente, y los muertos iban volviendo, primero uno y después otro, hasta que llenaban la casa y los vivos tenían que acurrucarse en los rincones para dejarles espacio.

Volvían a sonar los quejidos de los flagelantes y el llanto de los hermanitos Irra, fulminados por el escorbuto. Aparecían Jesús Neri, mordido por tiburones, y Juana, su mujer, despidiendo malos olores. Había visitas gratas, como la de Ramón y Cardona, que conversaban sobre su propia muerte. Sus voces salían de la negrura, como en las épocas felices en que se acompañaban al anochecer:

– Ramón, te digo que no hay barco.

– No lo ves, Secundino, pero ahí está, plateado, iluminado, esperándonos.

– No es un barco, Ramón, es la mantarraya que nos mató.

– No fue mantarraya, Secundino, sino tiburones.

Alicia, que durante el día tenía clara y asumida la muerte de Ramón, de noche se dejaba confundir por estas apariciones y con frecuencia se sentaba bajo la luna, a mirar al mar y a esperar su regreso. Ni siquiera Tirsa -la dura, la que no sabía de poesías ni creía en el más allá- se escapaba de ese ensueño colectivo, donde los vivos cohabitaban con los muertos.

– Anoche vino Secundino a consolarme -le dijo una vez a Alicia.

– ¿Qué te dijo?

– Que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.

– Tiene razón.

Las almas de Pedrito Carvajal, Arnulfo Pérez, Faustino Almazán y los otros soldados entraban a la medianoche por los agujeros del techo, extendían en el suelo un sarape gris, echaban albures, tomaban sotol y llenaban la casa de gritos.

– Aflojen el dinero, que tengo el rey y la sota.

– Pues te los metes por el cuatro letras, porque aquí viene el as de copas.

Además de los muertos, estaban los espantos. Cada quien aportaba los suyos, los de su pueblo natal y los que había recibido en herencia de sus seres queridos. Las mujeres empezaban hablando de ellos por matar el rato, por recordar miedos perdidos de la niñez. Pero la desolación de las noches de Clipperton era caldo de cultivo para que todo espectro se corporizara. Alicia hizo aparecer unos enanos muertos llamados chaneques, una Señora de los Dolores, atravesada por siete puñales, y una pobre desgraciada, la Monja Alférez, a quien la muerte ya no se llevaba en un coche tirado por caballos, como en Orizaba, sino en el barco del Holandés Errante. Tirsa cargaba con todos los que le había dejado Cardona, traídos a Clipperton desde la tierra de los chamulas. El que más llegó a aterrarles fue el Yalambequet, esqueleto volador que se colaba a las casas a robarse las almas, y que anunciaba su presencia con los truenos, que eran el golpeteo de sus huesos en el aire.

– Ahí va el Yalambequet. Dios tenga piedad de nosotros -aprendieron a decir las mujeres y los niños cuando había tempestad, y cuando no también, por si acaso llegaba sin avisar.

Veían a la Llorona -hermosa y fosforescente, cargada de lirios y con el cuerpo desnudo cubierto con un rebozo- que pasaba aullando por la pérdida de sus hijos, y les rozaba la cara con su cabellera larga. Veían a doña Carlota, la madre de Ramón, que se aparecía con un largo camisón blanco y con su gorro de plumas negras, a quejarse de lo descuidados y desnutridos que estaban sus nietos. También veían con frecuencia a una dama de marrón, silenciosa y amable, a quien ninguna había conocido antes. La misma Clipperton tenía sus fantasmas propios, como Fernando de Magallanes, el navegante que le puso el nombre de Isla de la Pasión por los muchos sufrimientos y enfermedades que padeció su tripulación cuando le pasó cerca. O como el pirata John Clipperton, que volvió a refugiarse en su guarida favorita para revivir antiguas orgías, y que desvelaba a las mujeres con ruidos de copas que caían al suelo, risas de putas y choque de sables.

Las aguas del mar se llenaron de barcos fantasmas. Al del Holandés Errante se sumaron uno negro con las velas en cruz y otro que vagaba envuelto en llamas, y se extendió la creencia de que el que había engañado a Arnaud y a Cardona era el Mary Celeste, el barco de las calamidades, que atraía la muerte y la mala suerte como el imán al hierro.

Las apariciones sobrenaturales fueron aumentando en cantidad y en calidad, y dejaron de ser individuales para volverse colectivas. Noche tras noche se producía una disminución de la temperatura, durante la cual una muchedumbre de espíritus partía de la roca del sur y emprendía una peregrinación circunvalar por la isla llevando antorchas encendidas, rezando, arrastrando cadenas y dejando tras sí cartas y mensajes para los vivos. Eran las almas de todos los que habían muerto en Clipperton, desde los condenados que los piratas sometieron a la ley del maroon, hasta el marino holandés ahogado camino a Acapulco. Las primeras veces las mujeres corrían a encerrarse en la casa y se cubrían la cabeza con los brazos, para no ver el río de luces ni oír el tumtum de las pisadas. Después se animaron a salir al balcón y esperaron de rodillas a que la marcha de antorchas pasara por delante. Al día siguiente madrugaban a recoger los mensajes del más allá, y si contenían órdenes, o deseos, los cumplían al pie de la letra. No tardó en llegar el día en que las vivas se sumaron al deambular nocturno de las ánimas. Contra la voluntad de Alicia y de Tirsa, que se oponían, Francisca, Benita y Rosalía, y a veces Altagracia, marchaban toda la noche detrás de sus muertos y amanecían demacradas, con aspecto de ánimas ellas mismas y sin arrestos para emprender el trabajo cotidiano.

Los espíritus se volvieron caprichosos y exigentes y el cumplimiento de sus órdenes ocupó el tiempo de los vivos. Pidieron altares de piedra, ceremonias, ofrendas de comida y hasta bienes imposibles de conseguir en la isla, como cigarrillos y ramos de cempaxuchitl, la flor color fuego que alimenta el hambre insaciable que los atormenta en la tumba. La isla cobró el aspecto de un santuario primitivo. Por todos lados se veían altares de piedra con platos de comida, amarillentas fotografías de los difuntos y restos de sus pertenencias: un sombrero de paja, un guarache, una navaja de afeitar, un pañuelo, una estampa de la Virgen.

Una noche Tirsa y Alicia se quedaron solas en la casa con todos los niños, mientras las demás marchaban en la procesión. Tirsa le contó a Alicia que había descubierto que Benita y Francisca se flagelaban y se ponían cilicios, apretándose los muslos con viejos cabos de soga.

– Esto no puede seguir así -dijo Alicia-, lo único que nos falta es enterrarnos vivas las unas a las otras.

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