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Manuel Rivas: Todo es silencio

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Manuel Rivas Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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– Por ejemplo, yo creo que haría un malo cojonudo -dijo el sargento Montes-. ¿A que sí, Rumbo?

– De eso estoy seguro, sargento. Usted haría un malo de puta madre.

El sargento se quedó callado rumiando la respuesta.

– Tampoco estés tan seguro -dijo al fin con una mirada inquisitiva.

El guardia Vargas no pareció consciente de que acababa de asistir a un pequeño duelo verbal. También él seguía a lo suyo: «A mí, de las del Oeste, quien me vuelve loco es esa mujer… La de J ohnny Guitar. La que lleva pantalones».

Esa invocación lo cambió todo. Rumbo se entusiasmó como si estuviese viendo la pantalla.

– Vienna, Vienna… ¡Sí, señor! Joan Crawford! -exclamó y señaló al guardia-. Un tipo listo. ¡El Cuerpo mejora, sargento!

– Entonces hablemos en serio -dijo el sargento Montes-. Para mujer de armas tomar la de Duelo al sol. ¿Le pones nombre, Rumbo?

– ¡Jennifer Jones!

Quique Rumbo, barman del Ultramar, encargado del salón de baile y cinema París-Brétema, era un hombre con recursos. Aunque no se prodigaba, tenía un gran sentido del espectáculo. Alzó los brazos en un gesto litúrgico que demoró dibujando en el aire unas curvas voluptuosas.

¡Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium!

Se oyó el carraspeo y los pasos de quien baja las escaleras que van a dar a las habitaciones de la posada Ultramar. Desde la mesa donde estaba sentado con Fins, Brinco pudo ver los zapatos blancos de quien descendía los peldaños. Y, por fin, la figura de Mariscal.

– Me pareció oír una oración. ¿Eras tú el de las divinas palabras, Rumbo?

Tardó algo en responder. Y lo hizo de soslayo, incómodo: «Hablábamos de cine, Patrón».

– ¡Hablábamos de mujeres! -puntualizó el sargento Montes-. ¡Jennifer Jones, en Duelo al sol!

– ¡Acabáramos! Ahora que para mí, cuerpo glorioso el de Santa Teresa, es decir, Aurora Bautista.

Dejó que rumiasen un rato el programa inesperado, para luego dar la puntilla.

– ¡Y hablando de cuerpos, no olvidemos el de Ben-Hur!

Los otros se rieron, pero Vargas se quedó confuso: «¿Ben-Hur?».

El guardia más joven siguió el movimiento de las manos enguantadas de Mariscal cuando imitaban el vaivén de remar en las galeras.

– ¿Por qué no se quita nunca los guantes? -preguntó de pronto el guardia.

El sargento Montes carraspeó y simuló prestar atención a la panorámica de la ventana. Por el camino iba aquel inocente, Belvís, imitando el paso de una motocicleta. Brommmm. Brommmm. Así hacía los recados. Mariscal ignoró la pregunta de Vargas. Pero todavía siguió la noria del remar. Hasta que dio una palmada de trabajo hecho.

– Mutatis mutandis. ¡Nadie como John Wayne!

Rumbo asintió, el gesto de okay, y le sirvió un vaso de güisqui de la marca del andarín.

– Con él y con el caballo, haces una película -repitió Mariscal, y bendijo con un trago la sentencia-. No hace falta ni la hembra… Es más. Ni el caballo hace falta. Un arma, sí. Un arma hace falta, claro.

Ceremonioso, hizo tañer las piedras de hielo en el vaso: «A man's got to do what a man s got to do».

– ¡Y de hoy en muchos años! -exclamó Montes, alzando su vaso.

Brinco se levantó y echó a andar hacia la puerta del local. A los hombres les llamó la atención aquel largarse desaborido. Enseguida fue Rumbo quien disparó una advertencia:

– ¡Eh, Víctor! No quiero veros por las ruinas de la escuela.

– ¡Pues el Cojo va! Que lo vi yo -dijo Brinco por el maestro Barbeito.

– Ése sabe dónde pisar.

– Tiene razón tu padre -dijo Mariscal en tono grave-. Ese lugar está… endemoniado. ¡Siempre lo estuvo!

Después de eso, todos esperaban que dijese algo más. Mariscal se dio cuenta al momento de que su afirmación era una llave y no un candado. En vez de zanjarlo, acababa de abrir o reabrir un misterio. De repente cambió el asunto, con una expresión burlona. Tenía esa cualidad. Un rostro escondía otro.

– Escuchad, chavales. Hablando de escuela, voy a enseñaros algo de provecho.

Y mientras se dirigía a los chicos, les guiñó un ojo a los guardias.

– No olvidéis nunca este proverbio: «Mientras se trabaja, no se gana dinero».

Mariscal arrojó una moneda que fue a caer a los pies de Brinco. El chico la miró, al principio con desprecio. No se agachó ni iba a hacerlo. El grupo de hombres se quedó observando. También Fins, a su lado. Por la puerta entreabierta, el viento besuqueaba las cortinas sin empujar del todo. Brinco se agachó y recogió la moneda.

Mariscal sonrió, volvió a la barra e hizo sonar el badajo del hielo en el vaso; «¡Rumbo, sírveme otro espiritual!».

Capítulo X

Leda agarró la aldaba. Le gustaba aquella mano de metal y verde herrumbre. Fría y caliente. Luego llamó con insistencia a la puerta de la casa de los Malpica. Tres y uno. Tres y uno. Fins acudió a abrir. Nove Lúas lo miró fijamente. Primero risueña, luego muy seria. Tenía una colección de caras. Luego tiró de él, imperiosa:

– ¡Bule, bule!

Esta vez eligió un atajo por las viejas dunas, brincando en zigzag para evitar los cardos marinos. Subieron corriendo hasta la cumbre de la primera duna. Desde allí, vieron el espectáculo dantesco de la playa. El mar vomitó en esta ocasión maniquíes, de los que se utilizan en los escaparates comerciales para exhibir prendas de moda. Cadáveres de madera. La mayoría destrozados. Las olas empujan cuerpos amputados y extremidades desprendidas. Brazos, pies descalzos, cabezas que ribetean en la arena.

Nove Lúas y Malpica recorren el campo de surcos conmocionados. Desentierran y levantan miembros que dejan de nuevo en la arena.

Andan en busca de un superviviente. Leda halla, al fin, un cuerpo entero. Una figura de maniquí femenino de color negro. Se agacha y limpia la arena de la boca y los ojos. Es un rostro de rasgos escultóricos, atractivo.

– ¿Es guapa, verdad? -dice ella.

La arena, seca, parece el maquillaje de un polvo de plata. Fins mira aquel rostro que está vivo y muerto, que parece estar haciéndose, los rasgos saliendo de dentro. Pero no dice nada.

– ¡Ayúdame, hombre! -dice Leda, levantándose-. Vamos a llevarla…

– ¿Llevarla? ¿Llevarla adonde?

Sin responder, Leda agarró el maniquí por los tobillos.

– Tú agárrala por los hombros. Y con cariño, ¡eh!

– ¿Con cariño?

¡Bah!

Leda y Fins cargaron con el maniquí por la carretera de la costa, en paralelo al litoral. La chica llevaba la delantera y sujetaba la figura por los gemelos. Fins iba detrás, agarrando el maniquí por el cuello. El trabajoso andar acompasado por el mar embravecido.

Pero lo que ahora llena el valle es el sonido del tráiler de un western. Viento por encima del viento. Disparos contra el cielo. Música de réquiem por los maniquíes. Por la carretera, a baja velocidad y en dirección contraria a la que llevan Fins y Leda, se acerca un coche, un Simca 1000, con una baca a la que está sujeto el altavoz que emite el sonido del tráiler, el anuncio de la película que se proyectará el fin de semana en el salón cinema París-Brétema, en el Ultramar. La muerte tenía un precio. Esa forma de recorrer los disparos el valle. Ese viento que monta en el viento. Esa música en la que late el tictac de la hora postrera. Rumbo está contento. No sólo porque la película vaya a llenar el París-Brétema, que lo llenará, sino por este paseo estremecedor a caballo del Simca, este sacar el filme al escenario del valle. Ponerlo todo a la vista. Deslumbrar de una vez a pájaros y a espantapájaros.

Quique Rumbo detuvo el vehículo cuando llegó a la altura de los portadores del maniquí y apagó el casete que atronaba por los altavoces. Siempre parecía de vuelta de todo.

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