Manuel Rivas - Todo es silencio

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En Brétema, en la costa atlántica, hubo un tiempo en que las redes del contrabando, reconvertidas al narcotráfico, alcanzaron tanta influencia que estuvieron muy cerca de controlarlo todo: el poder social, las instituciones, la vida de sus gentes. Fins, Leda y Brinco exploran la costa a la búsqueda de lo que el mar arroja tras algún naufragio, el mar es para ellos un espacio de continuo descubrimiento. El destino de estos jóvenes estará marcado por la sombra odiosa y fascinante a un tiempo del omnipresente Mariscal, dueño de casi todo en Brétema.

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– ¡Soy yo! ¡Soy yo!

Lo recuerdo muy bien porque fue el día en que se estrenaron los altavoces. El sacerdote no pudo aguantar más y desde el pulpito, sin percatarse de que en ese momento sus palabras estaban sembrando todo el valle y llegaban al mar, no se le ocurrió nada mejor que decir:

– Sí, hombre, sí. El Espíritu Santo está en todas partes. ¡Pero aquí no se viene a hacer el payaso!

Algunos adultos fueron allí, junto a Belvís, y no le quedó más remedio que marcharse. No volvió a la iglesia. Me han contado que en misa, en Santa María, cuando el predicador habla del Espíritu Santo, todavía hay gente de aquella época que de forma espontánea gira la cabeza hacia aquel lugar con una cierta nostalgia. Allí donde estaba Belvís moviendo los brazos como alas:

– ¡Soy yo! ¡Soy yo!

Belvís anduvo todavía unos años por aquí. Hacía recados, llevaba pescado y marisco a los restaurantes, los víveres a los viejos que no se valían, cosas así, siempre corriendo en su moto imaginaria.

– ¿Tardarás mucho, Belvís?

– No, que voy en la Montesa.

Brommm, brommmmm.

Acabó en el manicomio de Conxo. Bah, en lo que ahora llaman hospital psiquiátrico. Yo creo que loco no estaba ni entonces ni ahora. No tenía padre y se puso muy mal al morir su madre. Cuando era niño, la madre lo atendía como podía. Todo miseria. Y el niño andaba medio desnudo, sin pañales, con el pito y los compañones al aire libre. Y entonces hacía sus cosas donde se le antojaba. Un día escogió como campo de tiro, digámoslo así, el portal de una vecina, la de la Casona. Tenía plantas, begonias, en fin, le pareció buen sitio, y soltó allí toda la munición. Pero resultó que lo pilló la vecina y le dio unos azotes. Tenía ganas y tenía donde dar. Belvís volvió a casa llorando. Cuando se enteró la madre, lo cogió en brazos, fue a la Casona y llamó a la vecina hasta que ésta apareció en el balcón. Entonces la madre de Belvís lo levantó, con el culo desnudo al cielo, y lo besó allí, en las nalgas, gritando: «¡Qué culo, qué bendición!». Eso es amor.

Le entró tal desasosiego que perdió las voces, incluso la de la Montesa. Ya desde niño tenía aquella habilidad de las voces. De hombre y de mujer. Hacía muñecos con cualquier cosa, con trapo y cartón, y los ponía a hablar. Imitaba muy bien al cantante Catro Ventos, que andaba por las verbenas, y que tenía ese apodo por la falta de los caninos. Cantaba: «Deje el barco que se vaya de la playa, / que a la playa ha de volver / Allí está su novia amante, / que es constante, que es constante, que es constante, que es constante… en el querer». Fue una ocurrencia suya, de chico, el repetir y repetir «es constante», como un mete saca, y la gente se moría de risa. Tenía esa chispa. Pero la voz que mejor le salió, sin duda, fue la de Carlitos el Pibe. Eso, lo del Chaplin con acento porteño, lo hacía macanudo. El muñeco, y la voz, la única herencia del tío abuelo que había vuelto de la Argentina para morir. Ahora cambiaron las cosas en el hospital. Lo dejan salir. En realidad, lo licenciaron, pero lo dejan regresar. Él dice que es por el Pibe, que está más tranquilo en el manicomio. Los fines de semana anda por ahí de hombre orquesta o con el muñeco ganando unas pesetas. Cada vez lo hace mejor. No me extraña. Tanto tiempo hablando solos, él y Chaplin. Así que será cierto que lo contrató Víctor Rumbo para actuar en el club ese, el Vaudevil. Para darle a ganar unas pelas. Le hará gracia. Yo creo que no es sitio para Belvís. La gente que va allí va a otra cosa. Y no me refiero sólo a malandros y pindongas, que diría el Pibe. Pero él, Brinco, siempre tuvo esa cosa. A los que quería, los quería mucho. Y así atraía a los raritos, como Chelín o Belvís. Eso sí, a los que odiaba, los odiaba con entusiasmo.

Pero me estoy anticipando.

Porque ahora los estoy viendo de niños. Juegan al fútbol en una explanada, allí donde mueren las dunas grises, entre A de Meus y Brétema. Un buen sitio para improvisar una cancha. Las dunas protegen del nordeste y hacen de parapeto para evitar la siempre penosa fuga del balón a la orilla del mar. Había que ver a Belvís retransmitiendo la pachanga como un partido de estrellas, en el que él mismo era un as. Y ahora hacen un turno de penaltis. Chelín es el guardameta. Acaba de parar, de forma espectacular, el primer tiro, el de Brinco. Se pone eufórico porque también agarra el trallazo de Fins. Y desde atrás arranca en carrerilla Leda. Es su turno. Se dispone a tirar. Pero tiene que parar de repente. Chelín abandona sin más la portería.

– ¿Qué pasa? -pregunta ella molesta.

– Las mujeres no tiran penaltis.

– ¿Y eso quién lo dice?

Belvís anda en carrusel en torno a ellos. Hace de locutor con estilo relamido: «Se está viviendo un momento de gran tensión en el Stadium del Sporting de Brétema. Nove Lúas corta el paso del guardameta Chelín. Chelín se le enfrenta. Atención. Interviene el colegiado Fins», etcétera, etcétera.

– Di la verdad, Chelín -remacha Brinco, el más divertido con la situación-. Te cagas por la pata abajo.

– No. Lo que no soy es un maricón.

Con rabia, Leda toma velocidad y golpea el balón con toda su fuerza. Chelín, de forma sorprendente, demostrando sus muchos reflejos, se estira en el aire y lo detiene. En la arena, caído, abraza el balón. Su cara roza la arena y luego sonríe triunfante.

– ¿Lo ves? No tengo miedo. El poder oculto.

– Gilipollas -dice ella-. Siempre te he defendido. ¡Algún día me besarás los pies!

Capítulo XII

Siempre estaban allí, de voluntarios, para transformar el cinema en salón de baile. Rumbo les daba unos refrescos de propina. Y les dejaba llevar los trocitos de celuloide que cortaba para empalmar la película cuando se rompía. En realidad, todos acababan en manos de Fins, que se volvía loco por los fotogramas. Había ido haciendo su propio archivo. Ordenaba aquellos fragmentos de cinema en casa. Día memorable aquel en que volvía a A de Meus, el mar roncando furioso, y él con Moby Dick y el capitán Ahab, Gregory Peck, en el bolsillo. Eso había sido hace años, aunque la película volvía cada temporada porque era una de las preferidas de Rumbo. Él tenía sus fanatismos y uno de ellos era Spencer Tracy. Trajo varias veces Capitanes intrépidos y la de la vida de Thomas Alva Edison. Cuando inventaba el filamento de la luz, aplaudía todo el cine. Pero la veneración de Rumbo por Tracy se resumía en un gesto. Sacaba el brazo de la manga de la chaqueta, que quedaba colgante como en un hombre manco, y decía el título con mucha suspensión: «Conspiración de silencio». Y luego señalaba con sonido del croar el nombre del escenario maldito: «¡Black Rock, Black Rock!». Tal vez la atracción por el actor tenía que ver con cierta semejanza física. Cuando alguien señalaba el parecido, Rumbo retrucaba lacónico:

– ¡O viceversa!

Las que más le gustaban, sin embargo, eran las del Oeste. Y luego las de gánsteres. Muy de vez en cuando venía alguna italiana y él atendía la proyección con el porte de un piloto en el puente de mando. Luego sentenciaba: «Demasiado verdad para el cine». Una opinión que deslizaba dentro de las latas, mientras guardaba los rollos, como si no tuviesen interlocutor fuera: «Esta Magnani se los come a todos». Tenía tirria, en cambio, a las de espadachines, algo que compartía con su jefe Mariscal. Fins lo sabía bien por uno de los juramentos que se solían oír en la barra del Ultramar: «¡Me cago en los tres mosqueteros y en el conde Richelieu!». La teoría de Rumbo es la de que habiendo armas de fuego era un atraso hacer películas con quincallería. Y celebraba, con el público, el progreso de que los indios se aprovisionasen de fusiles Winchester: «Ahora van igualados». Pero morían más y más rápido.

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